15

EL sol matinal había librado a las calles de la ciudad de las brumas de la madrugada cuando cuatro caballeros y una hermosa joven abandonaron la residencia del mercader y se entregaron a un lento paseo por la ciudad que despertaba. Pronto llegaron a una calle ancha, donde las gentes de la ciudad habían levantado sus puestos de feria y trataban de atraer la atención de los señores y las damas con sus voces estridentes. Había mimos y actores, algunos con máscaras talladas, que competían entre ellos por ganarse un público y recitaban versos con bromas groseras. Había grupos de acróbatas que saltaban en el aire desde trampolines. Había vendedores de golosinas, de vinos y de toda clase de comestibles. Había también ladrones y descuidistas, y timadores que ocultaban un garbanzo debajo de una de varias cáscaras de nuez y trataban de confundir al ojo.

La risa de Aislinn sonaba alegremente y los cuatro caballeros normandos la escoltaban entre la muchedumbre que se hacía cada vez más numerosa. Jóvenes muchachos enamoradizos la seguían tratando de echar otro vistazo más a ese rostro encantador, y si se acercaban demasiado, se encontraban con la mirada ceñuda de uno de los caballeros que les llevaba una cabeza.

Siguieron paseando, y deteniéndose cuando alguna curiosidad o chuchería llamaba la atención de la dama. Aislinn pronto comprobó que le bastaba expresar su admiración por cualquier fruslería para que la misma fuera comprada por uno de sus cuatro acompañantes. Fue Beaufonte quien la vio levantar un espejo de plata y corrió a su lado para comprarlo y ponérselo en la mano. Ella nunca había visto un espejo como ése y le agradeció sinceramente. Pero en adelante se mostró cautelosa en exhibir interés en esas mercaderías.

Los comentarios sutiles e ingeniosos de sir Gowain eran recibidos por ella con risas de placer, y el humor ácido de Wulfgar aumentaba la diversión. Beaufonte, un hombre generalmente silencioso, se reía del juego de los otros mientras Milbourne festejaba ruidosamente y repetía las bromas retozonas de Gowain.

El día estaba bien avanzado cuando Aislinn tiró de una manga a Wulfgar y le rogó que la sacara de entre esa apretada multitud. Buscaron una calle lateral y pronto encontraron su alojamiento, donde Hlynn los aguardaba con una apetitosa comida. En ausencia de ellos había llegado un mensajero de Guillermo con la orden de que todos los lores y caballeros se hicieran presentes en la misa de Navidad ofrecida por el rey, seguida por la presentación en la corte y un banquete. Aislinn sintió que se desvanecían sus esperanzas, porque había pensado pasar otro día con Wulfgar antes que interfiriesen las obligaciones de él.

Cuando fue recogida la mesa, permanecieron un rato alrededor del cálido hogar antes de ir a sus camas en preparación para el largo día que les esperaba. Aislinn se vio nuevamente objeto de la atención de Wulfgar cuando él despidió bruscamente a Hlynn, y con dedos ansiosos empezó él mismo a desprenderle las ropas. Después fue levantada en brazos y depositada sobre la gran cama, pero ese normando sintióse amargamente decepcionado al comprobar que todavía no había alcanzado a pagar el precio de la buena voluntad de ella, porque aunque Aislinn conoció otra vez las cimas del placer, después, él quedóse con la vista clavada en el techo mientras ella, a su lado, sollozaba contra la almohada.

Aislinn se sentó sobre la cama con las rodillas levantadas debajo del mentón y observó a Wulfgar mientras él preparaba la ropa que se pondría ese día. Nuevamente eligió los colores rojo y negro. Después llamó a Sanhurst para que le preparara un baño, y por deferencia a Gowain, añadió unas gotas de sándalo para borrar los restos de lavando que pudieran persistir adheridos a su piel.

Aislinn se rió de esta última precaución.

—Si quieres compartir nuevamente mi baño, milord —dijo en medio de sus carcajadas—, te dejaré la elección de perfumes.

Él gruñó, se metió en la tina humeante y empezó a lavarse.

—¿Regresarás muy tarde esta noche, Wulfgar? —preguntó Aislinn con cierta vacilación—. ¿O debo esperar tu regreso para cenar?

Él apartó el paño de su cara y la miró fijamente.

—Mis hombres cenarán cuando les plazca, pero como yo conozco estas ceremonias, probablemente no regresaremos hasta muy tarde.

Aislinn suspiró decepcionada.

—El día será muy largo sin ti, Wulfgar.

Él rió por lo bajo.

—El día, sin duda, será largo, dulzura mía, pero tú lo pasaras a mi lado.

Aislinn ahogó una exclamación y saltó de la cama. Su cabellera cayó alrededor de su desnudez en resplandeciente desorden. Al notar la mirada admirativa de Wulfgar, agarró una manta para cubrirse y así protegida, se acercó a la tina.

—Pero, Wulfgar, yo soy sajona. Mi lugar no está allí.

Él siguió frotándose el pecho.

—Tu lugar está donde yo decida que esté. Habrá sajones allí. —Sonrió lentamente y la miró a los ojos.— Aunque, para ser sinceros, la lealtad de ellos no es como la tuya. Confío en que sabrás conducirte con un poco de discreción. No eres una doncella tonta y puedes contener tu lengua cuando sea necesario. En cuanto a que eres una enemiga —la miró con expresión burlona—, yo me atrevería a jurar que nunca un enemigo me había proporcionado tanto placer.

Aislinn enrojeció.

—Eres un malvado —replicó con impaciencia.

Wulfgar echó la cabeza atrás y estalló en carcajadas, pero Aislinn giró sobre sus talones y se alejó de la tina.

—Nunca he estado en la corte —dijo ella— Podría avergonzarte.

Él sonrió y la miró con ojos voraces.

—La corte inglesa está demasiado poblada de robustas damas sajonas y parece que las he conocido a todas, desde la jovencita que ríe tontamente hasta la solterona de rostro agriado, y he debido soportar que se abalanzaran sobre mí por no estar con una mujer colgada de mi brazo. ¿Avergonzarme? No. A ellas les hará bien conocer cuáles son mis gustos.

—Pero Wulfgar —suspiró ella, exasperada—. Toda la nobleza, y el mismo Guillermo estarán allí para ver... yo no tengo una acompañante adecuada. Ellos se darán cuenta de que soy tu querida.

Él resopló despectivamente.

—¿Porque no tendrás una dama que vigile cada uno de tus movimientos? —Sus ojos le sonrieron.— Podría decir que eres mi hermana. —Se enjabonó las manos y meneó la cabeza.— No, eso no serviría. Ellos pensarían mal cuando yo te mirase y seríamos acusados de un pecado más grave. No, será mejor que soportemos sus miradas de curiosidad y no digamos nada de nuestra situación.

Aislinn gimió y lo intentó otra vez.

—Wulfgar, yo podría soportar la espera aquí...

—Pero yo no. No quiero oír hablar más de eso —replicó con severidad—. Prepárate.

Por el tono de él, Aislinn supo que no cedería en este asunto, y súbitamente presa de pánico, comprendió que estaba perdiendo un tiempo precioso tratando de disuadirlo. Voló hasta la puerta la abrió de un tirón y llamó a Hlynn. Wulfgar se hundió más en la tina cuando la muchacha acudió al llamado. Observó divertido mientras las dos mujeres corrían por toda la habitación sacando lo que se pondría Aislinn y planeando un peinado elegante para su cabello. Finalmente, consiguió que Aislinn lo mirara a los ojos.

—Querida mía, no querría asustar a la joven Hlynn, pero me temo que si yo me levantase ella arrancaría la puerta de sus goznes en su prisa por escapar. El agua se enfría y estoy empezando a entumecerme ¿Podrías darme un momento para terminar con este baño?

Aislinn despachó a la jovencita con un recado, y Wulfgar con alivio considerable, salió de la tina y empezó a vestirse mientras Aislinn empezaba a peinarse.

—Querría que hoy luzcas tu vestido amarillo, Aislinn —dijo Wulfgar por encima de su hombro—. Ese vestido te sienta espléndidamente.

—Te ruego que me disculpes, milord —respondió ella, y esperó mientras él la miraba inquisitivamente—. Preferiría reservar ese vestido para otra ocasión.

Wulfgar pareció un poco intrigado.

—¿Qué ocasión es más importante que conocer a un rey?

Ella sonrió seductoramente y se encogió de hombros con expresión de inocencia.

—No me atrevo a decírtelo Wulfgar, ¿Pero no me dejaste en libertad de elegir cuándo usaría mis vestidos?

Él asintió.

—Es verdad, pero ese vestido y ese color te sientan muy bien.

Ella se levantó, fue hasta él, le puso las manos sobre el pecho y lo miro a los ojos.

—Hay otro vestido que puedo ponerme, y es un vestido muy rico.

Los ojos violetas lo miraron en un ruego silencioso. Wulfgar quedó deslumbrado por la belleza de esos ojos y le resultó difícil recordar el motivo de la discusión. Aislinn le acarició suavemente el pecho y aguardo la respuesta. El sólo pudo emitir un suspiro de sumisión.

—Escoge el que te guste más.

Aislinn le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla, entre efusivos agradecimientos. Wulfgar se apartó, ceñudo. Pero momentos después, cuando ella se presentó frente a él soberbiamente ataviada, él juró en silencio que nunca más intervendría en la elección de su ropa.

El atuendo era de una rica tela de color crema, y alrededor del cuello y de las largas mangas flotantes tenía como adorno una trencilla de seda sembrada de perlas diminutas. El cinturón de delicados eslabones de oro le ceñía las caderas, con la daga enjoyada y su vaina en su lugar. El cabello había sido peinado hacia arriba en una forma intrincada y sujeto con finas cintas sembradas de delicadas florecillas de seda blanca. Su rostro resplandecía y sus ojos, bordeados por las pestañas negras, tenían un color violeta claro y luminoso.

Wulfgar no pudo recordar haber visto una joven tan hermosa en todas sus andanzas. Por un momento se sintió preocupado al recordar que Ragnor estaría allí, y se preguntó qué les tendría reservado el día. Quizá sería más prudente no llevarla a la corte, pero la idea de pasar largas horas separado de ella no le atrajo. Tuvo que admitir para sí mismo que disfrutaba de su compañía y que con ella no se aburría, como le sucedía con otras mujeres cuando no estaba en la cama con ellas. La razón que tenía para llevarla consigo era puramente egoísta. El nunca se sentía enteramente cómodo en la corte. Los lamentos y quejas de gordas esposas, los lores traicioneros y ambiciosos, los ojos voraces de las mujeres que querían hacer cornudos a sus maridos le daban motivo para estar siempre en guardia. El se sentía mas a sus anchas en un campo de batana, donde sabía quién era su enemigo y podía enfrentarlo cara a cara. Con la presencia de Aislinn a su lado, podría pasar el día agradablemente y soportar la monotonía de la larga misa.

Ante el continuado silencio de Wulfgar, Aislinn caminó en círculo alrededor de él, con los brazos separados del cuerpo.

—¿Estás satisfecho con mi apariencia, milord? —pregunto.

No alcanzó a ver el fulgor de los ojos de él y cuando al fin lo miró a la cara, sólo encontró una expresión sardónica. Él cruzo los brazos sobre el pecho y sonrió.

—¿Tratas de arrancarme palabras de alabanza, querida mía?

Aislinn hizo un mohín.

—Eres hiriente con tus palabras —lo acusó, y enseguida rió regocijada, giró sobre sus talones y por encima del hombro lo miro de pies a cabeza, con expresión traviesa—. Pero yo soy más generosa, milord. Ciertamente, estás muy guapo. No me asombra que te veas acosado por las viudas y las muchachas que ríen tontamente.

Ciertamente, la misa fue larga y cansadora. Se arrodillaron, se incorporaron y volvieron a arrodillarse cada vez que el arzobispo iniciaba otra plegaria. La mirada de Wulfgar iba repetidamente hacia Aislinn. La serenidad de las finas manos de ella unidas en oración le resultaba reconfortante y calmante para sus pensamientos. Ella estaba junto a él, silenciosa, sin quejarse, y solamente levantaba la cabeza cuando terminaba una plegaria y la inclinaba obedientemente cuando comenzaba otra. Cuando él le tendió una mano para ayudarla a que se pusiera de pie, ella le dirigió una mirada que irradiaba calidez y suavidad.

Wulfgar se maravilló ante la gracia y la resistencia de Aislinn cuando, más tarde, en el salón del trono del castillo, fueron empujados hacia un rincón por nobles de alto rango que procuraban ser presentados. Sus compañeros de dos noches atrás hicieron a un lado a los demás, y con un gran despliegue de amabilidad, palmearon a Wulfgar en la espalda mientras sus ojos iban mayormente hacia Aislinn. Con suma paciencia, Wulfgar se los presentó a todos y mantuvo una expresión estoica cuando ellos, como al descuido, señalaron su amistad con Guillermo, como si quisieran distinguirse del caballero bastardo que estaba junto a ella. Aislinn retiró gentilmente la mano si ellos se la retenían demasiado tiempo y respondió a sus preguntas con cortesía, pero en evasivas tan hábiles que sólo Wulfgar supo que ella no lo decía todo. Sonrió para sí mismo y supo que ella sería capaz de desenvolverse con soltura en cualquier corte, hasta en la de Guillermo.

La evasiva dignidad de ella pareció despertar aún más el interés de los celosos normandos, y muchos creyeron que obtendrían los favores de ella adoptando aires majestuosos. Por fin, con alivio considerable, Wulfgar oyó una orden de atención cuando entró el rey y supo que pronto serían presentados al soberano los caballeros y los miembros de la nobleza. En su rincón, Wulfgar sintió que la mano delgada de Aislinn se deslizaba en la de él, bajó la vista hacia ella y encontró los ojos radiantes de color violeta clavados en los suyos. Por un momento la miró fijamente, deseando decirle alguna palabra amable de alabanza por su prudencia para tratar a sus connacionales normandos, pero comprobó que su habitual reserva con las mujeres no le facilitaba las cosas. En cambio, sonrió tímidamente y le apretó la mano. Aislinn lo miró con cierta preocupación.

—Milord, ¿estás disgustado por algo o es que no me encuentras de tu agrado?

Él rió por lo bajo.

—No, querida mía, no estoy disgustado por nada y te encuentro muy de mi agrado.

Aislinn sonrió aliviada.

—No deberías ponerte tan ceñudo cuando estás pensativo, Wulfgar. Si yo fuera una joven menos animosa, me habrías asustado.

—Ah, milady —suspiró él—. Si fueras de un carácter más suave, quizá vendrías a mi cama mejor dispuesta.

Aislinn enrojeció y miró rápidamente a su alrededor para ver si otros oídos podían haber escuchado las palabras de él. No encontró a nadie que pareciera haberlo hecho y sonrió dulcemente a Wulfgar.

—Vaya, milord, es necesaria toda mi perseverancia para aceptar mansamente tus violaciones. No sería descabellado que debieras sentir toda la fuerza de mi ira por ser tan maltratada por ti.

Él le estrechó la mano nuevamente.

—No eres tan maltratada —replicó él, y la miró con risa en los ojos—, ¿Qué joven inglesa ha sido tan bien tratada por su señor normando? Debes admitir que esto es mejor que estar encadenada a los pies de mi cama.

Aislinn se encogió de hombros y con sus dedos enderezó su corta capa de terciopelo.

—Por lo menos, entonces no me deshonrabas.

Wulfgar sonrió, imperturbable.

—Yo no te deshonro ahora. En verdad, te honro por encima de todas las otras mujeres. ¿Acaso ves a otra tomada de mi brazo o vestida con ropas compradas con mi dinero? Por esos dineros yo he tenido que sudar, y hubiera dado mi vida si el enemigo hubiese sido el mejor. Te trato con bondad. No te obligo a trabajar ni a arar la tierra. Ocupas un lugar junto a mí, como si fueses mi dama. Y hay solamente una pequeña diferencia y es que no he formulado votos que me aten para siempre.

Aislinn abrió la boca para replicar, pero el llamado para la presentación de otro caballero a quien ella conocía la hizo sobresaltarse. Inmediatamente lo vio, y cuando su mirada se posó en él, Ragnor de Marte sonrió y la saludó, y ella supo que él había estado observándola todo el tiempo. De Marte parecía confiado y seguro de sí mismo cuando la miró de arriba abajo, y las mejillas de Aislinn enrojecieron cuando ella se sintió despojada de sus ropas. Bruscamente le volvió la espalda y miró a Wulfgar, quien observaba tranquilamente al otro.

—No me dijiste que Ragnor estaría aquí —dijo ella.

Wulfgar bajó la mirada hacia el rostro encendido de ella.

—Debes aprender, querida mía, que es mejor enfrentar cara a cara a Ragnor dondequiera que esté que dejar que te tome por sorpresa. Esta pequeña precaución elimina el peligro de una daga clavada por la espalda.

—Y deja mi pecho desnudo ante su espada —replicó Aislinn con sarcasmo.

Wulfgar sonrió.

—No temas, amada mía. No creo que llegues a sentir ese agudo instrumento contra tu hermoso pecho. El no es tan tonto.

—Eso sería el daño menor que él podría hacerme —dijo ella, con malicia.

Wulfgar la miró, dubitativo, pero ella se volvió para mirar la breve ceremonia, que parecía rígida y formal, desprovista de calidez. Guillermo tenía un cuerpo imponente, tan alto como Wulfgar pero mucho más grueso. Las ropas de ceremonia le daban una apariencia maciza, y cuando Ragnor se arrodilló frente a él, pareció disminuido y pequeño. Los ojos de águila de Guillermo observaron al caballero hasta que éste se levantó y después aceptó el saludo de Ragnor con una breve inclinación de cabeza. Lo mismo que con muchos de los nobles que precedieron a Ragnor, Guillermo mantuvo una expresión severa, sin dar señales de amistad o camaradería. Sin embargo, Aislinn notó algo sutilmente diferente, cuando, momento más tarde, Wulfgar se aproximó. Guillermo pareció aflojarse en su asiento y su continente austero se suavizó un poco. Si Guillermo sentía cierto favoritismo por este caballero no lo dejaba ver, tanto por su propio bien como por el de Wulfgar. Aislinn se sintió transida por una cálida corriente de orgullo cuando vio a Wulfgar inclinarse ante su rey y sus ojos ya no fueron más para Guillermo.

Aislinn notó el interés despertado entre las mujeres sajonas por este alto caballero normando y las cabezas unidas y los murmullos que siguieron. Cuando regresó junto a ella, Wulfgar no pareció advertir la atención que provocaba y le tomó nuevamente la mano, sin preocuparse de las miradas dirigidas a ellos, ahora tanto de las mujeres como de los hombres.

—Ah, milord, parece que has conquistado unos cuantos corazones enamorados más —comentó Aislinn—. ¿Es así como te has procurado tantas amantes?

Wulfgar rió ligeramente, como si ella hubiera hecho un chiste.

—Tú eres la primera que tengo, amor mío. Con las otras he pasado una o dos noches, nada más. —Le besó la mano, y para beneficio de los curiosos, mantuvo en su rostro una tierna sonrisa.— Pero me he hecho tanto a la costumbre que me maravillo por no haberla probado antes.

Aislinn sonrió dulcemente pero habló con los dientes apretados.

—No dudo que en la corte normanda había tantas que tenías dificultad para elegir. —Consciente de las miradas de curiosidad que no se apartaban de ellos, aleteó las pestañas como una tímida doncella.— Allí debiste estar tan ocupado, que mi rostro vulgar no hubiera merecido tu atención. Oh, si las cosas hubiesen sido así en Darkenwald.

Wulfgar se llevó la mano de ella a sus labios pero susurró:

—Tened cuidado, querida mía, la cadena aún sigue a los pies de la cama.

Aislinn rió y murmuró, suavemente:

—No tengo miedo, Wulfgar. Tú no podrías soportar que esos fríos hierros te lastimen las piernas durante la noche.

—Es verdad, por supuesto —dijo él, riendo, y rindiéndose al argumentó de ella—. Preferiría que fueras una amante dispuesta y no una esclava apaleada.

Ahora con expresión más seria, Aislinn lo miró a los ojos mientras replicaba.

—¿Dispuesta? Aún no has dicho el precio. Sin embargo, creo que jamás sería una esclava apaleada.

Wulfgar la miró a los ojos y sintió un fuerte deseo de tomarla en sus brazos y besarla pese a las miradas dirigidas a ellos, pero una voz sonora lo sacó de sus cavilaciones cuando anunció que comenzaría el festín.

Cuando Wulfgar la hizo sentarse en el salón, Aislinn levanto la mirada y vio a Ragnor frente a ella, de pie junto a su silla. Él le sonrió lentamente y cuando ella se hubo acomodado, se sentó como si hubiera sido eso lo que estaba aguardando. Les fue servida la comida y el aroma apetitoso de las carnes asadas le llegó a la nariz. Aislinn sentía mucha hambre y recordó que llevaba muchas horas sin comer. Durante unos momentos dedicó toda su atención a la comida, después levantó la vista y se encontró, sobresaltada, con la mirada de Ragnor. Él asintió y sonrió y ella volvió apresuradamente el rostro. Tuvo cuidado de volver a mirarlo otra vez, porque sabía, casi con temor, que él la observaba atentamente. Respondió animadamente a las preguntas de los otros caballeros de la mesa mientras que Wulfgar, aparentemente imperturbable, le hablaba en voz baja y le señalaba a los nobles más importantes y a los que habían realizado alguna hazaña heroica.

Terminada la comida, un conde se acercó a Wulfgar para tratar un asunto importante y se lo llevó aparte para hablar largamente. Aislinn quedó sola, sorprendida por la cantidad de nobles que parecían llenar todos los rincones del ornamentado salón. En un momento, notó que alguien ocupaba la silla de Wulfgar, y al levantar la vista vio a Ragnor sentado junto a ella.

—Perdóname, paloma. ¿Puedo sentarme un momento?

Aislinn lo miró disgustada pero no pudo pensar en un buen motivo para negarse.

—Wulfgar... —empezó ella, pero fue rápidamente interrumpida.

—Está muy ocupado y yo deseo hablar unas palabras contigo. —Ragnor se sentó y acercó su silla a la de ella.— ¿No ves que Wulfgar sólo te está usando por un tiempo? —Vio que ella empezaba a encolerizarse y trató de calmarla.— ¿Te ha pedido que te cases con él? ¿Ha dicho siquiera una palabra de ello? ¿Te ha dado algún título o posición que no sea el de su esclava? Me he enterado hasta de que mandó a otra damisela a vivir en Darkenwald. Tú le eres leal pero si llegases a perder su favor, sería la otra quien le calentara la cama y le llenara las noches.

Aislinn miró a su alrededor, buscando algún escape a las palabras ardientes y torturantes de él. Entonces sintió, sobresaltada, que Ragnor, debajo de la mesa, le había puesto una mano sobre el muslo.

—Yo te haría señora de Darkenwald y Cregan, también —murmuró, inclinándose hacia ella.

—¿Cómo podrías? —dijo ella, apartando la mano de él—. Esos pueblos pertenecen a Wulfgar.

Aislinn hubiera querido levantarse pero él puso su brazo sobre el respaldo de la silla para impedírselo y nuevamente apoyó una mano en el muslo de ella. Aislinn la apartó, pero la mano volvió, más atrevida que antes.

—¡Ragnor! —exclamó. Se levantó y se apartó de él. Ragnor también se levantó, la tomó de un brazo y la atrajo hacia él. Cuando varias miradas se clavaron en ellos, él susurró febrilmente al oído de ella pero ella no oyó sus palabras y trató de apartarse.

—Quita tus manos de ella. —La voz de Wulfgar sonó baja pero sorprendentemente cercana. Su mano abierta cayó sobre el hombro de Ragnor y lo hizo volverse.— ¿Has olvidado mi advertencia de hace un tiempo? Lo que es mío, yo lo conservo.

Ragnor hizo una mueca de desprecio.

—Yo tengo ciertos derechos sobre Darkenwald. Tú me negaste la parte que me correspondía, aunque fui yo quien libró la batalla.

Wulfgar respondió a la mirada indignada de Ragnor con fría dignidad.

—Nada ganaste allí, porque fuiste quien provocó la batalla.

Los ojos oscuros de Ragnor se entrecerraron y nublaron.

—Eres un bellaco, Wulfgar —dijo con odio—. Yo, hasta te salvé la vida y tú no me das cuartel.

—¿Me salvaste la vida? —Wulfgar lo miró inquisitivamente y no esperó la respuesta.— Algunos de mis hombres se enteraron de que dos caballeros normandos cabalgaron hasta cerca de Kevonshire y atrajeron a los pobladores y los guiaron hasta el recodo del camino donde ellos pudieron tenderme una emboscada. Las armas de uno de esos caballeros eran evidentemente las de Vachel, y puedo adivinar muy bien quién era el otro. ¿Salvarme la vida? Vaya, esa emboscada casi me cuesta la vida.

Aislinn abrió grandes los ojos y ahogó una exclamación al oír las palabras de Wulfgar. Ragnor nada pudo decir, pero quedó estremecido de furia. Sin pensarlo, aferró sus pesados guanteletes y los arrojó a la cara de Wulfgar. Los guantes golpearon el rostro del otro y cayeron al suelo. Wulfgar desenvainó lentamente la espada, atravesó los guantes en el suelo y los levantó con la punta de su acero. Con un rápido movimiento de su arma, los arrojó con fuerza a la cara de Ragnor.

—¡Alto! ¿Tengo ahora una batalla entre mis propios caballeros? —preguntó una voz a espaldas de ellos. Era Guillermo, quien se había acercado.

Wulfgar envainó nuevamente su espada y se inclinó ante su rey.

Guillermo se volvió para mirar a Aislinn, quien le devolvió la mirada sin pestañear. Sus ojos pasaron de ella a Ragnor y después, nuevamente, a Wulfgar.

—¿Una pelea por una mujer, Wulfgar? No es propio de vos.

El rostro de Wulfgar se ensombreció.

—Sire, deseo presentaros a Aislinn de Darkenwald.

Aislinn hizo una profunda reverencia ante el rey mientras éste seguía observándola. Cuando ella se incorporó, se irguió orgullosamente ante él, con el mentón en alto, y lo miró a los ojos.

—¿No tenéis miedo de mí, damisela? —preguntó Guillermo.

La mirada de Aislinn fue rápidamente hacia Wulfgar y volvió a posarse en el rey.

—Vuestra gracia, una vez respondí esa misma pregunta a vuestro caballero, y si se me permite contestar en la misma forma, os diré que yo sólo temo a Dios.

Guillermo asintió, impresionado por la franqueza de ella.

—Y estos caballeros míos se pelean por vos. Puedo entender muy bien la causa. —Se volvió a Ragnor.— ¿Qué tenéis que decir en este asunto?

Ragnor contuvo dificultosamente su ira.

—Perdonadme, sire. Este bastardo no tiene derechos sobre Darkenwald ni sobre lady Aislinn, porque ella es parte de aquello, la hija del lord a quien yo maté con mi espada.

—¿Entonces, sir Ragnor de Marte, reclamáis esas tierras como vuestras, por derecho de las armas? —preguntó Guillermo.

—Sí, sire —respondió Ragnor, y por primera vez se inclinó ante su rey.

Guillermo se volvió hacia Wulfgar.

—¿Y esas tierras son las mismas que vos reclamáis, sir Wulfgar?

—Sí, sire. Vos me ordenasteis asegurarlas para vuestra corona.

Guillermo estudió un momento a los dos hombres y después se dirigió a Aislinn.

—¿Tenéis algo que decir en este asunto, damisela? —preguntó amablemente.

—Sí, vuestra gracia —respondió ella firmemente—. Mi padre murió como un guerrero y está sepultado con su escudo y su espada, pero él salió al encuentro de una bandera de tregua. Él pensaba rendirse si nosotros podíamos quedar en paz, pero fue innecesariamente insultado y se vio obligado a defender su honor con las armas. Sólo había siervos para ayudarlo y ellos también murieron con él.— Sonrió tristemente.— Él había enviado todo a Haroldo. No conservó ni siquiera un caballo para morir sobre él.

Guillermo miró nuevamente a los dos caballeros.

—El guante ha sido arrojado y debidamente devuelto. Sir Ragnor, ¿aceptáis someteros a un juicio por las armas y acatar sus resultados?

Ragnor se inclinó para dar su asentimiento.

—¿Y vos, sir Wulfgar, aceptaréis?

—Sí, sire —replicó Wulfgar.

—¿Y lady Aislinn? —dijo Guillermo, dirigiéndose a ella—. ¿Os someteréis al vencedor?

Aislinn miró los ojos grises y pensativos de Wulfgar durante un brevísimo momento, pero sabía que no podía dar otra respuesta.

—Sí, sire —murmuró, y se inclinó profundamente ante Guillermo.

El rey, entonces, se dirigió a todos ellos.

—Se acerca el último día del año, y en el primer día del año nuevo tendremos una justa, un juicio por las armas, no a muerte sino a la primera caída, porque yo tengo necesidad de mis caballeros. El campo y las armas serán escogidos ante mis ojos, y que nadie diga, después de eso, que no ha sido una contienda justa y legítima. —Nuevamente se dirigió a Aislinn y le ofreció el brazo.— Hasta que llegue ese día, milady, vos seréis mi huésped. Yo enviaré por vuestras posesiones y servidumbre y haremos que preparen aquí habitaciones para vos. Hasta entonces, quedáis bajo mi protección y aquí mismo os declaro un miembro de la corte real.

Aislinn miró a Wulfgar con vacilación y vio su expresión ceñuda. Hubiera querido protestar por ser alejada de él, pero supo que no podía. Antes de llevársela, Guillermo sonrió.

—Tened paciencia, Wulfgar. Cuando llegue el día señalado, esto se arreglará para mejor.

Ragnor sonrió por su momentáneo triunfo pero Wulfgar se quedó mirándolos ceñudo mientras ellos se alejaban, y sintiendo una pérdida que no hubiese podido expresar con palabras.

Esa noche era tarde cuando Wulfgar regresó al enorme dormitorio. El fuego ardía débilmente en el hogar y todas las señales de la presencia de Aislinn habían desaparecido. Lo que antes era para él un refugio donde descansar después de un día agotador, ahora le parecía una cámara de tortura. Veía a Aislinn en todas partes, de pie junto a la ventana, arrodillada frente al hogar, sentada en el banco, tendida en la cama. Alisó distraídamente con la mano el cobertor, se volvió, miró a su alrededor la habitación vacía y la vio desolada, un vacío recuerdo de lo que había sido, su lujo desvanecido, sus comodidades rudas y crueles. Entonces sus ojos quedaron inmóviles. Doblado prolijamente junto a la tina había un trozo pequeño de terciopelo amarillo. Lo levantó y sintió el perfume a lavanda. Cerró los ojos, se pasó el retazo debajo de la nariz y casi pudo sentir la presencia de Aislinn a su lado. Suspiró en muda frustración y deseó que el día no hubiera pasado, deseó tenerla consigo, sentirla entre sus brazos. Metió cuidadosamente el trozo de terciopelo debajo de su camisa y alisó el bulto hasta que nadie hubiera podido adivinar su presencia. Tomó su pesada capa y bajó, para acostarse en un jergón vacío en el salón. Allí la soledad sería menos evidente y él nuevamente se sentiría un soldado. Sin embargo, estuvo tendido largo rato sin dormir, ansiando sentir a su lado la calidez de ella.

Al día siguiente se levantó temprano y encontró a sus caballeros extrañamente silenciosos, pero todos siguieron con la vista cada uno de los movimientos de él. Fue Milbourne quien finalmente rompió el silencio cuando saltó de su silla con un juramento y procedió a maldecir a Ragnor y a llamarlo bribón y miserable. Gowain sólo levantó sus ojos apenados y pareció un zagal enfermo de amor. Beaufonte, por su parte, clavó la vista en el fuego mientras ponía una olla a calentar.

—Estáis todos muy tristes —dijo Wulfgar, y suspiró—. Alistad los caballos. Tenemos que cumplir con nuestras obligaciones.

Wulfgar se entregó a un trabajo duro y riguroso que le dejó poco tiempo para perderse en sus pensamientos. Cuando regresó a la casa, encontró una nota aguardándolo donde se le pedía que compartiera con el rey la comida de la noche. Su ánimo mejoró considerablemente. Se vistió con cuidado y pronto fue conducido al salón donde Guillermo y su comitiva iban a comer. Vio con irritación que Ragnor también estaba presente y su disgusto aumentó cuando el otro se sentó al lado de Aislinn. No se sintió mejor cuando el paje lo condujo hasta la otra ala de la mesa, la opuesta a la de Aislinn y Ragnor. Aislinn sólo pudo mirar fugazmente en dirección de él antes que su atención fuera requerida por un conde sentado junto a ella. Wulfgar admitió que la belleza de ella iluminaba a la corte y notó que Guillermo, obviamente, disfrutaba de la presencia de la joven. Ella parecía hallarse animada y alegre y respondía cuando le hablaban, charlaba y hasta relataba historias de antiguos clanes sajones, aunque se mantenía alejada de las manos de Ragnor. Este individuo, en la compañía del rey, exhibía sus mejores modales y animaba la charla con su ingenio rápido y su lengua aguda. Sin embargo, miraba continuamente a Aislinn, y si sus manos estaban debidamente contenidas, sus ojos la devoraban con miradas aparentemente inocentes. Con una sonrisa forzada, Aislinn, en un momento, le dijo en voz baja:

—¿Me permitiréis permanecer vestida en presencia del rey?

Ragnor rió con fuerza y el ceño de Wulfgar se hizo más sombrío. Para él, la noche se arrastraba lentamente. Era continuamente consciente de la presencia de Aislinn y se inquietaba cuando la risa de ella resonaba alegremente en el salón. Se sentía muy incómodo. No podía conversar interminablemente de nada como parecía ser el deseo de los demás. Sin embargo, durante la comida sintió a menudo los ojos de Guillermo posados en él y supo que estaba siendo atentamente observado. Respetaba la sabiduría de Guillermo al permitir el duelo, porque si salía victorioso, nunca más nadie podría cuestionar sus títulos. Empero, la ausencia de Aislinn lo atormentaba. Trataba de disimularlo, adoptando la actitud de un soldado, y respondía a las palabras de los lores con una sonrisa forzada, murmullos y asentimientos de cabeza. Bebía de un cáliz de vino que se calentaba en sus manos y no le proporcionaba tranquilidad. No pudo tener un momento a solas con Aislinn, y al advertir que Guillermo lo vigilaba, no quiso insistir en ello.

El humor del rey era difícil de comprender y Wulfgar sabía que él era totalmente leal a su propia Matilda. Con tantas cosas en juego, Wulfgar no podía arriesgarse a hacer una escena que lo dejara mal parado o que diera a Ragnor motivos para decir que no había actuado honradamente. Por fin renunció a hablar con ella, se despidió, salió del salón y emprendió tristemente el regreso a su lecho solitario.

Aislinn tuvo un momento de tranquilidad y miró a su alrededor. Notó que Wulfgar se había marchado. Su buen humor la abandonó, y se sintió acometida por una gran pena. Presentó una pobre excusa y se retiró a sus habitaciones, donde Hlynn estaba aguardándola. Contuvo las lágrimas hasta que pudo despedir a la muchachita por el resto de la noche. Cuando estuvo segura en su cama, derramó sus lágrimas sobre la almohada y lloró larga y amargamente. La corte era un lugar fascinante y los normandos la trataban con una deferencia que era fácil de aceptar. Cuando se había enterado de que Wulfgar estaría presente, se sintió eufórica y aguardó ansiosamente la oportunidad de verlo. Nadie hubiera podido decir de ella que era una humilde muchacha campesina, ni siquiera Gwyneth de haber estado presente. Hasta Ragnor se mostró agradable, cuando sus ojos no la miraban como si quisieran devorarla. Pero cada vez que miró a Wulfgar, él estaba mirando hacia otra parte, y por la expresión ceñuda de él, ella supo que estaba irritado y malhumorado. Él lucía un atuendo de suave color castaño, que en su cuerpo alto y esbelto rivalizaba con las ropas más lujosas de Guillermo. En toda la noche, no pudieron cambiar una sola palabra, ninguna nota de ternura o atención le llegó de él, y ella sollozó con renovado brío al pensar en la indiferencia de Wulfgar.

"Soy una desvergonzada", pensó. "Una zorra ansiosa, porque aunque no haya votos que nos unan, estoy aquí, desesperada por hallarme entre sus brazos. Oh, Wulfgar, hazme algo más que una ramera. No puedo soportar estas cosas que siento".

Añoraba el cuerpo musculoso junto a ella en la cama. La almohada de seda no tenía esas firmes costillas para acariciar, ni un pecho sólido para apoyar en él su cabeza, ni brazos que la estrecharan, aun durante el sueño. Ella recordaba cada cicatriz, cada músculo de los brazos de él y hasta el roce de la barba contra su cuello. Se agitó y revolvió, sin encontrar consuelo en su obligada castidad, y más de una vez tuvo que luchar contra sus propios pensamientos, que le producían visiones de él acariciándola tiernamente en la noche.

Una vez más llegó un mensaje de Guillermo, y aunque Wulfgar no tenía buenos recuerdos de la noche anterior, esta vez no pudo elegir porque el rey exigía su presencia. Ahora el día pasó para él con penosa lentitud y Wulfgar se inquietó, porque sus obligaciones poco hicieron para ocupar su tiempo y no tenía muchas ganas de pasar otra velada resignado a contemplar a Aislinn de lejos. Con este estado de ánimo entró en el palacio, y se sorprendió cuando inmediatamente lo condujeron a la presencia de Aislinn. La sonrisa radiante de ella casi lo embriagó, y esos ojos de color violeta parecieron acariciarlo con tierna suavidad.

—Wulfgar, has demorado tanto que la noche casi ha pasado. Ven. Siéntate.

Estiró una mano, lo tomó de la manga y lo atrajo hacia la silla junto a la de ella. El resplandor de su belleza y la calidez de su recibimiento lo dejaron casi sin palabras, y sólo pudo mascullar una respuesta sencilla.

—Buenas noches, Aislinn. ¿Todo está bien? Te ves muy bien.

—¿De veras? —Ella rió por lo bajo y pasó sus manos por la seda azul de su vestido.— Fuiste muy bueno al regalarme el vestido, Wulfgar. Espero que no estés disgustado porque ellos se llevaron las ropas sin tu permiso.

Wulfgar se aclaró la garganta.

—No, ¿por qué habría de estarlo? Yo te los regalé, por lo tanto, no tengo ningún derecho sobre ellos.

Aislinn apoyó la mano sobre la que él había puesto sobre su muslo y sus ojos violetas lo miraron con ternura.

—También tú te ves muy bien, milord.

Wulfgar permaneció en un silencio incómodo, luchando consigo mismo para no estrecharla entre sus brazos. La mano de ella sobre la de él se lo hacía aún más difícil, porque esa suavidad lo hacía pensar en otras partes del cuerpo de ella que él sabía que eran todavía más suaves y más sensibles a sus caricias. Wulfgar sintió que su sangre se le encendía en las ingles y retiró su mano, pero sólo consiguió aumentar su tortura porque la mano de ella quedó sobre su muslo. Se puso un poco pálido y miró incómodo a su alrededor. Vio a Ragnor, sentado en el mismo asiento que él había ocupado la noche anterior y notó que los ojos de ese caballero estaban fijos en Aislinn.

—Te mira como un halcón —se quejó Wulfgar—, como si ya estuviera saboreando la dulzura de tu carne.

Aislinn rió suavemente y pasó un dedo por la manga de Wulfgar.

—Te ha llevado mucho tiempo advertir las intenciones de él, pero ahora ves que él es una gran amenaza. Otros me han mirado con intenciones más evidentes. —Él la miró ceñudo y ella le devolvió la mirada con ojos brillantes.— No temas, Wulfgar. Yo los he rechazado, asegurándoles que mi mano ya estaba pedida. —Levantó la mano y él la tomó entre las suyas.— Ves, Wulfgar, —sonrió—. No es tan difícil tomar mi mano en público. Has tomado todo lo demás, ¿por qué no pedir mi mano?

—¿Tu mano? —suspiró él. Rozó con los labios las puntas de los dedos—. Es más de lo que deseo. Yo te hice venir aquí para que calentases mi cama y ahora debo conformarme con la compañía de mis hombres.

—Pobre Milbourne —rió ella—. Es difícil imaginarlo adaptándose a tus gustos. Y Gowain, más difícil aún. Sus poesías y su prosa deben resultarte fastidiosas. ¿O acaso os sentáis como cuatro señores ancianos frente al fuego e intercambiáis recuerdos de tiempos mejores?

—No —replicó él, y continuó, con amarga sinceridad—. Parece que esos tres se han vuelto estúpidos en tu ausencia. Gowain vaga por el lugar como si hubiera perdido a su amada mientras Milbourne maldice contra este abuso y Beaufonte se sienta ante el hogar y se entrega a la bebida. —Rió de sus propias palabras.— He visto más alegría en una mazmorra que en esa casa.

Aislinn le puso una mano sobre el brazo, como para consolarlo.

—¿Pero y tú, Wulfgar? ¿Sanhurst no se ocupa de satisfacerte en tus necesidades?

—¡Ja! —dijo Wulfgar—. No menciones en mi presencia el nombre de ese sajón. El tonto, si lo dejaran, sería capaz de poner una silla al revés sobre un caballo.

Aislinn rió y le acarició el brazo.

—Sé paciente con él —lo amonestó ligeramente—. Es nada más que un muchacho y no conoce las costumbres de los lores y caballeros. Aprenderá si se le da tiempo para que conozca gustos y te servirá bien.

Wulfgar suspiró.

—Siempre tengo que ser aconsejado sobre cómo tratar a mis siervos, y hasta me harán creer, como si fuera un ciego, que ese oso robusto es un mozalbete imberbe.

Así transcurrió la noche hasta que terminó la comida. Pero cada vez que Aislinn lo tocaba, Wulfgar debió contener el impulso de llevársela de la habitación hasta la cama más cercana y allí dar rienda suelta a sus deseos hasta que las llamas de la pasión lo consumieran. Debajo de la mesa, sentía el roce inocente del muslo de ella contra el suyo, y donde lo tocaba lo quemaba. Debió controlar férreamente sus pasiones, y responder con soltura cuando otros lo interrogaban o le hacían un comentario, pero con Aislinn le resultaba difícil conversar. Cuando ella reía con otro señor a quien él apenas conocía, se inclinaba sobre su brazo y él sentía la suavidad de su pecho. Wulfgar gemía en silencio y casi se retorcía en su agonía. Cuando Guillermo se acercó, le dio una excusa para ponerse de pie. Empezó a levantarse, pero el rey le hizo señas de que siguiera sentado.

—De modo, Wulfgar —dijo el conquistador— que por la mañana veremos terminado este asunto. Pero decidme la verdad, ¿qué es lo que os atormenta? No sois el compañero agradable que conocía de antes. Levantemos el cuerno y saboreemos el ale para aligerar nuestros corazones, como hemos hecho en muchas noches pasadas.

—Perdonadme, sire, pero todo lo que yo he luchado por ganar en este mundo estará en juego en el campo de honor. No temo por mi causa, pero me canso de esperar.

Guillermo rió por lo bajo.

—Ciertamente, poco habéis cambiado. Pero temo haberme equivocado. Parecéis un pobre compañero para una dama tan hermosa y vivaz. Vos podéis desearla, pero vuestros modales no lo dejan entrever. Si yo fuera la doncella, me sentiría muy disgustado.

Wulfgar enrojeció y apartó la mirada.

—La dama ha estado tanto tiempo a mi cuidado que su ausencia me resulta muy dolorosa.

Guillermo miró fijamente a Wulfgar.

—¿De veras, sir Wulfgar? ¿Y habéis mirado por el honor de la joven? A nosotros nos ha tocado despojarla de su hogar. Sería una cosa lamentable que además deshonremos su nombre.

Wulfgar miró inquisitivamente al rey, intrigado por el significado de sus palabras, y cuando Guillermo le sostuvo la mirada, continuó en tono más ligero.

—Tranquilizaos, Wulfgar. Os conozco bien y tengo fe en vos. Sé que no haríais otra cosa que engastar una gema tan preciosa en un engarce perfecto.

Guillermo se levantó, apoyó una mano en el hombro del guerrero y se marchó. Cuando Wulfgar se volvió hacia Aislinn, ella lo miró con vacilación.

¿Sucede algo malo, Wulfgar? —preguntó ella suavemente—. ¿El rey te ha dado alguna mala noticia?

—No —respondió él secamente—. Me gustaría que ya hubiera pasado el día de mañana a fin de poder llevarte de aquí. Ragnor es un tonto si cree que te cederé a él. Eres mía y no permitiré que me aparten de ti.

—Pero Wulfgar, —murmuró Aislinn—, ¿qué vas a hacer? El rey ha hablado.

Wulfgar enarcó una ceja y la miró.

—¿Hacer? Vaya, querida mía, ganaré, por supuesto.