19

AISLINN despertó bajo los brillantes rayos de luz que entraban por las rajaduras de los postigos y semidormida palpó la cama con la mano. La almohada a su lado estaba vacía, y cuando ella miró a su alrededor, vio que Wulfgar se había marchado. Se sentó, soñolienta, y profundamente abatida, apoyó el mentón en una mano y se puso a pensar en los planes para ese día. Todo parecía una horrible pesadilla, pero momentos después, cuando Maida arañó la puerta, recordó que no lo era. La mujer entró y empezó a reunir apresuradamente los vestidos de su hija en un bulto, hasta que Aislinn la detuvo.

—No. Sólo llevaré los harapos que me dejó Gwyneth. Los otros son de él... —Con un sollozo ahogado, añadió:— Para Haylan, si él lo prefiere.

No le importó que él se los hubiera dado. No hubiera tenido paz llevándoselos consigo, porque cada vez que usara uno, recordaría todo lo sucedido entre ellos y ella no quería más recuerdos penosos que los que ya tenía.

Llamó a Miderd, la hizo jurar que guardaría silencio y le pidió que la ayudase en la apresurada partida. La mujer discutió hasta que vio la determinación de Aislinn, y entonces no le quedó más remedio que ayudarla. Sanhurst recibió orden de ensillar una vieja jaca y así lo hizo, sin saber que era para Aislinn. Al ver la lastimosa cabalgadura, Maida gritó y después criticó furiosa la elección de Aislinn.

—Toma la rucia. Necesitaremos su fuerza para escapar.

Aislinn meneó la cabeza y murmuró, firmemente:

—No. Esta o ninguna. Ningún buen caballo señalará mi paso por esas regiones.

—El normando te la dio y también te dio las ropas que dejaste. Son tuyas y él no sentirá su falta.

—Yo no quiero sus regalos —dijo Aislinn, empecinada.

La elección de comida hizo que Maida dudara de la cordura de su hija, pero no pudo hacer otra cosa que lamentarse.

—Moriremos de hambre. Iremos como dos mendigas con esta jaca vieja y no podremos sobrevivir con tan escaso alimento.

—Encontraremos más —le aseguró Aislinn, y se alejó para evitar más discusiones.

Cuando se perdieron de vista, Miderd se volvió lentamente y entró en la casa, enjugándose una lágrima que caía por su mejilla.

Se acercaba la noche y Miderd no podía sacudirse la tristeza que embargaba su corazón. Observaba a Haylan, quien estaba probando un medio venado que se asaba para la comida de la noche. Sabía que Haylan aceptaría alegremente la noticia y se sorprendió del continuado flirteo de la viuda, porque ella misma veía a Wulfgar como un hombre de honor y advertía las señales de su auténtico interés por Aislinn.

Miderd se apartó disgustada cuando recordó la noche anterior.

—¿Por qué tratas de tentar a lord Wulfgar? —preguntó, fastidiada por la conducta de su cuñada—. ¿Seguirás haciendo la buscona si lady Aislinn es la señora de la casa?

—Hay muy pocas probabilidades de que Aislinn se convierta en señora aquí —replicó Haylan—. Wulfgar admite que detesta a las mujeres.

Miderd giró en redondo.

—¿Un hombre odia a la mujer que lleva en su vientre un hijo de él?

Haylan se encogió de hombros.

—Eso no es amor. Es lascivia.

—¿Y tu le darás a él lascivia hasta que estés redonda como ella? —preguntó Miderd con incredulidad—. Anoche danzaste delante de él como Salomé delante de ese rey. ¿Pedirías la cabeza de Aislinn para quedar satisfecha?

Haylan sonrió.

—Si ella se marchara —suspiró—, Wulfgar sería mío.

—Y se ha marchado —dijo Miderd amargamente—. ¿Estás contenta?

Los ojos oscuros de Haylan se agrandaron por la sorpresa y ante el silencio atónito de ella, Miderd asintió.

—Sí, ahora mismo está huyendo de él. Consigo solamente se lleva a su hijo y su madre, y a la vieja jaca.

—¿Él lo sabe? —preguntó Haylan lentamente.

—A su regreso de Cregan lo sabrá, porque yo se lo diré. Ella me pidió que guardara el secreto pero yo temo por su seguridad. Los lobos merodean por los bosques adonde ella se dirige. No puedo quedarme callada y dejar que caiga presa de esas bestias salvajes o de los hombres que se arrojarían sobre ella sin ninguna consideración por su estado.

—¿Quién dice que Wulfgar saldrá tras ella? —Haylan se encogió de hombros.— Engrosará con su embarazo y él, de todos modos, pronto se cansará de ella.

—Tu corazón está envuelto en hielo, Haylan. No creía que eras tan cruel ni tan egoísta y esclava de tus deseos.

Haylan soltó un rugido de cólera.

—Estoy cansada de que siempre estés encontrando faltas en mí y tu simpatía por esa mujer se vuelve tediosa. Ella nada ha hecho por mí. No me siento obligada hacia ella.

—Si alguna vez llegaras a necesitar de ella —replicó Miderd suavemente—, espero, ante el cielo, que ella sea más compasiva contigo.

—No es probable que yo necesite su ayuda —repuso Haylan, y se encogió de hombros, con insolencia—. Además, ya se ha ido.

—Las gentes de la aldea la echarán de menos. No tendrán a nadie a quien recurrir para lo que milady les daba.

—¡Milady! ¡Milady! —repitió Haylan en tono burlón—. Ella no es milady y nunca lo será. Yo seré más astuta que ella. Haré que Wulfgar me ame y me desee para él.

—Lord Wulfgar —corrigió tercamente Miderd.

Haylan sonrió y se pasó la lengua por los labios, como si saboreara por anticipado un gran festín.

—Pronto, él será solamente Wulfgar para mí.

El sonido de unos pesados cascos pasó cerca y se alejó en dirección al establo. Miderd se incorporó y enfrentó a Haylan.

—Él regresa y yo iré a decírselo. Si él no sale a buscarla, te aseguro que te culparé de la muerte de lady Aislinn, porque es muy probable que ella muera en el bosque.

—¡¿A mí?! —gritó Haylan—. Yo no hice nada, fuera de desear que se marchase. Ella se fue por su propia voluntad.

—Sí —admitió Miderd—. Pero fue como si tú le hubieses puesto tus manos en su espalda y la hubieras empujado.

Sin esperar respuesta, Miderd suspiró, salió de la casa y fue hacia el establo, donde Wulfgar y sus hombres estaban desensillando sus caballos. Se acercó vacilante al gran semental y miró a Wulfgar, un poco nerviosa. Él estaba hablando con Sweyn y no notó la presencia de la mujer hasta que ella tendió una mano y le dio un tirón de la manga. Con una mano apoyada en el anca de su caballo, él se volvió, todavía riendo por alguna broma, y la miró inquisitivamente.

—Milord —dijo Miderd suavemente—. Me temo que vuestra lady se ha marchado.

—¿Qué? —preguntó él.

Miderd tragó con dificultad y el miedo casi acabó con su determinación. Pero juntó valor y repitió su afirmación.

—Lady Aislinn se ha marchado, milord —dijo. Ya no tan segura de sí misma, se retorció las manos—. Poco después de que os marchaseis, esta mañana, milord.

Con un solo movimiento, Wulfgar levantó su silla del suelo y la puso sobre el lomo de su caballo. El animal se sobresaltó con esta acción inesperada y llamó inmediatamente la atención de los otros. Él apoyó una rodilla en el flanco del caballo y ajustó la cincha, mientras hablaba con Miderd.

—Fue hacia el norte, por supuesto. ¿A Londres?

—Hacia el norte, sí —repuso ella—, pero no a Londres. Creo que más al oeste, para rodear la ciudad y buscar refugio entre los clanes norteños. —Inclinó la cabeza, y suavemente añadió:— Donde no haya normandos, milord.

Wulfgar lanzó un furioso juramento y saltó sobre su silla. Vio que Sweyn preparaba una montura para acompañarlo y lo detuvo.

—No, Sweyn. Iré yo solo. Nuevamente te pido que te quedes y cuides mis tierras hasta mi regreso.

Se volvió, recorrió los establos con la mirada y vio todo en su lugar, incluida la yegua de Aislinn.

—¿No llevó ningún carro ni caballo? ¿Cómo huyó? ¿A pie? —Nuevamente su mirada relampagueante se posó en Miderd.

Ella meneó la cabeza.

—Milady no se llevó nada más que la vieja jaca y algo de provisiones y unas pocas mantas. Serán como dos sajonas huyendo de la guerra. —Recordó tristemente su propia huida y continuó apresuradamente, y aún más afligida.— Temo por ella, milord. Los tiempos son malos y los merodeadores abundan. Los lobos... —se detuvo, incapaz de continuar, y levantó hacia él una mirada cargada de temor.

—Tranquilízate, Miderd —dijo Wulfgar, inclinándose desde su silla—. Ten la seguridad de que te has ganado un lugar esta noche, por cien años por venir.

Wulfgar tomó las riendas y el caballo dio media vuelta. Pronto estuvieron galopando hacia el norte, devorando rápidamente las distancias, en pos de Aislinn y Maida.

Miderd quedó largo rato escuchando el ruido de los cascos que se alejaban en la noche. Meneó la cabeza y sonrió para sí misma. Pese a los modales violentos de este hombre y a su gusto por la guerra, ella sabía que tenía un corazón que soportaba un gran dolor. Por eso hablaba con aspereza, blasfemaba y se jactaba de que no necesitaba de nadie. Por eso se dedicaba a la guerra, quizá esperando que su pena terminara por obra de la espada de otro. Sin embargo, aquí estaba, cabalgando en la noche para detener a una amada en fuga, como si ella fuera un ave de cetrería una vez domada y llevada en la mano, pero que habiéndose desembarazado de la pihuela, ahora se negara a volver al guante.

Wulfgar cabalgaba con soltura, todavía completamente vestido con cota de mallas y su manto volando a sus espaldas. Se quitó el yelmo y dejó que el frío viento de marzo aventara el sueño de su cabeza. Sentía debajo de él la fuerza y la velocidad del caballo y supo que, a ese paso, cubriría en cuestión de horas lo que a Aislinn le habría llevado la mayor parte del día.

Una luna brillante en cuarto menguante iluminaba desde lo alto de un cielo frío y negro y parecía atraer nieblas bajas de los pantanos y marjales. Wulfgar calculaba la distancia que cubría para saber cuándo aminorar la marcha y empezar a buscar el resplandor de una hoguera mortecina. Arrugó la frente, miró hacia el norte y su mente trató de adivinar los motivos que ella hubiera podido tener para marcharse. No recordaba nada diferente que hubiera sucedido en los últimos días y que hubiese podido dejarla desconforme con la vida que llevaba. Pero qué sabía él de mujeres, excepto que no eran seres en los que se pudiera confiar.

Aislinn revisó otra vez las riendas atadas a un arbolito y pasó una mano tranquilizadora por los flancos temblorosos de la añosa yegua.

"Somos un trío lastimoso", pensó. "Un festín para los lobos, y nada más".

Se llevó una mano a la cintura donde empezaba a sentir un dolor sordo y caminó hasta el fuego, cerca del cual su madre dormía pacíficamente sobre la tierra húmeda, envuelta en una manta raída para protegerse del frío. Aislinn se estremeció cuando una brisa helada agitó sobre ella las ramas desnudas por el invierno y tembló aún más cuando un aullido lejano alertó a los otros lobos que vagaban por la campiña. Se sentó junto al fuego y lo atizó distraída, pensando en la-cama caliente que hubiera podido estar compartiendo con Wulfgar en esos momentos. Ella no hubiese querido detenerse aquí, en el bosque, pues esperó llegar al pueblo que estaba unas dos horas más adelante, antes que la fatiga fuese demasiado evidente en su madre. Pero fue la yegua quien las obligó a detenerse cuando empezó a cojear de una de sus patas delanteras.

Aislinn se rodeó las rodillas con los brazos y miró pensativa las llamas vacilantes. Ante su continuada inmovilidad, la criatura dentro de su vientre se agitó con débiles movimientos como de pluma. El bebé estaba contento y dormía en el tibio, seguro refugio del vientre de su madre. Aislinn sonrió suavemente. Los ojos se le llenaron de lágrimas y ella parpadeó para no llorar.

Un bebé, pensó maravillada. Un tesoro, un milagro, una dulce alegría cuando dos seres se unen en el amor y engendran un hijo.

Oh, Señor, si ella por lo menos pudiera tener la seguridad, y asegurarle a Wulfgar, que la criatura era realmente de él. Pero siempre flotaba la duda y el rostro de Ragnor se interponía entre ellos como si fuera algo más que producto de la imaginación. Pero aunque el niño fuera de Ragnor, ella no podía abandonarlo y enviarlo lejos, porque ella misma no podía soportar la idea de hallarse aislada de su hogar. Ahora, con su partida, por lo menos Wulfgar no tendría que mirarla y hacerse esa pregunta.

Las lágrimas recomenzaron y rodaron incontenibles por sus mejillas.

—Oh, Wulfgar —suspiró ella, acongojada—. Si yo hubiera estado debidamente prometida a ti y si Ragnor no me hubiese deshonrado, quizá hubiera podido conquistar tu corazón. Pero veo que tus ojos ya se apartan de mi cuerpo hinchado como un melón y van hacia la figura más esbelta de la viuda Haylan. Yo no pude soportar la forma en que la mirabas... ¿o fue mi imaginación la que puso lascivia en tus ojos?

Aislinn apoyó una mejilla en las rodillas, desesperada, y miró pensativa hacia la oscuridad del bosque, con la visión esfumada por las lágrimas que ahora fluían más abundantes. Todo estaba inmóvil y silencioso a su alrededor. Era como si el tiempo se hubiese detenido y ella se encontrara atrapada para siempre en el limbo del presente. Hasta las estrellas parecían haberse extraviado y caído del cielo, porque dos luces brillantes aparecieron más allá, en la oscuridad.

Algo hizo erizar la piel de Aislinn y la puso sumamente nerviosa. Levantó lentamente la cabeza, parpadeó para eliminar las lágrimas de sus ojos y clavó la vista en esos puntos brillantes. El miedo se clavó profundamente en las sombras de su mente, porque ahora supo que no se trataba de estrellas sino de dos ojos que la observaban. Pronto se les unieron otros y otros más, hasta que las tinieblas, más allá del fuego, quedaron sembradas de ascuas incandescentes. Uno por uno, los lobos se acercaron más, con las fauces abiertas, las lenguas colgantes, como si se rieran del desamparo de ella. La pobre yegua vieja relinchó y tembló, pero ya no le quedaban fuerzas para nada más. Aislinn añadió otro leño al fuego y después tomó un tizón encendido con una mano, y con la otra desenvainó su aguda daga. Ahora podía contar alrededor de una docena de cuerpos peludos. Los lobos se acercaron más, abriendo y cerrando las bocas y ladrando, como si entre ellos se disputaran la mejor posición para atacar. Súbitamente, una voz más fuerte desgarró la noche con un gruñido y los lobos metieron sus colas entre las piernas y se apartaron, mientras una bestia, fácilmente dos veces más grande que cualquiera de los demás, trotó hacia la luz de la hoguera. Cuando llegó miró tranquilamente a su alrededor como estudiando la escena, después se puso delante de la jauría, volvió la espalda a Aislinn y nuevamente lanzó un gruñido amenazador, hasta que los otros animales se retiraron al borde del claro. El gran lobo se volvió y la miró, y los ojos amarillos y sesgados se encontraron con los de ella con una inteligencia que resultó pasmosa. Ella movió sus labios y formó la palabra antes de darse cuenta de lo que decía.

—¡Wulfgar! —escapó de los labios en un ronco susurro.

La bestia negra se echó en el suelo, aparentemente tan a sus anchas que hubiera podido tratarse de un podenco bien entrenado para obedecer las órdenes de ella.

Aislinn dejó el tizón y volvió su cuchillo a la vaina. El lobo abrió sus fauces como si sonriera y confirmara la tregua. Apoyó la cabeza sobre sus zarpas extendidas, pero sus ojos permanecieron alertas y no se apartaron de ella. Aislinn se apoyó en el árbol y tuvo la sensación de que en este bosque salvaje se hallaba segura, tan segura como hubiera podido estar en Darkenwald.

Un lobo gruñó en la oscuridad y Aislinn despertó completamente y comprendió que había dormitado cierto tiempo. El gran lobo levantó la cabeza y clavó sus ojos en la oscuridad, detrás de Aislinn, pero no hizo otro movimiento. Aislinn aguardó temblorosa mientras crecía la tensión. Entonces rodó una piedra y ella se volvió lentamente.

—¡Wulfgar! —exclamó.

El se acercaba conduciendo a su caballo y la miró. Después, sus ojos pasaron a la enorme bestia más allá del fuego. Ella sintió alivio y sorpresa cuando él quedó completamente dentro del círculo de luz, porque casi se había convencido de que Wulfgar era un hombre lobo, como afirmaban los rumores, y que en alguna forma se había convertido en ese gran lobo negro que la había cuidado tan bien.

El animal ahora se incorporó y se sacudió, y sus ojos dorados relampaguearon cuando él y Wulfgar intercambiaron una mirada a través de las llamas moribundas. Por fin, el lobo negro se volvió, y con un ladrido, condujo a su jauría lejos, hacia la noche. El bosque quedó en silencio un largo momento y Aislinn esperó mientras Wulfgar la miraba con atención. Finalmente, él suspiró y habló con un poco de humor en su voz.

—Eres una tonta.

Aislinn levantó ligeramente el mentón y replicó, secamente:

—Y tú, un bellaco.

—Concedido. —Él le dirigió una breve sonrisa.— Pero compartamos la comodidad de este claro hasta que llegue el día.

Ató su caballo junto a la cansada yegua, y de un saco que estaba debajo de su silla, les dio a ambos animales varios puñados de avena. Aislinn se resignó, y pese a su huida fracasada, se sintió reconfortada con la presencia de él y así no ofreció resistencia cuando, después de quitarse la cota de mallas y dejarla en el suelo, sobre su silla de montar, él se tendió junto a ella, la abrazó y cubrió a ambos con su gruesa capa.

Maida se sentó bruscamente con un resoplido y se levantó murmurando entre dientes para poner más leña en el fuego. Se detuvo repentinamente cuando vio al gran caballo al lado de la yegua y sus ojos de azogue buscaron a su alrededor hasta que descubrió a Wulfgar junto a Aislinn.

—¡Ja! —exclamó en voz baja—. Vosotros, taimados normandos, podéis encontraros una cama caliente hasta en medio del bosque, ¿verdad? —Volvió a su cama pero lanzó a Wulfgar una última mirada de indignación.-¡Volveré la espalda por un momento! ¡Hum!

Se acostó y se cubrió completamente con la manta.

Aislinn sonrió contenta para sí misma y se acurrucó más cómodamente contra Wulfgar. Maida no estaba muy feliz de ver a este fornido normando en su campamento, pero el corazón de su hija se hinchó de júbilo dentro de su pecho por estar una vez más entre esos brazos y por sentir sobre su cuerpo las grandes manos de él, que la acariciaban.

—¿Tienes frío? —le murmuró él al oído.

Ella meneó la cabeza y sus ojos brillaron con más calidez de la que ofrecía el fuego, aunque su mirada se dirigía hacia abajo donde él no podía verla y no tenía forma de saber que ella se sentía delirantemente feliz. El cuerpo de ella se apretó contra él, la cabeza quedó sobre su hombro y Aislinn conoció toda la comodidad y seguridad que ofrecía el lecho de los dos en Darkenwald.

—El bebé se mueve —dijo Wulfgar roncamente—. Eso es una señal de fuerza.

Aislinn se mordió el labio, súbitamente insegura. Él hablaba raramente de la criatura, y cuando lo hacía, ella tenía la impresión de que era solamente para trabar conversación, como si quisiera tranquilizarla. Pero se sentía cada vez más preocupada cuando él bajaba la vista hacia su vientre en muda contemplación, como si al mirar esa suave redondez, pudiera encontrar alguna seguridad de que allí dentro estuviera creciendo su propio hijo.

—Ahora se mueve a menudo —replicó Aislinn, en voz tan baja que él debió esforzarse para escucharla.

—Eso es bueno —dijo él, y la cubrió más apretadamente con la capa y terminó la tensa conversación cuando inclinó la cabeza y cerró los ojos.

Con las primeras horas de la mañana, Aislinn despertó lentamente cuando Wulfgar se levantó. Con los ojos entrecerrados, lo vio caminar hacia el bosque. Después se sentó, se cubrió con la capa de él y miró a su alrededor. Su madre aún dormía profundamente, enroscada como una pelota y como si quisiera prohibir al mundo y a la realidad que la molestaran.

Se pasó los dedos por su larga cabellera para desenredarla, se estiró y se sintió reconfortada por la belleza de la mañana. El rocío abrillantaba las horas de la hierba y centellaba como pedrería en una telaraña. Los pájaros aleteaban entre las ramas llenas de yemas y un ruido suave entre los arbustos resultó ser un pequeño y peludo conejo. Había en el aire un aroma a cosa nueva y ella llenó sus pulmones con esa estimulante fragancia. Suspiró, contenta con el mundo y sus maravillas. Su rostro brilló radiante cuando lo levantó hacia los rayos de sol que invadían el claro. Qué dulcemente cantaban los pájaros. Que hermoso era el rocío de la mañana. Caviló brevemente sobre sus sentimientos y la felicidad que experimentaba. ¿Por qué? Si en realidad, debería sentirse desconsolada por haber sido interceptada. Después de todo, aun podía ser enviada a Normandía. Sin embargo, su corazón cantaba con la plenitud de la primavera.

Sintió a sus espaldas las pisadas de Wulfgar y se volvió para saludarlo con una sonrisa. El se detuvo, aparentemente confundido por la actitud de ella, y después se acercó y se sentó a su lado. Tomó el pequeño lío que ella había preparado antes de marcharse de Darkenwald y lo revisó. La miró inquisitivamente y levantó la escasa comida.

—Una pierna de cordero? ¿Una hogaza de pan? —preguntó, en un tono despectivo—. Hubierais debido planear mejor este largo viaje al norte.

—Gwyneth cuida bien tu despensa. Cuenta cada grano para la comida y seguramente hubiese dado la alarma si yo tomaba algo más.

Maida, despertada por el sonido de las voces, ahora se levantó y se frotó una cadera entumecida por la noche pasada en el suelo. Los miró con una sonrisa aviesa.

—Debéis perdonar a la muchacha, milord. Su cabeza es débil para estas cosas. Creyó que hubiéramos quedado como ladronas si tomábamos demasiada comida nuestra.

Aislinn miró a su madre con expresión de reprobación.

—Habríamos encontrado proveedores más generosos al dejar las tierras de Guillermo.

Wulfgar soltó un resoplido.

—¿En vuestros bondadosos parientes sajones, sin duda? ¿Esos héroes del norte?

—Esos amigos leales nos habrían dado la bienvenida y habrían atendido a nuestras necesidades como víctimas del duque bastardo —replicó Maida, en tono cargado de desprecio.

Wulfgar hizo una mueca.

—Guillermo es el rey, por aclamación de todos, salvo la vuestra. Malditos sean vuestros leales amigos. Los clanes del norte exigen un pesado tributo por pasar por sus caminos y caravanas mucho más ricas que vosotras han llegado sin un cobre.

—¡Ja! —Maida agitó una mano hacia él, intensamente disgustada.— Vos graznáis como un cuervo con la bandada. El tiempo dirá quién conoce mejor a la raza sajona, sí un bellaco normando o una con auténtica sangre inglesa.

No habló más y se alejó hacia los arbustos.

Wulfgar arrancó un trozo de pan, cortó una tajada de carne y se los entregó a Aislinn. Preparó para él una porción más grande y empezó a masticar pensativo la comida fría, mientras la miraba a ella. Sus ojos recorrieron rápidamente el vestido raído.

—¿No tomasteis dinero ni oro para vuestro viaje? —Conociendo la respuesta a su pregunta antes de haberla formulado, continuó, con voz cargada de ácido humor.— Puedo imaginar que algún lord norteño te recibiría muy contento en su habitación, pero tu madre hubiera tenido más dificultad para pagar el precio. —Rió por lo bajo y su mirada la recorrió nuevamente de pies a cabeza.— Sin embargo, si tú hubieras pagado todo el precio, querida, juraría que te habría resultado difícil moverte de la cama a una silla.

Aislinn echó la cabeza atrás, sin hacer caso de las groserías de él, y se chupó delicadamente los dedos. Wulfgar ignoró el desdén y se movió para sentarse más cerca de ella.

—Sinceramente, amor, ¿por qué huiste?

Aislinn abrió grandes los ojos y se volvió para mirarlo sorprendida, pero en la mirada de él vio la vehemencia de la pregunta.

—Tenías todo lo que una doncella puede desear —dijo él, pasándole un dedo por el antebrazo—. Una cama abrigada. Un protector fuerte. Un brazo gentil para apoyarte. Comida en abundancia, y amor, para tenerte ocupada en una noche larga, fría.

—¿Todo? —dijo Aislinn, en sorprendida protesta—, Oh, te ruego que consideres lo que tengo. La cama era de mi padre, que ahora yace muerto en una tumba. A mis protectores los he visto empuñar la espada o el látigo. Ciertamente, yo debo proteger más de lo que me protegen. Un brazo fuerte para apoyarme todavía no he encontrado. La comida abundante es tomada de lo que una vez fue mío. —Su voz se quebró y las lágrimas amenazaron con brotar.— ¿Y amor? ¿Amor? Fui violada por un estúpido borracho. ¿Fue eso mi amor? Soy la esclava de un lord normando. ¿Eso es mi amor? Fui encadenada a la cama y amenazada. — Tomó la mano de él y se la llevó a la cintura.— Toca mi vientre. Pon aquí tu mano y siente moverse a la criatura. ¿Concebida en el amor? No podría decirlo. En realidad, no lo sé.

Wulfgar abrió la boca como para hablar pero Aislinn continuó después de apartar la mano de él.

—No, escúchame esta única vez y dime qué tengo yo. Soy maltratada en la misma casa dónde jugué de niña, mis ropas y todas mis posesiones me son quitadas una por una. De ni siquiera un solo vestido puedo decir que es mío, porque a la mañana siguiente puedo ver que otra lo está usando. Mi único animal, una bestia de carga, está lastimada y por piedad habría que matarla. Dime, Wulfgar, qué es lo que poseo.

Él la miró ceñudo.

—Sólo tienes que pedir, y si está a mi alcance, yo lo pondré a tus pies.

Aislinn lo miró a los ojos y habló lentamente.

—¿Te casarías conmigo, Wulfgar, y darías un nombre a esta criatura?

La expresión de él se ensombreció aún más. Se volvió para arrojar al fuego un leño a medio quemar.

—La trampa siempre presente —gruñó—, para sorprender al pie descuidado.

—Aaahhh —suspiró Aislinn—. Gozabas muy bien de mí cuando yo no estaba hinchada, pero ahora eludes el tema. No necesitas confesarme tu pasión por Haylan. Tus ojos estaban llenos de lujuria cuando ella bailó ante ti.

Wulfgar volvió rápidamente la cabeza y la miró sorprendido.

—¿Lujuria? Pero si yo solamente estaba disfrutando de la diversión.

—¡Diversión! ¡Ja! —dijo Aislinn, despectivamente—. Eso fue más que una invitación a la cama.

—Te doy mi palabra de que yo no he notado que hayas tratado de complacerme ni la mitad.

—¿Qué? —gritó ella, pasmada—. ¿Con este cuerpo deformado? ¿Te gustaría que bailara y quedara como una estúpida?

—Ofreces excusas donde no hay ninguna —replicó él, torvamente—. Eres tan esbelta como ella y nada hay que decir de ti. Por una vez, me gustaría que me acariciaras en la cama en vez de pelearme y castigarme con tu lengua mordaz.

Aislinn se puso rígida y sus ojos color violeta relampaguearon de ira.

—¿Quién tiene la lengua aguda, milord? Yo debería usar tu cota de mallas a fin de no ser lastimada por tus agudezas.

Wulfgar resopló, exasperado.

—No está en mi naturaleza mostrarme como un enamorado engreído como Ragnor. Me resulta difícil mimar a una doncella, pero contigo he sido generoso.

—¿Quizá me amas un poquito? —preguntó Aislinn suavemente.

Él le acarició el brazo.

—Por supuesto, Aislinn —murmuró—. Te amaré todas las noches hasta hacerte pedir a gritos que cese de hacerlo.

Aislinn cerró los ojos y un gemido escapó entre sus dientes apretados.

—¿Niegas que mis caricias provocan una respuesta en ti? —preguntó Wulfgar.

Aislinn suspiró, y murmuró:

—Soy tu esclava, milord. ¿Qué quieres que diga una esclava a su amo?

En los ojos de él relampagueó la cólera y la frustración.

—¡No eres mi esclava! Cuando te acaricio, vienes a mí llena de pasión.

Esas palabras hicieron subir a las mejillas de Aislinn un color escarlata intenso. Ella miró hacia donde su madre había desaparecido entre los arbustos, temerosa de que Maida hubiera regresado y pudiera oírlo.

Él rió burlonamente.

—¿Temes que ella pudiera enterarse de que gozas en la cama con un normando? —Levantó una rodilla, apoyó en ella un brazo, se acercó más a ella e inclinó su cabeza cuando ella inclinó la suya.— Podrás engañar a tu madre, pero yo sé. No fue solamente mi forma de hacerte el amor lo que te hizo huir.

Con un grito de furia, Aislinn levantó la mano para golpearlo pero él se la aferró a tiempo, la puso de espaldas sobre el suelo y allí la sujetó con su peso, todo en un solo y rápido movimiento.

—De modo que tu honor ha sido ultrajado. ¿Por eso huyes repentinamente después de todos estos meses?

Aislinn luchó en vano. La rodilla de él estaba firmemente metida entre las de ella y con su brazo la tenía completamente inmovilizada. Ella sintió los músculos duros de él, ahora tensos contra el cuerpo de ella, y la gran mano de él que le acariciaba la espalda. Comprendiendo que la resistencia era inútil, Aislinn se rindió y aflojó debajo de él. Las lágrimas brotaron entre sus párpados fuertemente cerrados y rodaron por sus mejillas.

—Eres cruel, Wulfgar —sollozó—. Juegas conmigo y denigras eso que yo no puedo reprimir. Desearía poder mostrarme fría e indiferente, entonces, quizá, tu contacto no me atormentaría tanto.

El se inclinó y la besó en la nariz, en los párpados salados por las lágrimas y después en la boca. Ni siquiera ahora Aislinn pudo ahogar el deseo que nacía en su interior y respondió con pasión auténtica a las caricias de él.

La voz de Maida sonó ásperamente en el aire de la mañana.

—¡Qué es esto! ¿Un normando revolcándose sobre el rocío? Milord, ¿no sería mejor que montemos nuestras cabalgaduras y nos pongamos en camino?

Rió regocijada de sus propias palabras.

Wulfgar se sentó, se pasó los dedos por el pelo y echo a la anciana una mirada que hubiera podido abrirle el cráneo en dos Aislinn no miró a ninguno de los dos y se sacudió las briznas de hierba adheridas a su falda.

Wulfgar se puso de pie, ensilló los caballos y los acercó. A su cota de mallas la plegó y ató delante de su silla, pues prefería cabalgar sin ese estorbo en este radiante día primaveral. Maida gimió cuando trató de levantar su pie hasta el estribo y enseguida sintió que la tomaban de la cintura y la depositaban sobre el lomo de a yegua. Wulfgar pasó junto a Aislinn, saltó hasta su silla y desde allí miró a la joven A la mirada inquisitiva de ella, respondió con una risita divertida.

—La yegua está lastimada y no podrá llevaros a las dos.

Aislinn lo miró fríamente.

—¿Entonces, milord, tendré que caminar? —pregunto con altanería.

Él apoyó un codo en el alto arzón de su silla de montar.

—¿No es eso lo que te mereces?

Ella lo miró con furia, pero sin decir nada giró sobre los talones y empezó la larga marcha hacia Darkenwald. Wulfgar sonrió, levantó las riendas y la siguió. Maida quedó atrás con la jaca coja.

El sol estaba alto y bien avanzada la mañana cuando Aislinn se detuvo y se sentó en un tronco para quitar una piedrecilla que se había metido en su zapato.

Wulfgar también se detuvo y aguardó hasta que ella levantó la mirada. Entonces preguntó, solícito:

—¿Milady esta cansada de caminar?

—Fuiste tú quien me obligó a ello, milord —replicó ella con mucho sentimiento.

—No, amor, yo no —negó él, inocentemente—. Yo sólo pregunté si era eso lo que merecías.

Aislinn se levantó, lo miró y se ruborizó

—¡Oh, bestia! —Golpeó el suelo con el pie pero hizo una mueca cuando el talón dolorido tocó la tierra.

Wulfgar le hizo una seña y se deslizó atrás para sentarse sobre los faldones de la silla de montar.

—Ven, amor mío, —le dijo—. El día será cansador y quiero llegar pronto a casa.

Se inclinó y Aislinn le tendió de mala gana las manos. Wulfgar la levantó sin dificultad, la depositó delante de él y le puso la rodilla alrededor del pomo del arzón.

Maida había llegado junto a ellos y ahora hizo una mueca desdeñosa ante las atenciones de Wulfgar.

—Es mejor caminar que calentar el regazo de un normando, hija.

Wulfgar miró de soslayo a la mujer y habló con sequedad.

—¿Te gustaría escapar, vieja bruja? Si es así, yo de buena gana volveré la espalda.

Aislinn emitió un extraño sonido, pero cuando ambos se volvieron hacia ella, miró serenamente a lo lejos, aunque los ángulos de su boca temblaban de risa contenida.

Wulfgar espoleó a su caballo. Maida refunfuñó y rezongó y le hizo una mueca cuando él le volvió la espalda, pero durante los siguientes kilómetros guardó silencio.

Cuando el caballo finalmente aminoró el paso y empezó a andar con más lentitud, Aislinn sintió que la dominaba una gran soñolencia. La silla estaba muy lisa por el uso y era bien grande, de modo que le resultó difícil mantener su lugar. Sintió la tibieza cercana del hombre que cabalgaba detrás, y cuando bajaba la vista, miraba pensativa las grandes manos ,de él que sostenían las riendas. Eran manos fuertes, capaces de empuñar una espada poderosa, aunque los dedos largos eran finos, sutiles y hasta suaves cuando el momento lo requería. Una sonrisa torcida asomó a los labios de ella cuando pensó en esa fuerza. Entrecerró los ojos, se inclinó hacia atrás contra él, se arropó con la capa, apoyó la cabeza contra el cuello de él y ocultó la cara debajo de su mentón. La sonrisa no se borró. Ella se aflojó y dejó que los brazos fuertes de él la sostuvieran. A Wulfgar eso no le disgustó en absoluto. La suavidad y la fragancia de ella lo excitaban, aunque nuevamente pensó, intrigado, en el súbito cambio de la joven.

Pareció que había pasado muy poco tiempo cuando Maida rompió el silencio con un chillido gemebundo. Aislinn se irguió sobresaltada y miró a su madre.

—Es solamente el polvo que he tragado en todas estas millas —se quejó la mujer—. ¿Queréis que yo muera de sed, poderoso lord, a fin de poder tener a mi hija cuando os dé la gana, sin que mis protestas os lo impidan?

Ante la queja de Maida, Wulfgar sacó a su caballo del camino, se acercó a un arroyuelo y se detuvo. Se apeó, tendió las manos para tomar a Aislinn de la cintura, la depositó a su lado y se demoró un momento para cubrirle los hombros con su capa. Dirigió a Maida una mirada torcida, se le acercó y la ayudó a apearse.

—Hum —dijo ella—. Mucho tenéis que aprender de gentileza, normando. Sin duda, la violación que dejó encinta a mi hija, no fue nada para vos.

—¡Madre! —dijo Aislinn en tono de reproche, pero Wulfgar miró fijamente a Maida.

—¿Cómo puedes estar segura, vieja gallina, de que fui yo quien lo engendró y no otro?

Maida lo miró a la cara y rió regocijada.

—Aaahhh, si el pequeño llega con el negro de un ala de cuervo sobre su cabeza, entonces es Ragnor quien dejó su simiente en mi hija, y si el trigo del verano aparece en su coronilla, entonces, seguramente, será hijo de bastardo. Pero... —hizo una pausa y pareció saborear deleitada cada palabra—. Si el pelo de la criatura tiene el color rojo del sol de la mañana —se encogió de hombros y se abrazó a sí misma con alegría— entonces no se sabrá con seguridad quién lo engendró.

Wulfgar juntó las cejas, se volvió abruptamente, pasó junto a Aislinn y llevó los caballos a beber. Aislinn miró ceñuda a su madre, quien rió tontamente y se internó entre los árboles. Aislinn miró vacilante la ancha espalda de Wulfgar. Ahora le pareció tan fría e intimidante que supo que él no quería ninguna compañía excepto los caballos, a los que acarició distraídamente. Aislinn suspiró y entró lentamente en la espesura, sabiendo que él solo debía resolver el problema.

Él estaba aguardándola cuando regresó y había cortado pan y carne para las dos. La mirada inquisitiva de ella se encontró con un torvo silencio por parte de él, y mientras comieron los tres, no intercambiaron palabra alguna. Maida había advertido el mal humor de él, y por una vez, contuvo cuidadosamente su lengua pues no deseaba soportar la ira de este caballero normando.

El viaje de regreso continuó de la misma manera, aunque Aislinn dormitó en brazos de Wulfgar y encontró cierto consuelo en la gentileza que él le demostraba. La voz profunda de él junto a su oído la despertó cuando llegaron a la casa señorial de Darkenwald. Aislinn se enderezó con esfuerzo, parpadeó para aventar el sueño y vio que había caído la noche. Wulfgar se apeó y Aislinn apoyó las manos en sus anchos hombros cuando él la ayudó a apearse. La depositó cuidadosamente junto a él, y cuando se volvió hacia la madre, vio el cuerpo menudo de Maida que se balanceaba precariamente sobre la yegua, vencida por el cansancio. Las antorchas ardían a cada lado de la gran puerta y a su luz Aislinn vio que el rostro de su madre estaba demacrado y revelaba su fatiga. Aislinn tomó el flaco brazo de Maida y le habló suavemente al oído.

—Ven, te llevaremos a tu cabaña.

Wulfgar extendió una mano para detenerla.

—La llevaré yo —dijo—. Tú ve a nuestra habitación y espérame allí. Yo iré enseguida.

Maida lo miró con recelo antes de empezar a avanzar lentamente en la oscuridad, delante de él. Aislinn se detuvo y oyó las pisadas de Wulfgar que seguían detrás de su madre y lentamente se iban apagando. Después de un largo momento, apareció una débil luz en la ventana de la cabaña de Maida y Aislinn por fin se volvió, y con pasos cansados, casi arrastrando los pies, entró en el salón y subió la escalera hacia la habitación.

La estancia estaba iluminada por un fuego crepitante, preparado, sin duda, por algún alma compasiva que nunca dudaba del éxito de Wulfgar en cualquier cosa que emprendía... Sweyn, sin duda, siempre leal, siempre ocupándose de la comodidad de su señor.

Con un suspiro, Aislinn arrojó dentro del cofre su vestido sucio y se acercó al calor del hogar. Se quitó la camisa y buscó una piel para cubrirse el cuerpo desnudo, pero en ese momento la puerta se abrió con un crujido y ella volvió a tomar su camisa para cubrirse el pecho y enfrentar al intruso.

—De modo que estás de regreso —murmuró Gwyneth, apoyándose en el marco.

Aislinn extendió las manos.

—Como puedes ver, aún viva y respirando.

—Es una vergüenza —suspiró Gwyneth—. Yo esperaba que te encontrases algún lobo hambriento.

—Lo encontré, si quieres saberlo. Ahora llegará en cualquier momento.

—Ah, el valiente bastardo —dijo Gwyneth despectivamente—. Siempre haciendo alarde de su bravura.

Aislinn meneó la cabeza.

—Sabes muy poco de tu hermano, Gwyneth.

La mujer se irguió, avanzó orgullosamente y con una mirada despreciativa recorrió a Aislinn de pies a cabeza.

—Admito que no lo comprendo ni entiendo por qué tuvo que salir en la noche para buscarte, cuando pronto te enviará a Normandía, o a alguna otra tierra lejana. Insensatez, sin duda, y nada de sabiduría.

—¿Por qué lo odias tanto? —preguntó Aislinn con vehemencia—. ¿Acaso él trató alguna vez de hacerte daño? Te muestras tan llena de veneno hacia él que se me hace difícil entender tus motivos.

Gwyneth hizo una mueca.

—No podrías entenderlo, zorra sajona. Tú te contentas con tenderte en la cama de él y seguirle sus juegos. ¿Qué piensas obtener de él, excepto más bastardos?

Aislinn levantó levemente el mentón y se tragó su cólera. Entonces, un movimiento que percibió por el rabillo del ojo le llamó la atención, miró hacia allí y vio a Wulfgar de pie en el vano de la puerta, escuchando con silencioso interés lo que ellas decían. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y su cota de mallas echada descuidadamente sobre un hombro. Ante el silencio de Aislinn, Gwyneth se volvió y encontró la mirada penetrante de su hermano.

—¿Vienes a darnos la bienvenida a nuestro regreso, Gwyneth? —preguntó él, con cierta brusquedad.

Cerró la puerta tras de sí, cruzó la habitación, dejó su cota de mallas atravesada sobre el cofre, junto al vestido de Aislinn, y miró a Aislinn, quien lo observaba con ojos helados.

—Tú no ocultas tu desprecio por nosotros, Gwyneth. ¿Quizá no eres feliz aquí? —preguntó él, con los brazos en jarras.

—¿Qué? ¿Aquí, en esta casa miserable? —estalló ella.

—Estás en libertad de marcharte —dijo Wulfgar lentamente—. Nadie te detendría.

Los ojos claros de Gwyneth lo miraron fríamente.

—¿Estás echándome, hermano?

Wulfgar se encogió de hombros.

—Yo sólo deseo asegurarte que no te retendré aquí si prefieres marcharte.

—Si no fuera por mi madre, seguramente encontrarías una forma para deshacerte de mí —lo acusó Gwyneth.

—Es cierto —admitió Wulfgar, con una lenta, sardónica sonrisa asomando a sus labios.

—¿Qué? ¿El caballero vagabundo ha comprobado que ser un señor de tierras tiene sus desventajas? —preguntó Gwyneth, con una mueca sarcástica—. Realmente, debe resultarte cansador ocuparte de tus muchos siervos además de tu casa, cuando antes, todo lo que te preocupaba eras tú y nada más. ¿Por qué no admites que eres un fracaso aquí?

—En ocasiones resulta tedioso y cansador. —Wulfgar miró fijamente a su hermana.— Pero me creo capaz de llevar esa carga.

Gwyneth resopló despectivamente.

—Un bastardo tratando de probarse a sí mismo que es mejor que los que están por encima de él. Es algo que haría reír a una imagen de madera.

—¿Te parece divertido, Gwyneth? —Él sonrió y fue a detenerse junto a Aislinn. Cuando ella levantó los ojos, él le acarició admirado los rizos cobrizos y los besó.— A todos nos debes encontrar dignos de desprecio, todos somos humanos e imperfectos.

Gwyneth vio las atenciones que él le dedicaba a Aislinn y habló en tono despectivo.

—Algunos deben ser tolerados con más paciencia que otros.

—¿Sí? —Wulfgar levantó una ceja.— Yo tenía la impresión de que nos despreciabas a todos por igual. ¿A quién no desprecias? ¿A Ragnor, quizá? ¿Ese bribón?

Gwyneth se irguió.

—¿Qué sabes tú de personas bien nacidas, siendo, como eres, un bastardo? —estalló ella.

—Mucho —replicó Wulfgar—. Yo tuve que sufrir los insultos de los que son como Ragnor y tú desde que era un muchachito. Mucho sé de los bien nacidos, y para mí, eso no vale lo que la bolsa de un pobre. Si realmente quisieras elegir a un hombre, Gwyneth, y te doy gratuitamente un consejo, mira en su corazón y verás el verdadero valor de un hombre, no en lo que sus antepasados hicieron o no hicieron antes que él. Cuídate de Ragnor, hermana. Es traicionero y nunca se debe confiar demasiado en él.

—Hablas de envidia, Wulfgar —lo acusó ella.

Él rió por lo bajo y pasó un dedo por el contorno de la oreja de Aislinn, produciéndole un delicioso estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.

—Si así lo prefieres, créelo, Gwyneth, pero que se sepa que yo te he advertido.

Gwyneth caminó orgullosamente hasta la puerta, donde se detuvo un momento y los miró fríamente. Después se marchó sin agregar nada y dando un portazo.

Wulfgar rió suavemente de su hermana, después abrazó a Aislinn, le puso una mano detrás de la cintura y con la otra le levantó el mentón. Ella no se resistió pero él no obtuvo la respuesta que deseaba. Cuando sus labios tocaron suavemente los de ella, Aislinn se obligó a pensar en otras cosas que la perturbaban intensamente y así recibió el beso con una frialdad que él no estaba acostumbrado a encontrar en ella. Después de un momento, él levantó la cabeza y la miró a los ojos. Ella le devolvió una mirada inocente.

—¿Qué te sucede? —preguntó él en voz baja.

—¿Te desagrado, milord? ¿Cuál es tu deseo? Dímelo y yo obedeceré. Soy tu esclava.

Wulfgar la miró ceñudo.

—No eres mi esclava. Ya te lo he dicho una vez este día.

—Pero milord, estoy aquí para complacerte. ¿Qué es una esclava, sino alguien que debe obedecer las órdenes de su amo? ¿Deseas que te eche los brazos al cuello? —Se volvió, levantando un brazo mientras con el otro sostenía su camisa, y le puso una mano en la nuca.— ¿Deseas mis besos? —Se levantó en puntas de pie, lo besó ligeramente, dejó caer nuevamente su brazo a un costado y adoptó la posición que tenía antes.

Con un movimiento de disgusto, Wulfgar se quitó su túnica y la dobló furioso. Cruzó la habitación a grandes zancadas, se sentó en el borde de la cama y se quitó su camisa. Cuando se puso de pie para sacarse las calzas, Aislinn fue hasta el extremo de la cama donde todavía estaba la cadena, se sentó en el suelo de piedra y ahogó una exclamación cuando sintió su frialdad en sus nalgas desnudas. Mientras él la miraba sorprendido, ella deslizó su fino tobillo en el anillo de hierro y b cerro.

—¿Qué demonios...? —gritó él y fue hacia ella. Al obligarla a ponerse de pie, hizo que Aislinn soltara su camisa. Ella quedó desnuda, él la miró con el rostro ensombrecido por la ira—. ¿Qué crees que estás haciendo?

Los ojos de ella se agrandaron con fingida inocencia.

—¿Acaso las esclavas no son encadenadas, milord? Ves que yo no conozco cómo se las debe tratar, pues hace pocos meses que soy esclava. Desde la llegada de los normandos, milord.

Wulfgar soltó un juramento, se agachó y retiró con impaciencia el anillo de hierro del tobillo de ella. La levantó en brazos y la arrojo sobre la cama.

—No eres una esclava-gritó, y la miró muy serio.

—Sí, milord —replicó ella, esforzándose por mantener la seriedad— Como gustes, milord.

—¡Por el cielo! ¿Qué quieres de mí, mujer? —pregunto él, levantando los brazos, exasperado—. Te he dicho que no eres una esclava. ¿Qué más deseas?

Ella bajó tímidamente los párpados.

—Sólo deseo complacerte, milord. ¿Por qué te encolerizas así? Estoy aquí para hacer tu voluntad.

—¿Qué debo hacer para que escuches? —estalló él—. ¿Debo gritarlo ante el mundo?

—Sí, milord —dijo ella sencillamente, y sonrió cuando él la miró con más atención.

Por un breve momento Wulfgar se quedó mirándola, como si tratase de comprender el significado de lo que ella acababa de decir.

Después entendió, se enderezó y empezó nuevamente a ponerse la ropa. Fue hasta la puerta y allí se detuvo cuando ella preguntó:

—¿Adónde vas, milord? ¿No te resulto agradable?

—Voy a reunirme con Sweyn —respondió él con un gruñido— El no fastidia como tú.

Con eso, se marchó dando un portazo. Aislinn sonrió para sí misma, se cubrió con las pieles, abrazó la almohada y aspiro el aroma de él. Pronto se quedó dormida.