16

EL primer día de enero de 1067 amaneció lentamente en los cielos de Londres. La niebla baja se aclaró un poco, y después la oscuridad disminuyó hasta convertirse en un gris ahumado y plomizo El aire estaba frío, y cuando soplaba la brisa lo hacía cargada de una humedad que mojaba la piel. Antes de desayunar, Wulfgar vistió su armadura completa y salió a cabalgar con su montura en un prado cercano a la casa Allí ejercitó al caballo de guerra sobre la tierra helada y renovó una antigua relación con el animal, acostumbrado a llevar sobre su lomo el gran peso del caballero armado. El sol estaba alto y las brumas matinales habían desaparecido hacía rato cuando Wulfgar quedo satisfecho y devolvió el caballo a los establos. Allí le dio de comer y lo frotó pero el animal parecía presentir el inminente combate y piafaba y se encabritaba, impaciente por terminar con el trabajo de ese día.

Wulfgar subió al salón y se sirvió un desayuno de la olla que humeaba sobre el fuego. Terminó la comida, fue junto al hogar y allí se sentó, con los pies apoyados en un taburete bajo. Permaneció pensando en la batalla que le esperaba hasta que notó que la luz había disminuido extrañamente alrededor de él. Levantó la vista y vio que Gowain, Milbourne y Beaufonte se habían acercado y estaban aguardando que él les prestara atención.

Gowain fue el primero en hablar y subió al hogar elevado, cerca de los pies de Wulfgar.

—Milord, pon atención. A menudo he observado a Ragnor en la batalla. Parece que al cargar, tiene una tendencia a inclinarse...

Wulfgar levantó una mano para interrumpirlo.

Milbourne se inclinó hacia adelante.

—Wulfgar, escúchame. Es muy importante que sepas que él lleva su escudo en alto y un poco a través de su cuerpo, debilitando así su defensa. Si entonces se le lanzara un golpe, lo haría caer de costado y te permitiría...

—No, no, buenos compañeros —dijo Wulfgar, y rió—. Escucho vuestras voces y en otro caso les prestaría atención, pero sólo hay una cosa que yo necesito saber, que él es más un cobarde que un caballero y que yo no tendré en el campo a nadie que guarde mis espaldas. Os agradezco vuestro interés, pero en ésta, como en cualquier otra batalla, lo que yo haga en el momento será más importante que lo que planee aquí. Ya se acerca la hora. Os veré allí para que me alentéis y me tendáis una mano si caigo. Gowain, ¿quieres ser mi segundo?

Con el ansioso asentimiento del joven, Wulfgar se levantó y subió la escalera hacia el enorme, vacío dormitorio. Cerró la puerta, se detuvo y pensó en el resplandor que parecía llenar la habitación cuando Aislinn estaba presente. Soltó un juramento cuando otra vez reconoció las señales de desaliento que últimamente lo acometían. La inminente batalla exigiría de todas sus facultades mentales para salir victorioso. No podía estar permanentemente entregado a esos pensamientos acerca de esa hermosa joven, como hacía Gowain. Debía mantenerse firme en su decisión de la noche anterior. Se dijo que no era tanto por Aislinn como por Darkenwald que lucharía, pero en lo más hondo de su ser supo que había otras tierras que conquistar, mientras que Aislinn era única, y él todavía no se había cansado de ella.

Se desnudó, se lavó y vistió las ropas con que se dirigiría hasta su tienda, en el campo de honor. Dejó su cota de mallas y su escudo sobre la cama. Sanhurst había trabajado largamente para pulirlos y dejarlos resplandecientes, pero Wulfgar arrugó la frente cuando vio su yelmo y lo puso con su armadura. Todavía podía sentir con el dedo la huella de una abolladura en la parte posterior. Se preguntó por su contrincante y por los extremos hasta los cuales sería capaz de llegar para conseguir a Aislinn. La emboscada en Kevonshire casi le había costado la vida y si era eso lo que buscaba Ragnor, el combate de hoy no lo apaciguaría si perdía. El siempre había recelado de ese caballero y nunca había confiado plenamente en él. Ahora tenía sobrados motivos para desconfiar, mientras Ragnor siguiera con vida.

Antes de abandonar la habitación se detuvo frente al hogar donde ardían las brasas, aunque no había llamas para calentar la estancia. Sanhurst se había mostrado descuidado otra vez y no había dejado leña menuda junto al hogar, pero eso ahora no tenía importancia. En pocos momentos más él se habría marchado y Aislinn no estaba allí. Con un suspiro, levantó de la mesilla el pequeño trozo de terciopelo amarillo y lo miró largamente, antes de arrojarlo sobre las brasas, donde se retorció e incendió, hasta desaparecer en un pequeño estallido de llamas.

Wulfgar giró bruscamente sobre sus talones, se echó sobre los hombros una gruesa capa y fue hasta la cama, donde había hecho un envoltorio con su equipo. Se ciñó la espada y puso con ella, debajo de su cinturón, un hacha que le había dado Sweyn para que lo acompañara durante el viaje. Con todos sus avíos, bajó nuevamente al salón donde lo aguardaban los tres caballeros. Sanhurst levantó la vista de su tarea de recoger de la mesa los restos de la comida de su señor y Wulfgar miró ceñudo al joven al notar la tardanza con que había emprendido ese trabajo, pero reprimió las palabras de reproche que tenía en la punta de la lengua. Por una vez, desde que tenía al joven sajón a su servicio, decidió mostrarse paciente, recordando las palabras implorantes de Aislinn. Gowain se le acercó, tomó el envoltorio con el equipo y abandono el salón. Wulfgar lo siguió con Milbourne y Beaufonte y rió por lo bajo cuando el mayor de los caballeros, con mucho humor, le rogó que no hiciera mucho daño al bueno de sir Ragnor.

—Después de todo, milord —dijo Milbourne con una sonrisa—, si él desapareciera, ¿con quiénes podrías ejercitar tu ira como no fuese con nosotros tres?

Era un espectáculo colorido, aunque raro. Todos los lores de Londres que contaban con el favor del rey habían venido para presenciar el combate. Había pabellones pequeños con colgaduras que podían correrse a los lados. Otros asientos eran artefactos toscos e improvisados, destinados solamente a formar un apoyo para quienes los usaran. Los bordes de todo el campo tenían altos y multicolores estandartes para ocultar el espectáculo a los ojos curiosos de siervos y campesinos, porque este era un asunto de honor, no destinado a los plebeyos.

Wulfgar y su grupo ingresaron al campo. Mientras él y Gowain se dirigían a la tienda que tenía sus colores, Wulfgar inspeccionó el terreno. El pabellón de Guillermo aún estaba cerrado contra la brisa helada que soplaba sobre el campo y en ninguna parte se veían señales de Aislinn. Había mucha actividad alrededor de la tienda de Ragnor y Wulfgar pensó que su contrincante había llegado temprano y estaba tan ansioso como él por terminar de una buena vez.

Wulfgar se apeó frente a su tienda, y mientras Gowain entraba, él se detuvo para acariciar a su caballo y colgarle en el morro un morral con cebada. Después entró en la tienda y encontró a Gowain inspeccionando los eslabones de la cota y los refuerzos del escudo. En silencio, Wulfgar vistió las prendas de cuero que usaba debajo de la armadura, y con ayuda de Gowain se puso el pesado camisote.

Les fue traída una bandeja con carnes y vino. Wulfgar rechazó la bebida pero Gowain tomó un segundo trago que igualó la generosidad del primero. Al ver esto, Wulfgar lo miró con expresión dubitativa.

—No perderemos a la doncella en esta pequeña escaramuza, Gowain. Para eso, haría falta un contrincante de más valor.

El joven caballero lo saludó.

—Milord, tengo puesta toda mi fe en ti —dijo.

—Bien —respondió Wulfgar, ciñéndose la espada—. Ahora deja esa copa a un lado y dame mis guanteletes antes que sea yo quien tenga que ayudarte.

Con una sonrisa, Gowain hizo una reverencia y le entregó los guanteletes.

El tiempo pasaba lentamente y Wulfgar no pensaba en las intenciones de Guillermo sino, solamente, en que debía ganar. En el pasado, él se había destacado en los torneos y hoy debía estar en la mejor forma, porque sabía que Ragnor era fuerte y astuto. Nunca se habían enfrentado en una justa, pero Wulfgar no era tan tonto como para creer que sería fácil derrotar a Ragnor. Para salir victorioso en este día, tendría que echar mano a toda su fuerza e ingenio.

Sonaron las trompetas y Wulfgar supo que anunciaban el arribo del rey y su comitiva. Aislinn estaría con Guillermo, única mujer en el grupo del rey. Si hubiera sido otro rey, Wulfgar sabía que hubiera tenido que preocuparse. Pero Guillermo no era inclinado a tomar amantes y se conducía como un esposo leal a Matilda.

Wulfgar apartó las colgaduras y salió de la tienda, donde su caballo estaba aguardándolo. Sacó el morral de la cabeza del animal y acarició el morro suave y aterciopelado mientras le hablaba en voz baja, como si estuviera dirigiéndose a un amigo íntimo. El caballo resopló y cabeceó, como si respondiera. Wulfgar montó y Gowain le alcanzó el yelmo y el escudo. El frente de la tienda estaba oculto para quienes se encontraban en el pabellón del rey, y aunque Wulfgar lo hubiera deseado, no podía ver a Aislinn ni ella podía verlo a él.

Ragnor también salió de su tienda con Vachel, quien le hablaba en voz baja mientras el otro asentía. Cuando montaba, Ragnor vio a su oponente ya a caballo y aguardando la señal. Se acomodó en su silla y se inclinó hacia adelante en burlona reverencia, y su risa resonó con exagerada confianza.

—Por fin, Wulfgar, nos encontramos —gritó Ragnor—. Ven a verme a Darkenwald con la hermosa Aislinn como mía cuando haya terminado este día. No impediré que le eches una mirada, puesto que tú no me lo has impedido.

Gowain se adelantó con los puños apretados.

—Quieto muchacho —ordenó Wulfgar—. Es asunto mío. Deja que yo tenga el honor.

La risa de Ragnor se elevó mientras él, regocijado, se echaba atrás en su silla.

—¿Qué es eso, Wulfgar? ¿Otro muchacho enamorado de la hermosa doncella? Debes haberte visto en apuros para contener a tus hombres. Juraría que hasta tu predilecto Sweyn ha sentido deseos de acostarse con ella. ¿Dónde está ese buen hombre, a propósito? —preguntó Ragnor entre carcajadas, pese a que conocía perfectamente la respuesta—. ¿Cuidando mis tierras?

Wulfgar vio el juego del otro y no dijo una sola palabra ni hizo un solo gesto, sino que respondió con el silencio. Vachel murmuro una palabra a Ragnor que lo hizo estallar en nuevas carcajadas y sólo el sonido de las trompetas lo hizo callar. Los dos caballeros cabalgaron como para encontrarse, y después giraron y galoparon hacia a tienda del rey. Ahora Wulfgar divisó un capuchón amarillo que cubría la cabeza de Aislinn y cuando se acercó vio que ella llevaba el vestido de terciopelo amarillo debajo de su capa forrada de pieles de zorro. Quedo complacido con la elección de ella. Sin necesidad de palabras, Aislinn le expresaba sus preferencias al lucir ese atuendo.

Guillermo se puso de pie cuando ellos se acercaron al pabellón V respondió a los saludos. Después leyó la orden del día, que ordenaba a todos que respetaran el resultado del encuentro. Aislinn estaba sentada al lado de Guillermo, tensa y pálida, obviamente inquieta por lo que iba a tener lugar ante sus ojos. Aunque Wulfgar no aparto la vista de la cara del rey, ella lo miró fijamente. Aislinn hubiera querido expresar a gritos sus preferencias, pero como parte del premio del combate, no podía hacer semejante declaración.

Las trompetas sonaron otra vez con estridencia, y cuando los caballos giraron, Aislinn creyó notar que Wulfgar la miraba, pero no pudo estar segura porque esa mirada, si realmente tuvo lugar fue muy fugaz Los caballeros fueron hasta sus lugares, cada uno marcado con un estandarte con sus armas y colores respectivos. Cuando se volvieron y quedaron frente a frente, se pusieron sus yelmos. Ambos recibieron una lanza que les entregaron sus segundos y nuevamente los dos saludaron al rey. Ahora las trompetas empezaron a sonar, y cuando se callaran, habría llegado el momento de la primera carga. Aislinn estaba tensa y temerosa, aunque exteriormente se la veía orgullosa y lejana. Su corazón latía aceleradamente y golpeaba dentro de su pecho. Cuando unió las manos debajo de su manto, elevó silenciosamente la plegaria que esa misma mañana había recitado en la capilla.

Contuvo la respiración cuando cesó la última nota de las trompetas. Los grandes caballos tensaron sus músculos y cargaron hacia adelante, y el rápido golpear de sus cascos pareció un eco de los latidos del corazón de Aislinn. Los caballeros se encontraron con un estrépito de armas que hizo estremecer a Aislinn. La lanza de Wulfgar chocó contra el escudo de Ragnor y se desvió; la de Ragnor se quebró contra los brazos de Wulfgar. Aislinn soltó un suspiro de alivio cuando vio que Wulfgar estaba ileso y a caballo, y por un momento se sintió más animada. Los dos hombres giraron y regresaron a sus lugares, donde tomaron nuevas lanzas. Aislinn nuevamente sintió miedo. La segunda carga se hizo sin previa señal. Esta vez Wulfgar lanzó un buen golpe pero su lanza se quebró en un millar de astillas. Ragnor acusó el golpe y se inclinó hacia atrás, mientras su propia lanza se elevaba y erraba completamente a Wulfgar. Ambos regresaron a sus lugares y tomaron nuevas lanzas. El gran caballo de Wulfgar empezaba a excitarse con este hermoso juego y su jinete pudo sentir que los músculos del animal temblaban de impaciencia. Ahora, Ragnor giró y el ruido de la carga fue como un trueno. Wulfgar bajó su lanza y tocó el borde del escudo de Ragnor. El caballo de Wulfgar embistió al de Ragnor, que fue arrojado al suelo. Aislinn se mordió el labio cuando el caballo de Wulfgar tropezó con el de Ragnor, pero el animal logró mantenerse sobre sus cuatro patas. Wulfgar se apartó ligeramente, y al ver a Ragnor luchando por incorporarse, arrojó a un lado su lanza y desmontó para enfrentar a pie a su contrincante. Con un grito de furia, Ragnor aferró la maza sin púas pero rápidamente la dejó caer. Con púas hubiera sido un arma mortal, ciertamente, pero Guillermo deseaba salvar a sus caballeros. Ello no hizo mucho para calmar la sed de sangre de Ragnor.

Donde estaba, Wulfgar sacó el hacha de su cinturón y la blandió, pero él también arrojó esta arma a un lado. Ahora, ambos caballeros desenvainaron sus pesados espadones y empezaron a caminar uno hacia el otro mientras Aislinn observaba en doloroso silencio. Los primeros golpes sonaron muy fuertes en el frío aire invernal. Era difícil seguir los golpes porque las hojas relampagueaban bajo la luz del sol y parecían estrellarse continuamente. Aislinn permanecía rígida, obligando a su cuerpo a ocultar cualquier atisbo de emoción. Los altos y pesados escudos eran como pantallas detrás de las cuales luchaban los caballeros. Las hojas brillaban al sol y una y otra vez golpeaban contra los escudos. El sudor empezó a correr por las caras de los dos contrincantes y a gotear abundantemente debajo de las capas de cuero que acolchaban las armaduras. Ragnor era rápido e impulsivo mientras que Wulfgar, un poco más lento, lanzaba sus golpes con mayor seguridad. Esto no era un mero duelo de espadachines sino una prueba de fuerza y determinación. Quienquiera que resistiera más que el otro ganaría. Ragnor empezó a sentir en su brazo el peso de su espada y Wulfgar, al notarlo, sacó vigor de una fuente desconocida y empezó a atacar con más bríos. Pero súbitamente sintió un peso alrededor de su pierna y su pie se enredó en la cadena de la maza caída. Ragnor aprovechó la ventaja y lanzó una lluvia de golpes fuertes y rápidos. Wulfgar cayó sobre una rodilla pues el peso alrededor de su tobillo le impidió moverse con la rapidez suficiente. Aislinn medio se puso de pie y ahogó una exclamación con su mano. Pero Guillermo la oyó y supo a quién prefería la doncella.

Wulfgar se sacudió el estorbo de su pierna y logró levantarse bajo los golpes enérgicos de Ragnor. Retrocedió un paso tambaleándose, tuvo un respiro y enfrentó el ataque del otro con ambos pies bien afirmados sobre el terreno. La batalla continuó y pareció que ninguno de ellos iba a ganar hasta que nuevamente la fuerza de Wulfgar empezó a hacerse notar sobre el otro. Súbitamente, su espada avanzó, no con un movimiento lateral sino hacia adelante. Dio contra el yelmo de Ragnor y se lo ladeó. Antes que éste pudiera recobrarse, la hoja se elevó en el aire y cayó, mordiendo el borde del escudo y golpeando nuevamente en el yelmo. Ragnor se tambaleó y Wulfgar luchó para liberar a su espada del escudo del otro. Ragnor arrojó la pieza cuando Wulfgar liberó a su espada. Ahora, éste lanzó una lluvia de golpes sobre el caballero moreno. Ragnor se vio obligado a retroceder, debiendo usar su arma tanto para la defensa como para el ataque. Un golpe tremendo cayó sobre su hombro y le dejó el brazo sin fuerzas. Sus costillas se estremecieron ante la espada amenazante que rozaba la cota de mallas que las cubría. Ragnor tropezó otra vez y su espada bajó por un brevísimo instante. El yelmo voló de su cabeza arrancado por un pesado golpe de la espada de Wulfgar. Ragnor cayó y rodó sobre la hierba helada, agitando espasmódicamente sus piernas. Wulfgar retrocedió y descansó, jadeante, mientras observaba al otro que trataba de incorporarse. Una y otra vez, Ragnor luchó por ponerse de pie pero siempre cayó nuevamente al suelo. Aislinn contuvo el aliento mientras esperaba, rogando con todo su ser que la lucha terminara. Ragnor, finalmente, quedó inmóvil y Wulfgar se volvió lentamente hacia Guillermo y lo saludó llevándose a la frente el pomo de la espada. Fueron los ojos dilatados de Aislinn y la expresión de temor en su rostro lo que advirtieron a Wulfgar del movimiento a sus espaldas. Giró a tiempo para esquivar el golpe de Ragnor, y con un golpe de plano dado con su espada, lo derribó otra vez. Ragnor cayó con un grito de dolor. Esta vez no hizo ningún intento por levantarse, sino que quedó en el suelo, gimiendo y retorciéndose.

Ahora Wulfgar se acercó al pabellón del rey. Por el rabillo del ojo vio el rostro regocijado de Aislinn antes de dirigir una pregunta a Guillermo.

—¿La lucha ha terminado, sire?

Guillermo sonrió y asintió.

—Nunca dudé del resultado, Wulfgar. Este día habéis librado una limpia batalla y honrado el campo de honor. —Miró de soslayo a Aislinn y comentó, con seco humor, dirigiéndose a Wulfgar:— Pobre doncella, ella cree que disfrutará de vuestro mezquino ardor. ¿Debo advertirla para que no se entusiasme tanto con vuestra victoria?

Wulfgar clavó su espada en el suelo, arrojó sus guanteletes junto a ella, se quitó el yelmo de la cabeza y lo colgó de la empuñadura. Con pasos audaces, subió los escalones del pabellón, se detuvo frente a Aislinn y la arrebató de su asiento. Ella ahogó una exclamación. Él la besó con deliberada lentitud, estrechándola con fuerza contra su pecho, como si quisiera absorberla dentro de su propio cuerpo. Sus labios se abrieron y se movieron sobre los de ella con un hambre devoradora que ella solamente había conocido en la intimidad del dormitorio.

Ragnor fue ayudado a incorporarse por su primo y los dos quedaron solos en el campo vacío, observando el abrazo de la pareja. A Ragnor le dolía todo el cuerpo y su cara estaba contorsionada en una mueca de dolor que ocultaba su furia interior. Cuando se apoyó en Vachel, habló con una voz cargada de odio y deseos de venganza.

—Algún día mataré a ese bastardo —murmuró, y después se volvió y fue cojeando hasta su tienda.

Cuando Wulfgar la soltó, Aislinn se sentó lentamente en su silla, sin fuerza en las rodillas, y luchó hasta que pudo volver a respirar normalmente. Wulfgar se dirigió a Guillermo e hizo una breve reverencia.

—¿Eso os deja conforme, sire? —preguntó.

Guillermo rió con ganas y dirigió un guiño a Aislinn.

—Ah, para ser sinceros, el caballero está más ansioso por vos que por sus tierras.

Aislinn enrojeció pero las palabras de Guillermo le produjeron una honda satisfacción. El rey se puso más serio y se dirigió a Wulfgar.

—Hay contratos que es necesario redactar como resultado de esto, y eso llevará tiempo. Os ordeno que esta noche vengáis a mi mesa y comáis conmigo y vuestra encantadora dama, porque deseo contar el mayor tiempo posible con su presencia. La corte es aburrida sin el beneficio de compañías femeninas. Os veré entonces. Buenos días, Wulfgar.

Guillermo se volvió y se marchó, indicando a Aislinn que lo acompañase. Ella así lo hizo y se cubrió su brillante cabellera con el capuchón de su capa, pero antes de bajar los escalones, dirigió por sobre su hombro una mirada a Wulfgar y se despidió de él con una sonrisa.

Ahora, superada la parte más dura del día, Wulfgar pudo aflojar su tensión, aunque cuando regresó a la casa y aguardó que se acercara la noche, se sorprendió tascando el freno. Cada vez que pensaba en Aislinn sentía despertarse dentro de él la excitación y aumentaba su ansiedad por que llegara la noche. Se fastidió ante la demora, mientras Sanhurst subía trabajosamente la escalera con cubos de agua caliente, y se impacientó esperando el baño que se llevaría el cansancio y los dolores de su cuerpo magullado. Eligió con ojo crítico las ropas que se pondría y finalmente se decidió por las de color castaño, un tono sobrio que no llamaría demasiado la atención.

Un dichoso abandono se posesionó de él cuando esa noche cabalgó por las calles hacia el castillo, tarareando una antigua tonada, con el ánimo considerablemente ligero. Ahora fue recibido en forma diferente en la corte. Su caballo fue admirado abiertamente por los hombres. Un paje lo guió al salón, e inmediatamente después de entrar fue recibido por un numeroso grupo de lores. Ellos le hicieron cumplidos y lo felicitaron por la batalla. Cuando se apartaron un poco, él vio a Aislinn en el otro extremo del salón, silenciosa, de pie junto a otra mujer. Sus miradas se encontraron y ellos intercambiaron sonrisas. Ella era una beldad serena, aparentemente inalcanzable, y Wulfgar se maravilló de ser él, entre todos los altos señores presentes, el único con derechos sobre ella.

Se separó de los hombres y fue hacia ella. Aislinn se adelantó a recibirlo.

—Nuevamente, milord —murmuró ella—. Me has ganado.

La expresión de él no cambió cuando le ofreció el brazo y ella apoyó en él la mano.

—Ven —le dijo, y la acompañó hasta sus asientos ante la mesa. Sus modales eran los adecuados en un caballero victorioso que reclamara su premio, y ninguno de los presentes adivinó la verdad. Dentro de su pecho, había un deseo casi doloroso de tomarla en brazos y acallar sus protestas con besos. Caminar junto a ella lo dejaba sin fuerzas, lo mismo que sentir sobre su brazo el toque ligero de ella y reprimir el deseo de volverse y sorprender a la corte con lo que sentía.

La comida transcurrió en medio de conversaciones ligeras y con muchos brindis por Normandía, la corona, Inglaterra y, finalmente, la victoria de Wulfgar en ese día. La comida había sido devorada, el vino bebido y el coraje y la destreza de Wulfgar con las armas bien comentados cuando los invitados empezaron a dispersarse rápidamente. Un paje se acercó a Aislinn y le murmuró algo al oído. Ella se volvió hacia Wulfgar.

—El rey desea hablar contigo en privado, y yo debo ir a prepararme. Adiós, por ahora, milord.

Wulfgar se levantó y esperó a que los sirvientes retirasen la mesa, y entonces se arrodilló ante su rey. Oyó que las puertas se cerraban tras los sirvientes y la estancia quedó vacía. El obispo Geoffrey fue a situarse detrás de la silla de Guillermo.

—Sire, estoy a vuestras órdenes —dijo Wulfgar, inclinando la cabeza.

—Levantaos, señor caballero, y escuchad mis palabras —respondió Guillermo con firmeza—. Habéis librado esta batalla y habéis ganado. Las tierras de Darkenwald y Cregan, y todo lo que hay en medio y en sus alrededores, son vuestras y de lady Aislinn. Que nadie, desde este día en adelante, cuestione vuestros derechos de posesión. Sé que las tierras no son muy extensas y por eso no os daré señorío sobre ellas. En cambio, os doy título pleno. Las mismas dominan los caminos hacia el este y el oeste y la ruta costera más corta desde Londres. Es mi deseo que construyáis en Darkenwald un buen castillo de piedra que pueda albergar alrededor de un millar de caballeros, por si surgiera la necesidad.

Aunque Cregan está en el cruce de caminos, también se encuentra en las tierras más bajas y débilmente protegidas. Un castillo, allí, sería un testimonio de nuestro dominio. Darkenwald servirá para el mismo propósito y está anidada entre las colmas. Allí deberá ser construido el castillo. Vos escogeréis el sitio y lo construiréis sólido y bien. Los noruegos aún siguen mirando a Inglaterra con codicia y los reyes de Escocia también se unirían a sus propósitos. De modo que debemos planificar.

Se detuvo y levantó una mano hacia el obispo, quien se adelantó sacando de sus voluminosas vestiduras un rollo de pergamino que desplegó y leyó lentamente. Cuando terminó, el rey puso su sello en el documento y el obispo lo entregó a Wulfgar y se retiró de la estancia. Wulfgar se recostó en su sillón y aferró con las manos los brazos del robusto asiento.

—Vuelvo a deciros que ha sido un día para recordar, Wulfgar. No lo dudo.

—Mi señor es demasiado amable, sire —murmuró Wulfgar, algo abrumado por el regio elogio.

—Sí, Wulfgar, soy muy amable —suspiró Guillermo—. Soy demasiado amable, pero nada hago sin motivos. Sé que vos me sois leal y que os ocuparéis de mis asuntos, porque pronto tendré que regresar a Normandía. Aun en aquella hermosa tierra hay quienes querrían verme despojado para sus propios fines, y tengo pocos hombres realmente leales para que se ocupen de mis asuntos aquí. Construid un castillo fuerte, os lo ordeno, y conservad las tierras para vuestros hijos. Conozco muy bien la situación de un bastardo y es justo que deba compartir mi fortuna con otro de mi clase.

Wulfgar no encontró palabras para responder y el rey se levantó, se adelantó y tendió una mano. Wulfgar la estrechó y los dos quedaron un momento mirándose a los ojos, como soldados.

—Hemos compartido muchas copas, buen amigo —dijo Guillermo suavemente—. Seguid vuestro camino, prosperad, y en ningún momento de tontería permitáis que lady Aislinn se aleje de vos. Creo que ella es una rara mujer y que honraría a cualquier hombre como esposa.

Wulfgar cayó otra vez de rodillas y rindió homenaje a su rey.

—La dama será enviada a vos a su debido tiempo, Wulfgar —continuó Guillermo—. Yo volveré a veros antes que salgáis de Londres y antes que salga yo hacia Normandía. Buena suerte, Wulfgar. Buena suerte, amigo.

Con eso, Guillermo abandonó la habitación y Wulfgar se dirigió al patio, donde esperaba su caballo. Montó y abandonó el patio del castillo, aunque tenía pocos motivos para darse prisa en regresar a la casa. No pudo dejar de preguntarse cuándo Guillermo pondría nuevamente a Aislinn bajo su custodia y se reprochó no haber sabido defender mejor su causa. Empezó a vagar sin rumbo fijo, mirando los edificios frente a los que pasaba. Encontró una taberna pequeña y entró, pidió un pichel de ale al tabernero, pensando que quizá la bebida calmara un poco su soledad. Una buena cantidad de ale, pensó burlonamente, podría hacerle la noche más soportable. Levantó la copa y la bebida le supo amarga en la boca. No lo calmó, y pronto él se levantó dejando la copa medio llena. Montó nuevamente, siguió cabalgando y se detuvo en otra posada, donde pidió un fuerte vino tinto. Pero esto tampoco le sirvió de consuelo. Se puso nuevamente en camino y se encontró una vez más frente a la casa del mercader. La miró con el corazón acongojado, sin decidirse a entrar. Era tarde cuando por fin entró en el salón y los otros hacía rato que se habían acostado. Un fuego ardía débilmente en el hogar y él se detuvo para avivarlo para la noche. Subió la escalera con pasos lentos, pero cuando pasó frente a la pequeña habitación que había sido de Hlynn oyó un débil sonido.

¿Qué era? Se detuvo. ¿Era posible? ¿Hlynn? Es Hlynn. Y si es Hlynn, entonces Aislinn tenía que estar...

Ahora sus pies lo llevaron con urgente prisa hacia la puerta del dormitorio principal. Abrió y la vio a ella, de pie junto a la ventana, peinándose. Se volvió cuando él entró y le sonrió. Él cerró la puerta tras de sí, se apoyó en ella y recorrió con los ojos la habitación. Todo estaba en su sitio, los vestidos de ella donde debían estar y sus peines sobre la mesilla. Ella tenía puesta una suave camisa blanca. Parecía emitir un fulgor propio y su sonrisa brilló cálidamente a la suave luz de la bujía que ardía a su lado. Aislinn no pudo verlo muy bien en la oscuridad más allá del círculo de luz de la vela, pero súbitamente él estuvo allí, tomándola en sus brazos, levantándole la cara para besarla en la boca,, ahogando todas las palabras, todos los saludos, en un saludo más antiguo que todos. El no le dio tiempo para respirar sino que la levantó en sus brazos y la llevó gentilmente hasta la cama. Ella trató de respirar y hubiera hablado, pero él la besó nuevamente en la boca, se le puso encima y la aplastó contra el cobertor. Sus manos se deslizaron dentro del cuello de la camisa y sus labios ardientes dejaron una huella de fuego sobre la garganta de ella, hasta donde su mano le acariciaba los pechos suaves. Después levantó la prenda para quitársela pero retrocedió, confundido. Los labios de Aislinn temblaban y sus ojos estaban fuertemente cerrados, aunque las lágrimas alcanzaban a salir y corrían por sus mejillas. Él la miró ceñudo e intrigado.

—Aislinn, ¿tienes miedo, amor mío?—preguntó.

—Oh, Wulfgar —dijo ella, entrecortadamente—. Temo solamente que me arrojes de vuestro lado. —Abrió los ojos y lo miró.— Una copa puede ser llenada a menudo con vino y saboreada con todo placer pero cuando se dobla y lastima los labios, es descartada para no ser usada nuevamente. Es un objeto. Comprado. Poseído. Usado. Yo soy una mujer, y temo que llegue el día en que me doble y sea dejada de lado, y venga otra a satisfacer tus necesidades.

El se rió de los temores de ella.

—No hay ninguna copa donde el vino sepa mejor una vez que está llena. Sí, pobre copa, mi mano se ha acostumbrado a tenerte y tú proporcionas mucho más de lo que jamás llegaré a llevarme a mis labios. Doblada o no, encuentro tu contenido mucho más satisfactorio que el vino que podías contener. —Se burló ligeramente de ella.— Y tú también tienes tus placeres. Lo sé.

Ella se incorporó, se sentó sobre sus pies y arregló su camisa a su alrededor.

—Milord —dijo, mirándolo a los ojos—, he pasado estos días en la corte de Guillermo. Me comporté como una doncella amable y él me trató como a tal y todos los lores se mostraron corteses conmigo, aunque la falsedad de todo ello me supo amarga en mi boca, porque yo sé lo que soy.

—Te denigras a ti misma, querida, porque este día he arriesgado mi vida por ti en el campo del honor. ¿Qué precio más alto es el que pides?

Ella rió en tono burlón y agitó una mano.

—¿Qué precio pagas por tus mujeres en Normandía? ¿El costo de dos o tres vestidos? ¿Una moneda, un puñado de monedas? ¿Qué diferencia hay entre una moneda y un millar? Pero la mujer sigue siendo una prostituta. Por esta noche, el precio es una hora de tu vida. Es un precio elevado, lo admito. —Le apoyó una mano en el brazo.— Hasta para mí, porque yo quizá valoro tu vida más que tú. ¿Qué precio pagó Guillermo por tu vida, por tu lealtad bajo juramento? ¿Me jurarías lealtad a mí? Pero cualquiera que fuese el precio que me pusieras, yo sigo siendo una mujer, una mujer bien criada. Si me entregase voluntariamente por tu precio, seguiría siendo una prostituta.

Wulfgar se levantó y la miró encolerizado.

—Eres mía, doblemente mía según lo declarado por tus propios labios.

Aislinn se encogió de hombros y le sonrió suavemente.

—Una elección entre males, una para aliviar la carga de otro individuo detestable, una para salvar tu honor. Wulfgar, ¿no puedo conseguir que me comprendas? —Señaló la puerta con una mano.— Puedo salir por esa puerta a las calles, ¿y qué me dirías si yo trajera esta noche a mi cama a docenas de lores de elevada reputación?

Wulfgar meneó la cabeza y hubiera negado, pero ella habló con vehemencia, como si pudiera hacer entrar a la fuerza los pensamientos en la cabeza de él.

—Wulfgar, escúchame. ¿Qué importa uno o una docena? ¿Qué importa el precio? Si me entrego voluntariamente, entonces soy una prostituta.

Ahora él la miró casi con desprecio, perdida ya su inclinación amorosa.

—Entonces, ¿qué importa tu puñado de monedas o unas palabras dichas en un lugar santo? ¿Dónde está la diferencia, salvo que atas a un hombre de por vida?

Ella volvió el rostro y las lágrimas volvieron a brotar, pues supo que él no entendía lo que la hacía a ella la misma mujer que él deseaba.

Habló con tanta suavidad que él tuvo que esforzarse para escucharla.

—Estoy aquí, donde deseas tenerme. Puedo llorar y entregarme nuevamente, pero nuevamente resistiré hasta el límite de mi voluntad.

Inclinó la cabeza, en un gesto de amarga derrota, y las lágrimas cayeron lentamente sobre el dorso de sus manos enlazadas en su regazo.

Incapaz de soportar el verla llorar, e igualmente incapaz de consolarla, Wulfgar finalmente se volvió y salió airadamente de la habitación.

En el salón, fue hasta el hogar donde quedó mirando pensativo las llamas. Hizo rechinar sus dientes.

"¿Siempre tendré que violarla?", murmuró para sí mismo. "¿Cuándo ella vendrá a mí como yo desearía tenerla?"

—¿Hablabais, milord? —dijo detrás de él una voz nasal, y Wulfgar se volvió y se encontró con Sanhurst, quien lo miraba fijamente.

—¡Cerdo sajón! —rugió—. Sal de mi vista.

El joven se apresuró a obedecer a su amo y arriba, en la habitación, Aislinn oyó la voz de Wulfgar y supo que su cólera caía sobre otros. Se levantó de la cama y fue hasta la puerta, casi perdida su determinación. Suspiró, meneó la cabeza, fue hasta la ventana, apoyó la cabeza en los vidrios y miró hacia la ciudad oscura y brumosa.

El fuego se había apagado en el hogar cuando Wulfgar vino nuevamente al dormitorio, Aislinn, en la cama, cerró los ojos y fingió dormir, escuchándolo moverse en la habitación a oscuras. Después la cama se hundió bajo el peso de él. Ella lo sintió acercarse y se limitó a suspirar y moverse semidormida. Sin embargo, Wulfgar no pudo soportar la proximidad de ella. Sus manos se movieron y pronto sus caricias se hicieron más audaces. La atrajo hasta que quedó debajo de él, acostada de espaldas. Sus labios se unieron y la besaron, suavemente al principio, apasionadamente después, hasta que ella quedó débil, sin aliento, sometida a la voluntad de él.

—No, no, por favor —susurró ella, pero él no hizo caso de sus palabras y ella supo que nuevamente había perdido su batalla. Él la tomó y ella sollozó mientras su cuerpo respondía con voluntad propia. Nuevamente debajo de él, el torrente creció hasta que oscureció a todo lo demás y después pareció levantarla en sus olas y arrojarla rápidamente hacia su perdición.

Cuando la pasión amainó, ella quedó exhausta en brazos de él y extrañamente no sintió sollozos ni lágrimas. Se preguntó intrigada por la extraña satisfacción que parecía llenarla ahora y por los tiernos modales de él para con ella. Le había hecho regalos después de jurar que no era su costumbre. Había dicho que no peleaba por mujeres, y, sin embargo, lo hizo por ella. De modo que era evidente que él poda cambiar de opinión y que podría cambiar nuevamente.

Los días siguientes pasaron rápidamente mientras Wulfgar atendía a sus obligaciones y era llamado a menudo al castillo para ocuparse de los detalles de su propiedad. Cuando estaban juntos en público, Wulfgar y Aislinn parecían dos enamorados; había un demorarse cuando se tocaban y sus miradas resplandecían de ternura cuando se encontraban. Pero cuando estaban solos en su habitación, Aislinn se volvía fría y remota y parecía temer al más ligero contacto de Wulfgar. Su resistencia empezaba a cansarlo. Cada vez, debía empezar de nuevo y atacar la fortaleza de ella con paciencia y vigor, aunque después de terminado el juego, ella, que antes se había mantenido retraída, ahora se le acercaba y gozaba del consuelo de estar entre sus brazos.

Hacía tres días que había llegado una carta de Guillermo liberando a Wulfgar de sus obligaciones en la corte y ordenándole que regresara a Darkenwald y se ocupara de las tareas que allí requerían su presencia. Ese día él se vio absorbido por una cantidad de asuntos que atender y regresó tarde. Aislinn comió sola y después lo esperó en la habitación con una fuente de carne calentándose frente al hogar y una jarra de ale enfriándose en el alféizar de la ventana. En su última noche en Londres, se acercaron los dos a la ventana y contemplaron la ciudad, hasta que la luna estuvo sobre sus cabezas, mientras entre ellos había una quietud, una serenidad y contento que no habían experimentado antes. Aislinn se apoyó en Wulfgar y él permaneció detrás de ella rodeándola con los brazos. Ella disfrutó de esos momentos como nunca lo había

A la mañana siguiente hubo prisa. Los últimos objetos fueron empacados en envoltorios y llevados abajo. Aislinn se vistió y se envolvió en la abrigada capa forrada de pieles que tanto apreciaba y bajó al salón, donde desayunó rápidamente antes de ir a los establos. Su pequeña yegua roana estaba atada a la parte posterior del carro, sin silla ni brida. Ella se volvió intrigada y encontró a Gowain, quien la observaba de cerca.

—Señor caballero, ¿yo voy a viajar en el carro?

—No, milady. Vuestra montura está más allá.

El joven levantó una mano y señaló. Hubo una extraña sonrisa en sus labios pero no dijo nada más sino que se volvió y se alejó. Aislinn lo miró sorprendida y fue hacia donde él le había indicado con su ademán. Allí, en el establo, estaba la hermosa yegua de pelaje rucio moteado. Sobre el lomo estaba su silla para montar de lado y adelante una abrigada manta para que se cubriera las piernas durante el viaje. Aislinn pasó una mano por el flanco del animal y admiró su suave color gris azulado. Súbitamente sintió una presencia a sus espaldas, se volvió y encontró a Wulfgar, quien la miraba con una sonrisa divertida. Ella abrió la boca, pero fue él quien habló.

—Es tuya —dijo Wulfgar bruscamente, y se encogió de hombros—, Te debía una yegua.

Dio media vuelta, llevó a su caballo afuera y montó. Aislinn sintió nuevamente una calidez dentro de su pecho y nuevamente recordó que él había dicho que nunca gastaba mucho en sus mujeres. Feliz, llevó su yegua afuera y miró a su alrededor, pues no había nadie que la ayudase a montar. Sir Gowain vio la situación, saltó aparatosamente de su caballo, le tendió una mano y la instaló cuidadosamente sobre la silla, después de lo cual la arropó abrigadamente con la manta. Enseguida, el joven volvió a montar y el grupo se puso en movimiento.

Aislinn no recibió ni una palabra ni un gesto de Wulfgar, de modo que buscó en la caravana un lugar a unos pasos detrás de él. Se abrieron camino cuidadosamente por las calles de Londres, seguidos del rechinante carro detrás de los caballeros y los arqueros cerrando la marcha. Cruzaron el puente y por el camino que atravesaba Southwark salieron a campo abierto. Allí, Wulfgar miró una y otra vez hacia atrás, como para asegurarse de que todo iba bien a sus espaldas. Por fin levantó las riendas de su caballo y aguardó hasta que Aislinn estuvo a su lado. Enseguida continuaron la marcha y ella sonrió, porque ahora ocupaba el lugar de una esposa al lado de su señor.

Empezó a hacer frío y esa noche hicieron un campamento con tiendas, una para Wulfgar y Aislinn, otra para los caballeros y una tercera para el resto de los hombres. Hlynn debió acomodarse en el espacio que pudo encontrar en el carro, que quedó cerca de la tienda de Wulfgar. Fue encendido un gran fuego, y después de una comida caliente, se retiraron a las tiendas para protegerse del aire helado de la noche. Todo quedó en silencio y Aislinn podía ver la luz vacilante de las llamas a través de las paredes de la tienda. Grandes y abrigadas mantas los cubrían y pronto ella sintió que Wulfgar se le ponía más cerca y que su mano a empezaba a explorar. Llegó un ruido desde el carro donde Hlynn estaba preparando su jergón y Wulfgar pareció irritarse. Pero pasaron unos momentos y nuevamente Aislinn sintió que él la tocaba y nuevamente, como a propósito, llegó un ruido desde el carro. El se apartó. Ella lo oyó maldecir en voz baja y después su voz se convirtió en un airado susurro.

—Esa da tantos golpes como un toro en un corral de apareamiento.

Nuevamente se le acercó y nuevamente lo intentó, y nuevamente Hlynn hizo ruidos en el carro. Wulfgar gruñó una maldición, se puso de lado y levantó la piel hasta su mentón. Aislinn rió por lo bajo del fastidio de él y supo que por esa noche estaría segura. Poco después, se acurrucó contra la espalda de él para calentarse.

El día siguiente amaneció frío y radiante y los caballos despedían al respirar nubecillas de vapor que se condensaban en las bridas y se congelaban. Nuevamente se pusieron en camino y Aislinn se sintió muy dichosa, porque sabía que esa noche la pasarían en su hogar, en Darkenwald.