Caso 9
El caso de los ladrones de joyas

El autobús que diariamente efectuaba dos viajes a Lindeville sólo hacía dos paradas en el tramo recto hacia el este de Benton. La primera era en las orillas del propio Lindeville, justo en el punto donde dos lotes de autos usados franqueaban la carretera, y en el cual se anunciaba la proximidad de Lindeville mediante enormes anuncios en los que se prometían limpios negocios sin necesidad de enganche. La segunda parada era unos cinco minutos más adelante, en un área rural escasamente poblada situada en el punto intermedio entre las dos poblaciones. Durante años la compañía de autobuses había tratado de establecer varias paradas más, argumentando que la autopista se hallaba demasiado desolada, demasiado expuesta a los gélidos vientos en el invierno y al abrumador calor en el verano. Sin embargo, el departamento de caminos estaba resuelto a rechazar las peticiones. Más paradas propiciarían congestionamientos de tráfico, argumentaban los funcionarios, además de que con ello se podría sentar precedente. Si se procedía a hacerlo con el tramo de Lindeville a Benton, también tendría que hacerse lo correspondiente para las otras tres direcciones.

De modo que noche a noche, el orgullo de la flotilla de la Lindeville Tour, Transport & Travel —en un tiempo flamante vehículo de la Grey-hound Dreamliner— llegaba retumbando frente a los dos lotes de autos, donde se detenía en medio de una estruendosa sinfonía de frenos de aire y emanaciones de diesel a fin de descargar algunos pasajeros desganados, para luego continuar hacia lo que los habitantes del lugar designaban como la “parada de ninguna parte”, y después conducir el resto de su pasaje a Benton y puntos situados más allá.

El viejo autobús realizaba la primera de estas dos paradas en el momento en que Steve Fleck, del Departamento de Policía de Lindeville, lo bordeaba para luego acelerar por la autopista hacia las afueras del poblado. Se sentía sofocado e incómodo a bordo de la patrulla; la calefacción sólo funcionaba bien en el punto más alto y tenía ya dos horas de estar manejando. Esa tarde, alrededor de las cuatro, justo antes de lo que se consideraba la hora de mayor afluencia de Lindeville, cuatro asaltantes armados habían dado un golpe relámpago a Zonka Jewelry, Ltd. Con mucho profesionalismo, o al menos con mucha experiencia, habían vaciado la caja registradora, los mostradores de exhibición e incluso la pequeña caja fuerte donde Zonka guardaba los salarios reservados para Navidad. Steve se hallaba a bordo de la patrulla cuando la alarma de robo sonó en la estación, pero aun cuando él se había dirigido a la joyería Zonka con las luces rojas y la sirena encendidas —las cuales aborrecía en serio— los ladrones ya habían desaparecido para cuando él llegó ahí.

El golpe había sido planeado con todo cuidado, y a Steve le parecía casi como si lo hubiesen ensayado, pues, según declaró un testigo, los ladrones entraron y salieron en unos cuantos minutos, con un hombre apostado en la puerta, un segundo y un tercero reuniendo el botín y el cuarto de ellos esperando afuera al volante de un auto. La sincronización había sido precisa en todos sentidos. Generalmente, a esa hora del día había un descenso en la afluencia de clientes que acuden a la tienda, además de que el inventario de la joyería Zonka se hallaba en su punto máximo al faltar escasamente una semana para la Navidad. El auto en que huyeron los ladrones se había internado en las calles céntricas de Lindeville justo antes de que tráfico empezase a crecer.

De hecho sólo había dos detalles de los que Steve Fleck podía sentirse seguro. Uno de ellos era que contaba con una buena descripción del automóvil de los asaltantes: un Honda LX azul, un tanto sucio de las carreteras de invierno, con una abolladura muy evidente en el lado derecho de la defensa trasera. En realidad, esa parte inquietaba a Steve. Los tipos eran tan profesionales y, sin embargo, casi parecía como si ellos quisiesen que el auto fuese claramente recordado.

El otro detalle valioso, de eso estaba seguro Steve, era que los ladrones aún se encontraban en algún punto de Lindeville. Eso era innegable. Y si bien es cierto que ellos habían actuado con mucha rapidez, Steve y sus colegas no se habían dormido en sus laureles. Sólo había cuatro carreteras que llevaban fuera del poblado y éstas habían sido bloqueadas de inmediato. Pero ahora habían quitado los bloqueos en las carreteras a fin de incitar a los asaltantes a que saliesen de su escondite.

La policía de Lindeville vigilaba cuidadosamente cada uno de los caminos, pero hasta ahora no había evidencias de que el auto usado en la huida hubiese salido del poblado, y empezó a abrigarse el insistente temor de que tal vez los autores del robo, después de todo, ya hubiesen abandonado el lugar.

Steve había dejado muy atrás al orgullo de la flotilla de Lindeville Tour, Transporte & Travel, y fue en ese momento que detectó a un pasajero aguardando en la parada a un lado de la carretera un minuto más o menos antes de que el autobús llegase ahí. Movido un tanto por impulso y otro tanto de manera deliberada, se orilló justo ante el destartalado cobertizo de la parada de autobús.

—Voy en dirección a Benton —dijo él—. Precisamente a las afueras. Aquí adentro hace mucho calor, pero al menos no tendrá que respirar el humo diesel si viaja conmigo.

La persona que ahí aguardaba le dirigió una cálida sonrisa. Se trataba de una mujer joven.

—¡Oh, gracias! ¡Me estaba congelando! Me da miedo pedir aventones. De cualquier manera sólo han pasado un par de autos en dirección a Benton. —Se subió a la patrulla y de inmediato empezó a quitarse la bufanda que tenía fuertemente ajustada sobre su cabeza.

Steve se mostraba muy indiferente.

—… Este… ¿de casualidad no se fijó cómo eran esos autos? Quiero decir… mmm… ¿eran nuevos o viejos? —En ese momento escuchó venir el autobús y vio por el espejo retrovisor para asegurarse de que estuviese haciendo la parada ahí, antes de entrar de nuevo a la carretera.

—No —le dijo dirigiéndole de nuevo una sonrisa cálida—. En realidad no sé mucho acerca de autos. Uno de ellos era un auto japonés, por cierto, de color azul. Esos son más fáciles de identificar, ¿no lo cree así? —Procedió entonces a doblar la bufanda sobre su regazo—. A propósito, éste tenía una de las defensas abollada. Fue por eso que me fijé.

En ese momento Steve desaceleró y se orilló al borde de la carretera. El autobús pasó por donde estaban, ganando velocidad por la carretera y dejando tras de sí una serie de estruendos y humos nocivos.

—¿Qué sucede? ¿Qué está usted haciendo? —Dijo atemorizada la joven mujer—. ¿Por qué se detiene? ¿Se trata de un truco? ¡Me está haciendo perder el autobús! —Agregó a punto de llorar.

—Mire, señorita, sólo vamos a permanecer aquí un minuto —le dijo Steve—, observando la carretera hasta que usted me diga quién es y dónde ha estado el día de hoy.

¿Por qué Steve Fleck cambió de opinión en cuanto a llevar a su pasajera en dirección a Benton?[9]