Caso 22
Asesinato en el Motel Bide-a-Wee

A juicio de la detective de la Primera Clase, Dolores Dexel, el hombre muerto que yacía en el piso frente a ella difícilmente era un caso representativo de la forma como se suponía debería lucir un narcotraficante en grande. En él no había nada ostentoso, ninguna evidencia de dinero a manos llenas, nada que dijese que se trataba de un “personaje de mundo”. Por el contrario, todo en él oscilaba de mediano a punto menos que mediano.

Empezando por sus pantalones de color marrón. Nada en este caso que se aproximase a la textura de la seda italiana; simplemente se trataba de ropa de lo más convencional. Lo mismo podía decirse de su saco de tweed, de esos que se fabricaban para durar 10 años, transcurridos los cuales se les agregan parches de piel a fin de adornar los codos. Aunque Dolores no alcanzaba a ver la camisa o la corbata, ella está segura de que serían de calidad similar. Sin embargo, desde donde la detective se encontraba, podía observar que a sus robustos zapatos oxford recientemente le habían cambiado la suela. Los tacones eran nuevos también; en el centro de cada uno podía distinguir dentro de un semicírculo el logo de CAT’S PAW. Incluso la sortija matrimonial del hombre lo identificaba como un “ciudadano digno de confianza, ordinario y estable”. Sus dedos estaban doblados en torno al extremo de una Biblia abierta —el último toque, pensó Dolores— y el anillo reflejaba la luz de una lámpara barata que se encontraba al lado de la cama. El anillo era de oro, ni muy ancho ni muy angosto, sin adornos o piedras preciosas, o algún diseño grabado. Simplemente plano, sólido.

Sin embargo, lo más inusual de todo esto era la forma en que el tipo había muerto. Ningún asesinato resultaba jamás un hecho común y corriente, pero éste se ubicaba dentro de los inhabituales. Se trataba de una ejecución. El cuerpo presentaba una herida de bala, de pequeño calibre, en la parte posterior de la cabeza, perpetrada a quemarropa; otra en la parte media de la espalda y una más en la base de la columna vertebral. Eran el tipo de disparos que podían garantizar una muerte segura; Dolores lo sabía. Era innegable que habían “despachado a la víctima”. El tiro letal había sido en la frente, también a quemarropa, y al corazón. Al menos eso era lo que creía Dolores por toda la sangre que había ahí regada. Pero se suponía que ella no debería voltear el cuerpo sino hasta que llegaran los hombres del forense. Ella también necesitaba que se tomaran las fotografías.

Eso le hizo recordar: ¿por qué se estaba demorando tanto en llegar el fotógrafo? ¿Y la linterna que ella había solicitado? Especialmente la linterna. La miserable y reducida habitación del Motel tenía una sola lámpara a un lado de la cama a fin de complementar la tenue iluminación que se esforzaba en llegar hasta el piso desde la instalación del techo, y ella necesitaba ver con mayor claridad.

—Acaban de llamar los del forense. Dicen que ya vienen en camino.

Dolores levantó la vista para ver a su compañero, Paul Provoto, que ahora se hallaba en el umbral de la puerta. El traqueteo de la máquina de Coca que había al fondo del pasillo era tan intenso que ella no lo había oído aproximarse.

—Las luces vendrán con el fotógrafo —prosiguió Paul—. Y tengo a un policía acompañando a la recepcionista del turno de la noche que hizo la llamada. Tal vez ya puedas hablar con ella ahora. Ya no está tan alterada.

Él aventuró un paso al interior de la habitación, pero luego lo pensó mejor.

—Diablos, este tipo se desangró, ¿o qué fue lo que pasó?

Paul tenía razón. Ése fue uno de los detalles que primero observó Dolores. La sangre no estaba esparcida por doquier como ella ya lo había visto antes con frecuencia (con demasiada frecuencia “apenas seis meses en homicidios y ya quería salir de ahí”). ¡Más bien, la sangre había fluido, se había derramado! Había corrido siguiendo el contorno del cuerpo sobre el piso beige de baldosa, hasta llegar a los ásperos zapatos, y también en la otra dirección, a lo largo de ambos brazos extendidos. Se hallaba, asimismo, en el cabello de la víctima (corto y adelgazándose en grado extremo. ¡Y marrón! Dolores se había percatado de eso al entrar al cuarto.) El fluido de sangre había incluso avanzado en torno a la Biblia abierta, como si estuviese buscando su propio camino, sin apresuramientos, sin interrupciones, enmarcando impecablemente el libro de modo que el texto a dos columnas lucía aún más denso de arriba hacia abajo. Únicamente la mano de la víctima, apoyada sobre la página opuesta, se hallaba libre de la roja sustancia que aún seguía emanando del cuerpo.

Dolores alzó la vista en dirección de Paul.

—Voy a hablar con la encargada —dijo ella. Tenía que salir de la habitación, pues se estaba sofocando—. Hablaremos en el lobby. Llámame si el fotógrafo llega por la puerta de atrás.

Avanzó cuidadosamente alrededor del cuerpo, pasó por donde estaba su compañero y luego siguió hacia el fondo del pasillo donde estaba aguardando la encargada del turno de la noche. A través del sucio tragaluz pudo ver algunos tenues rayos grisáceos. No tardará en amanecer, pensó ella. Otra noche sin dormir.

La recepcionista del turno de la noche tampoco había dormido, ciertamente desde que hizo la llamada una hora atrás. Durante casi todo el tiempo que Dolores y Paul habían estado en el Motel Bide-a-Wee, la joven mujer había estado, en varias ocasiones, a punto de caer en un ataque de histeria.

Cuando Dolores llegó al lobby, la mujer se encontraba en una de sus facetas de relativa calma. Se ocupaba de traer una acanaladura que había en la cubierta de una mesa lateral, con una uña increíblemente larga y evidentemente falsa que ostentaba en su pulgar.

En ese momento se levantó el oficial que ocupaba la única otra silla. Dos sillas, la maltrecha mesa lateral, algunas revistas atrasadas y otra lámpara de mesa barata conformaban el “área de recepción”. No había mostrador, sólo una ventanilla deslizable de Plexiglás grueso, a través de la cual la encargada del turno podía aceptar efectivo por anticipado. Nadie usaba tarjetas de crédito en el Motel Bide-a-Wee.

Dolores se sentó cuidadosamente, pues no era su intención presionar a la encargada. De cualquier forma, la silla no parecía estar a la altura de una prueba rigurosa de resistencia.

—Señorita… —Por unos segundos se le olvidó el nombre—. Ah, sí… Señorita Duvet, —empezó la detective—. ¿Podría decirme dónde se encontraba cuando escuchó los disparos?

La pregunta estuvo a punto de convertirse en un grave error, pues la recepcionista del turno de la noche rompió a llorar y las lágrimas empezaron a correrle por un ya bien transitado canal que se le había formado en el maquillaje.

—¡Yo no escuché ningún disparo! ¡Ya se lo dije! Fui por una Coca y entonces lo vi… el cuer… —En ese momento las lágrimas empezaron a fluir con mayor rapidez.

—Sí, sí. En efecto. Lo siento. —Dolores puso su mano sobre el brazo de la joven—. Por supuesto que lo hizo. Fue mi error. Lo siento.

El tono tranquilizante surtió su efecto y las lágrimas de la señorita Duvet se redujeron a meros resuellos. Dolores, por su parte, decidió cambiar de táctica, a fin de ver si la relación de los sucesos que había proporcionado la mujer no había cambiado desde que tuvieron su primera entrevista.

Repasemos una vez más todo lo que sucedió. —Dijo ella, tratando ahora de usar un método más suave—. Usted se dirigió al fondo del pasillo por una Coca, y ¿luego, qué?

La señorita Duvet tomó un hondo respiro. Parecía como si ahora sí se fuese a mostrar más coherente.

—Entonces fue que lo vi. La puerta estaba… medio abierta. Me refiero a que…¿quién iba a atreverse a dejar abierta la puerta en una pocilga como ésta? Y la luz se encontraba encendida, también. Así que, de alguna forma vi hacia el interior. Y, ¡en efecto! ¡Ahí estaba!

—¿Y usted entró a la habitación? —Dolores se arriesgó a hacerle esa pregunta.

—¡Para nada! Quiero decir… ¡Diablos! ¿Usted lo hubiera hecho? ¿Con ese tipo ahí muerto? Bueno, eso fue lo que pensé. Al ver toda esa sangre, creí que él tenía que estar muerto, ¿no es así? Regresé aquí y llamé al 911. Me refiero a que… suponga que usted hubiese estado en mi lugar. ¿Qué habría hecho?

—¿A qué horas sucedió eso? —le preguntó Dolores.

—¡No lo sé! —De nuevo la señorita Duvet empezaba a perder la calma—. ¡Yo no llevo un registro del tiempo! ¡Esto no es un juego de jockey! De cualquier forma, ¡ellos ni siquiera tienen un miserable reloj aquí!

Dolores se dio cuenta de que la señorita Duvet tampoco llevaba puesto un reloj.

—Y luego… —ella decidió proseguir con las preguntas—. ¿Y luego usted regresó al cuarto?

—¿Acaso está usted loca? ¡De ninguna forma iba yo a regresar ahí! Mire, yo ya tengo aquí fotos de eso. —¡Véalas!

La chica levantó el rostro y cerró ambos ojos con énfasis. Bajo la tenue iluminación, Dolores no había podido darse cuenta sino hasta ese momento que las pestañas de la señorita Duvet eran casi tan largas como sus uñas.

—Tengo aquí un par de fotografías. A todo color. ¿Quiere una foto?

—Esto debe haber sido terrible para usted. —Dolores se había dado cuenta de que definitivamente el trato solidario iba a brindarle mejores resultados.

—Vaya que sí. ¡Algo de lo más desquiciante! Me refiero a que… cómo este tipo. Un caballero de lo más decente y serio. —¿Qué podía estar haciendo aquí un tipo así de formal? Incluso hasta tenía sus Escrituras ahí.

—¿Sus escrituras? —Dolores creyó haberle entendido, pero de todos modos quería estar segura.

—Sí, sus Escrituras. Sus Sagradas Escrituras. Usted sabe, La Biblia. Él la está sosteniendo por unos de sus lados: “El Evangelio según San Mateo”. Como que he tomado una foto de ello. Tú trabajas en un antro como éste, y entonces aprendes a leer de cabeza. Me refiero a que… es un tanto divertido observar la forma en que inventan direcciones para anotarlas en la tarjeta de registro. De cualquier forma, yo vi sus Escrituras, quiero decir su Biblia. Las tenía abiertas. En San Mateo, ¿no es así? Y el tipo se estaba quedando calvo. De eso también pude darme cuenta. Me refiero a que tomé una foto de él. ¿Qué más quiere usted saber?

Dolores urgó en su bolso, supuestamente en busca de un pañuelo desechable pero en realidad lo que hizo fue asegurarse de que su grabadora todavía estuviese funcionando. Estaba por preguntarle a la señorita Duvet cuándo es que había empezado a trabajar en ese lugar, pero Paul llegó en ese momento.

—Acaba de llegar el fotógrafo —dijo señalando hacia la puerta. Y los chicos de la iluminación ya se están estacionando.

Dolores se puso de pie.

—Dile al fotógrafo que espere —le indicó ella—. Quiero unas tomas especiales desde la entrada. También otras desde los pies hacia arriba. —Hizo una pausa y enseguida agregó—: Y Paul… ven aquí afuera un instante.

Paul cruzó la puerta en dirección al estacionamiento.

Dolores había sacado su agenda.

—Quiero que llames a algunos equipos de refuerzos. ¡En este preciso momento! Tantos como pueda proporcionarnos el capitán para efectuar una búsqueda en el vecindario. Y haz que los uniformados tiendan un círculo alrededor de este lugar. Tal vez sea demasiado tarde, pero no quiero que nadie salga de aquí. A menos que Doña Glamorosa nos haya estado mintiendo, alguien estuvo en el cuarto entre la hora en que ella vio el cuerpo y la hora en que nosotros lo vimos.

¿Qué llevó a Dolores Dexel a pensar eso?[22]