Caso 15
Podría ser el descubrimiento más grande desde Tutankhamen

—¿Dónde?

Thomas Arthur Jones había tratado de no gritar a través del teléfono, pero la conversación que hasta ahora había ocupado la mitad de su atención de pronto le atrajo por completo.

Había estado profundamente concentrado en la lectura de las pruebas finales de un ensayo acerca de los esqueletos Olduvai Gorge. (Jones sentía que los Leakey habían interpretado erróneamente la importancia de estos esqueletos; se trataba de su tercera contribución para el debate, el cual él mismo había iniciado a través de su presentación seis años atrás en la reunión anual de la Sociedad de Eruditos.)

—¿Dónde? —volvió a repetir—. ¡Dígalo de nuevo!

El grado de interés que ahora se percibía en su voz no tenía nada que ver con el vago “Jones” con el cual había contestado al principio. Ésa era su fórmula común: cortés pero fría, un tipo de respuesta que él había perfeccionado a lo largo de los últimos dos años como profesor de la Cátedra de Arqueología en el Smithsonian. Al imprimir a su voz un tono de preocupación él podía filtrar y descartar las llamadas que no quería recibir, que prácticamente eran todas.

Esta llamada en particular se había iniciado de manera distinta, ya que al escuchar el “Jones”, la persona al otro lado de la línea había respondido con voz segura: —¿Tom Jones? ¿T. A. Jones?

Hubo una pausa escalofriante antes de que Jones respondiera:

—Habla el doctor Jones, en efecto. Thomas Arthur Jones.

De inmediato la voz cambió de segura a suplicante: —Doctor Jones. Por supuesto. Doctor Thomas Jones, vaya… vaya… “El impacto de la oregenia andina en la distribución de los fósiles durante la era oligocena”. Ese doctor Jones, ¿no es así?

El hecho de que le hubiesen mencionado uno de sus primeros ensayos había contribuido a que el eminente doctor Jones se mantuviera en la línea; sin embargo, el contenido de la llamada inmediatamente volvió a revertir la cuestión, pues Jones estaba convencido de que lo estaban haciendo víctima de una broma, y Thomas Arthur Jones tenía muy poco tiempo para eso.

La voz se identificó como Jimmy Strachan, editor asociado de una de las revistas de difusión más grandes del país y, en seguida, procedió a informarle que un excursionista, en realidad un escalador de rocas, había acudido ante él para referirle el descubrimiento que había hecho de una tribu de la Edad de Piedra, o lo que parecía ser una tribu de la Edad de Piedra. Para Jones, ésa fue la clave de todo: en ese momento se dio cuenta de que definitivamente se trataba de una broma. Pero cuando Strachan le dijo el lugar en el que se había hecho el descubrimiento, el profesor Jones gritó a través de la bocina.

—¿Dónde?

—En Staten Island —Strachan se arriesgó a recibir una respuesta grosera al repetirle el nombre en sílabas: Stat-en-Is-land.

—No soy ningún papanatas, señor Strachan. Ni tampoco estoy sordo. —Dijo Jones empleando un tono de lo más enfático—: Estamos hablando de Isla de los Estados, ¿no es así? No creo que usted tuviera la osadía de pretender que en el puerto de Nueva York…

—Doctor Jones, por favor. —Ahora tocaba el turno a Jimmy Strachan para ponerse por encima de su interlocutor. Que él se hubiese agenciado un punto o dos a su favor era evidente por el tono áspero pero peligroso de Jones.

—Está bien. Pero usted deberá entender que como una institución subsidiada por el gobierno recibimos llamadas de todo tipo de personas y simplemente yo no… bueno… estoy seguro de que usted entiende.

—Nosotros también las recibimos, doctor Jones. —El tono de Strachan ya había bajado al nivel de “ahora-ya-tenemos-algo-en común”—. Y así es exactamente como traté al principio la propuesta del hombre. De hecho yo mismo me sentí en la Edad de Piedra, ¡usted sabe! ¡Pero hubiera visto sus fotografías! Eso fue lo que me impidió decirle que se largara. Usted comprende, yo no sé mucho acerca de la Edad de Piedra. De hecho, el único punto de referencia real que yo tengo es esa película, titulada, ¿“La Guerra del Fuego”?

Thomas Arthur Jones simplemente refunfuñó.

—De cualquier manera, estoy seguro de que sus fotos lo convencerán. —Strachan hablaba ahora con más seguridad y desenvolvimiento. Sabía que ya había logrado captar el interés de Jones—. Este tipo sabe de arqueología, pero sólo a nivel de aficionado; sin embargo, lo que quiere es dinero. Lo siento, creo que me estoy adelantando un poco. El tipo, por ahora su nombre no importa, es un inglés. Él ha estado viajando a las Islas Malvinas desde que fue la guerra ahí. Tiene que ver algo con la labor de compensación en favor de los criadores de ovejas debido a los estragos de la batalla. De cualquier forma, él es un escalador de rocas, y mientras estaba ahí en uno de sus viajes, de pronto se topó con la Tierra del Fuego.

—Vaya encuentro —intervino Jones—. Eso debe quedar a unos 800 kilómetros de distancia.

—Ah, sí… en efecto —Strachan fue tomado un poco fuera de balance—. Este… entiendo que Tierra del Fuego se considera un verdadero reto para cualquier alpinista. Lo cierto es que, para abreviar la historia, él se dirigió a Staten Island… es decir… a la Isla de los Es-ta…

—Los Estados —completó Jones el nombre—. Es casi un punto en la intersección del paralelo 45 y los 65 grados.

Hubo una pausa. Ahora la ventaja era para Jones.

—De acuerdo. Está bien. De cualquier manera, se trata de la isla donde él descubrió la tribu de la Edad de Piedra, quiero decir… la supuesta tribu. —Su voz volvió a recuperar el aplomo—. ¡Pero tiene usted que ver esas fotos! Lo cierto es que él quiere $100 000 por la exclusiva.

Por unos instantes, Thomas Arthur Jones pensó en los 1500 dólares que habían acompañado al Premio Arthur Evans al cual se había hecho acreedor el año pasado.

—… y lo que nos gustaría que usted hiciese, ¡Tom, doctor Jones!, es que se encargara de verificarnos ese descubrimiento antes de que nos gastemos esa plata. —Hubo una ligera pausa antes de que él reanudara su exposición aunque esta vez con mucho menos aplomo en su voz—. Bueno… este… primero necesitaremos saber a cuánto ascienden sus honorarios, doctor Jones. Naturalmente, los gastos corren por cuenta nuestra.

Thomas Jones se quedó viendo su ensayo sobre los Leakey. Sólo había estado en Sudamérica una vez. Y el mes que había pasado en las Cataratas de Iguazú finalmente resultó infructuoso debido a la disputa que tuvo lugar entre paraguayos y argentinos con relación al proyecto. Esta isla se encontraba a unos tres mil doscientos kilómetros de ese sitio, lo que sería de tres a cuatro días de viaje, tan sólo de ida. Y luego una semana de estancia en el lugar. Finalmente, ¡las publicaciones! La pregunta era… ¿Cuánto podría pagar una revista de difusión por concepto de honorarios?

Strachan se aventuró a decir lo siguiente de manera tentativa: —Nos hemos dirigido a usted, doctor Jones, porque… bueno… usted es el verdadero experto en todo lo referente al pospleistoceno, ¿no es así?

Ya sea que haya sido su intención o no, el editor asociado Strachan había tocado una fibra sumamente sensible en el ánimo del científico. Había dicho algo que Thomas Arthur, con todos sus grados académicos y reconocimientos, no podía pasar por alto. Y con esto bajó su tarifa a la mitad.

—Debo confesarle, señor Strachan, que esto me parece de lo más intrigante. Supongo que sí puedo hacerlo. Ahora bien, mis honorarios en realidad son una cuestión meramente incidental. Aceptaría una tarifa de… digamos, ¿300 dólares diarios? Pero deberá comprender que sólo viajo en primera clase. —Ése fue un detalle de último minuto del cual se felicitó Jones por haberlo negociado—. Supongo que tendré que pasar por Río de Janeiro y Buenos Aires.

El beneplácito que percibió en la voz de su interlocutor le dijo a Jones que bien podría haber solicitado una tarifa mucho más alta.

—Excelente, doctor Jones. Haré que uno de mis hombres en Washington acuda hoy a verlo, si no tiene usted inconveniente, y también le enviaré las fotografías por mensajería. Mañana mismo las tendrá en su poder.

La conversación concluyó unos minutos más tarde con una serie de ocurrencias y expresiones de mutuo respeto. Justo a tiempo, también, pues Jones tenía una junta al fondo del pasillo. Se dirigió ahí caminando tan rápido como pudo —Thomas Arthur Jones jamás corría— pensando en lo oportuna que había sido esa llamada. La junta era un asunto de rutina del departamento con el fin de discutir los logros que estaba teniendo la facultad en la interminable búsqueda de premios y reconocimientos.— El hallazgo de la Isla de los Estados podría ser todo un suceso.

Sin embargo, a la mañana siguiente, Jones volvió a concentrarse en el ensayo sobre los esqueletos Olduvai Gorge olvidándose momentáneamente de la tribu de la Edad de Piedra… hasta que llegaron las fotografías. Se hallaba inclinado sobre su mesa de dibujo cuando llegó ante él la secretaria del departamento llevando consigo un paquete que no tardó en ocupar en su totalidad la superficie de trabajo.

—Magnífico, ¡excelente! —musitó Jones en el momento en que extraía las fotografías de la abertura a un costado del paquete. La mayoría de ellas eran acercamientos en blanco y negro.

Varias de las primeras tomas eran de los miembros de la tribu. Ciertamente, sí parecían de la Edad de Piedra: baja estatura, piel arrugada en los más viejos, sobre todo en la espalda y el estómago. Ése era un buen indicio. Como también lo eran los hombros caídos. A algunos de ellos les faltaban dientes. Uno de los más jóvenes tenía un brazo roto que no había sanado correctamente. Y la piel era muy oscura, casi del tono de los aborígenes australianos, pensó Jones. No sabía realmente qué pensar de todo eso. Muchos de ellos tenían esa mirada incierta, furtiva, de pequeños animales atrapados, que él había visto con tanta frecuencia en los rostros de los seres primitivos al toparse con algo, especialmente de tipo tecnológico, que estaba más allá de su comprensión o campo de referencia.

Las tomas del área en que habitaban se habían hecho con varios tipos de lentes. Habían utilizado un ojo de pescado para poder abarcar una caverna de boca muy amplia pero poco profunda al parecer —Jones giró la fotografía unos 45 grados— el costado norte de una montaña solitaria. En realidad se trataba de una colina. El foso del fuego ocupaba casi toda el área del piso en el arco de la boca de la caverna. En el exterior de ésta, el suelo lucía plano y libre de desperdicios. En dos fotografías subsecuentes, una toma más global de esta área dejaba ver a unos niños participando en un juego que se asemejaba mucho al fútbol soccer, sólo que no pudo distinguir ninguna pelota.

Las tomas del interior sugerían que el grupo llevaba mucho tiempo de vivir en ese lugar y que ahí planeaba permanecer. La comida colgaba de hondas sujetas a estalactitas, lejos del alcance de los perros y los niños. Ésta se encontraba en abundancia: carne puesta a secar, lo que al parecer eran cebollas, una especie de rutabaga, algunos otros vegetales (¿especias, medicamentos?), pero sobre todo era la carne la que prevalecía por encima de todo lo demás. Sin lugar a dudas eran cazadores de mucho éxito, lo cual quedaba confirmado por las pieles que vestían.

El piso lucía notoriamente limpio, y al parecer se había dividido el espacio en distintas áreas mediante diminutos muros a base de piedras lisas. Sin embargo, estos muros eran simbólicos, ya que ninguno de ellos rebasaba los 10 centímetros de altura. Uno de los detalles más interesantes era la presencia de un estanque, aparentemente alimentado por una corriente subterránea. Ésta se drenaba a través de una hendidura situada en la parte posterior de la caverna. Obviamente, el estanque había sido un motivo fundamental en la elección de la cueva.

El escalador de rocas había utilizado un flash de mucha potencia para estas tomas, ya que no quedó ningún acceso posterior por el cual pudiese penetrar la luz. En varias de las tomas el flash había hecho que se reflejasen brillantes objetos dispuesto en patrones geométricos; huesos, tal vez. Algo de consistencia dura que rebotara la luz.

Tal vez se trataba de algo que tenía significado religioso para ellos.

La última serie de fotos supuestamente abarcaba a toda la población. Tenían éstas una inverosímil similitud con las fotografías de los grupos escolares, esa clase de tomas de los alumnos del tercer grado donde una de las chicas en la fila del frente inevitablemente se olvida de juntar sus rodillas. O donde un chico en la fila de atrás descubre por primera vez en tres años que el edificio tiene un techo y entonces levanta la cabeza para realizar un examen científico detallado de éste justo en el momento en que el fotógrafo oprime el botón. Estas fotografías se tomaron afuera de la caverna, a la izquierda de la entrada. Detrás de los miembros de la tribu, nuevamente podía apreciarse que el suelo era plano y libre de desperdicios, tal y como lucía el área del frente, hasta donde podía alcanzar la cámara.

Una toma aérea confirmaba que esta condición seguía imperando en todo el resto de la caverna. Era obvio que la tribu había optado por la seguridad, más que protegerse de los elementos; ellos querían cubrir visualmente una buena distancia en cualquier dirección. Aun así, Jones reconocía que todo el terreno seguía teniendo esas características, de acuerdo con lo que había visto. Demasiado frío para un lugar de tan densa vegetación.

Thomas Arthur dejó escapar un suspiro. Indudablemente hubiera sido un viaje interesante. Volvió a examinar una vez más toda la serie de fotografías y en seguida se dirigió a su escritorio a localizar el teléfono de Jimmy Strachan. El caso era en verdad fascinante. Pero la ética de Jones no le hubiera permitido ir más allá sin decirle a su cliente potencial que muy probablemente no se trataba de una tribu de la Edad de Piedra; que, de hecho, lo más seguro es que se tratara de un fraude total.

“Oh, vamos”, pensó en el momento de tomar la bocina, “al menos tengo que presentar el ensayo de los Leakey en Edimburgo, y tal vez ahí me tope con un par de interesantes cervezas de malta”.

¿Cómo es que el doctor Jones puede estar tan seguro de que el escalador de rocas no ha descubierto una tribu de la Edad de Piedra?[15]