Caso 24
Un insólito visitante… ¿o dos?

Desde el momento en que abrieron la puerta de su oficina, Struan Ritchie supo que éste iba a ser el tranquilo receso para almorzar que siempre anticipaba con tanta vehemencia. Por un detalle: contrario a su costumbre, la señora Bain, persona excepcionalmente seria y de lo más propio, no había tocado primero la puerta y esperado los dos o tres discretos segundos; y por otro: aunque Struan no podría jurarlo, pues no recordaba haber escuchado antes algo similar, estaba casi seguro de haber oído cómo la señora Bain contenía una risilla antes de decir: —Capitán Ritchie, este caballero ha venido aquí durante los últimos tres días con el propósito de verlo. Todos los detectives… ji, ji, ji… ¡Ahí estaba de nuevo! Struan estaba seguro esta vez, la señora Bain había soltado una risilla ahogada. Todos los detectives piensan que usted puede encargarse de este caso.

Por el momento, Struan no alcanzaba a ver al caballero al que se refería la señora Bain, pero a través de la puerta abierta alcanzó a echar un vistazo a toda la sala de detectives. Cada uno de ellos estaba viendo, bueno, no sólo viendo… contemplando… prácticamente boquiabiertos, como si se tratara de una multitud ante un espectáculo fuera de serie; y todos ellos con una enorme sonrisa esbozada en su rostro.

Las expectativas de los detectives se centraban en la persona del hombrecillo que de pronto salió de detrás de la ancha señora Bain, como si se hubiese estado ocultando ahí.

—Estaré en mi escritorio, capitán Ritchie —dijo la señora Bain al tiempo que cerraba la puerta. En ese momento, Struan pudo escuchar una serie de fuertes risotadas en la sala de detectives, lo que hizo que se olvidara del visitante por un segundo, pero sólo por un segundo.

—De modo que usted es el capitán Struan Ritchie. El medievalista, ¿no es así? Nos complace tanto conocerlo. —Mientras hablaba, el hombre avanzó hacia adelante, con una forma de andar sumamente afectada, y se sentó en una de las sillas que se hallaba frente al escritorio de Struan. Sobre la otra colocó un anticuado portafolios de forma triangular.

Struan hizo lo posible por no quedársele viendo fijamente, aunque no tuvo mucho éxito en ello. Pese a los años que llevaba como policía, él era condescendiente por naturaleza. Nunca había llegado a desarrollar esa actitud suspicaz y al mismo tiempo desafiante, tan común en los policías que ya tienen un largo historial en la fuerza policiaca de la gran ciudad.

Pero su visitante invitaba a que lo vieran. De hecho incitaba a que lo hiciesen. A lo largo de los últimos años las sillas que se hallaban ante el escritorio de Struan habían sido ocupadas por artistas, hombres que maltratan a sus esposas, asesinos, carteristas, políticos, e incluso, la semana anterior, hasta un obispo. Sin embargo, el invitado de ese día no se parecía a ningún otro.

No sólo era la insólita complexión física del hombre; en apariencia tenía un torso normal, el cual descansaba sobre un par de piernas extremadamente cortas, de modo que al estar sentado en la robusta silla de madera, sus pies, de gran tamaño, no alcanzaban a tocar por completo el suelo. Tampoco eran sólo sus ropas, las cuales difícilmente podrían constituir un modelo en lo que a moda contemporánea se refiere; sin embargo, no era este hecho lo que las distinguía. Era el efecto combinado de un chaleco —que para nada hacía juego con el traje— el cual a su vez cubría un suéter cardigan que en absoluto guardaba afinidad con el resto de su atuendo.

Aún así, no era su apariencia lo que más llamaba la atención, sino la forma que tenía el hombrecillo de conducirse, concluyó Struan. Había en torno a él un aura de serenidad, del tipo de está-en-paz-con-el-mundo que uno puede imaginarse en las monjas enclaustradas (Struan había conocido a una o dos religiosas de ese tipo) o en las personas que han logrado graduarse con éxito después de un proceso prolongado de terapia (en realidad Struan no estaba seguro de si había conocido o no a algunas de estas últimas).

Cualquiera que haya sido la fuente de esa realidad, lo cierto es que el hombrecillo no tardó en instalarse por completo a sus anchas. En los breves instantes en que Struan se dedicó a examinarlo, al tiempo que trataba de ignorar las risas que se escuchaban en la sala de detectives, el visitante abrió su portafolios y sacó de él un libro que colocó sobre el escritorio. El libro parecía ser muy antiguo, y estaba escrito muy posiblemente en papel pergamino. Struan sintió un verdadero apremio ante la vista de esto. Él era un verdadero apasionado de todo lo medieval, pasatiempo que le servía para proteger su mente y alma de las brutalidades cotidianas inherentes al trabajo urbano de un policía, aunque si bien era algo que no podía compartir con casi ninguno de sus compañeros.

A continuación el hombre procedió con toda calma a hacer un espacio en el escritorio, sin duda con la intención de poner ahí más libros, pensó Struan, pero lo que sacó en realidad fue un pequeño mantel, de forma ovalada, bellamente tejido, seguido por dos finos platos de porcelana inglesa que combinaban a la perfección, y que colocó simétricamente sobre el mantel. ¡Ahora realmente Struan tenía la vista clavada en todo cuanto hacía el hombre!

—Realmente nos complace mucho el que usted pueda vernos. La voz sonaba tan apacible, tan amable. En ese momento Struan se dio cuenta de que durante todo el tiempo en que el hombre había procedido a montar el escenario, ninguno de los dos había dicho una sola palabra.

—Este… digo… no… no hay ningún problema. —Struan estaba balbuceando, lo cual jamás hacía. Su atención oscilaba entre el libro, que con tanta desesperación quería abrir, y el extraño hombrecillo, que ahora se ocupaba de colocar emparedados de coctel cuidadosamente recortados sobre los platos de porcelana inglesa, junto con esto fue lo que hizo balbucear a Struan, de eso estaba seguro— diminutas cebollitas de coctel, ¡cada una envuelta de manera individual!

—Esperamos que a usted le guste el atún. Estos dos tienen nuez picada —dijo tocando ligeramente uno de los platos con una mano perfectamente arreglada—. Estos otros tienen apio. De seguro a usted le gusta el atún, ¿o no? Aunque sea un poco.

—¡Por supuesto que le gusta!

Struan retrocedió al escuchar esta última voz, la cual se notaba tan enojada.

—No necesariamente. (De nuevo se hizo presente la serenidad.) No a toda la gente le gusta el atún. Hay personas a las que. —¡Claro que les gusta! ¡A todo el mundo le gusta! ¡Y estás de nuevo con eso!

Esta vez Struan se aventuró a echar un vistazo al interior del portafolios. Pese a su escepticismo, estaba buscando la fuente de donde podía provenir la segunda voz. Se movió ligeramente en su silla de modo que pudiese ver atrás de las dos sillas sin necesidad de hacer girar su cabeza.

Las dos voces continuaron: ¡El libro! ¡Dile acerca del libro! Sí. capitán Ritchie, el libro. Es muy hermoso, ¿verdad? “Un Libro de Horas”, nos dijeron. De mediados del siglo XV, nos dijo el agente. Libro de Horas.Eso es como un libro de oraciones, ¿no es así? Tiene oraciones para ocasiones especiales y para las distintas horas del día, ¿verdad? Qué pensamiento más bello. Las clases privilegiadas.

—¡Vamos, prosigue! ¿Es auténtico o falso? —¡Es por eso que hemos venido aquí!

Esto último hizo brincar a Struan. Pero entonces ya se encontraba totalmente confundido. El hombrecillo con las dos voces y el hermoso libro había permanecido durante todo este intercambio comiendo sus elegantes emparedados de atún (uno de nuez picada y otro de apio) sin alterar para nada su apacible comportamiento.

Con una mano Struan acarició la superficie de la portada del libro. Ciertamente parecía ser de piel de carnero, desgastada de las pastas, pero al igual que otras muchas piezas de la Europa medieval, magníficamente conservada. Lo abrió más o menos a la mitad, donde aparecía un hermoso despliegue. En una de las páginas, una de las ilustraciones mostraba unos querubines suspendidos sobre lo que parecían ser niños tomando un baño, rodeados de mujeres, posiblemente sirvientas. En la hoja opuesta, en rica ornamentación, en un fino trabajo de hoja y con un motivo en forma de flor en morado, azul, naranja y verde, aparecía una sola oración en latín: Munditia pietam similis esse. La M, en el estilo tan característico de la época, ocupaba un poco más de la hoja, ondulando a través y alrededor de la oración y finalmente circundándola con un filo de hoja de oro.

Siempre con la misma delicadeza, Struan pasó el dorso de la mano sobre las letras a fin de percibir las irregularidades del delicado trabajo realizado por el escriba. Se hallaba ya listo para extraviarse en su belleza, cuando de repente su ensueño se vio interrumpido por una fuerte risotada proveniente de la sala del exterior. Con cierta renuncia y, también, como reconocería más tarde, porque no sabía qué otra cosa hacer tomó una hoja de entrevista.

—Este… mire… lo siento, pero se trata de un procedimiento de rutina. Tengo… mmm… tengo que elaborar un registro. —Se dio cuenta de que aún seguía balbuceando.

—Naturalmente. —¡Apresúrese! Lo entiendo. ¡Hágalo ya! Struan se puso sus anteojos. Y aunque jamás los usaba para ver de cerca, constituía otra forma de ponerse en contacto con la realidad.

—Su apellido, por favor.

—Miles.

—¿Y su nombre?

—Miles.

—No, no. Su nombre de pila.

—Miles.

—Creo que tal vez… —Struan se quitó los anteojos y se enderezó la corbata.

—¡Miles Miles! ¡Dile! ¡Y no sólo eso! ¡Miles N. Miles! ¡Ningún segundo nombre como acostumbra todo el mundo! sólo N. Miles N. Miles. ¡Nuestro padre no quería un bebé! ¡Y nosotros fuimos una sorpresa! ¡Es su concepción de la venganza! ¡El libro! ¡POR FAVOR, QUIERES HABLAR DEL LIBRO!

Por primera vez, justo a la mitad de esta explosión, Miles N. Miles se quedó viendo directamente a Struan. Su expresión era por completo benigna, impasible. Ningún asomo de fastidio. El único detalle fuera de lo ordinario era una mancha de mayonesa que el hombre tenía en su barbilla.

—Pulcritud es casi igual a santidad, ¿no es así? —dijo Miles N. Miles—. Eso es lo que dice en latín en esa página, ¿o no? ¿Del Antiguo Testamento? La benigna sonrisa continuó en su rostro. —¡Por todos los santos! ¡Yo me encargaré de decírselo! De lo contrario, ¡vamos a estar aquí toda la vida! Mira, somos ricos, ¡vamos a comprar esto para el museo! Ahora bien, ¿es auténtico o no?

Por primera vez, Struan captó el verdadero motivo de la visita. También sintió que tenía un poco de control sobre la situación.

—Ah, ¡ya veo! —dijo, y luego hizo una pausa durante unos segundos—. Realmente quería tomarse su tiempo contemplando cada una de las páginas del libro, pero al mismo tiempo sabía que su ajetreado distrito no se lo permitiría.

—Mire, ¿por qué no?… quiero decir, ¿por qué no se dirige a la universidad para que le den una opinión? El periodo medieval es tan solo un pasatiempo para mí, pero ahí ellos tienen expertos. Por ejemplo, yo puedo decirle que en esta página, en la oración a la que usted se refiere, el latín… bueno, no es un latín muy bueno. Pero, entonces, en muchos monasterios era frecuente que los propios escribas no supieran mucho latín. Casi siempre se trataba simplemente de copiantes. Artistas también, algunos de ellos. Pero, verá, si usted fuera a la universidad…

¡No, a la universidad no! ¡Ellos son ambiciosos! ¡Quieren que se les paguen honorarios! ¡Se les olvida que son servidores públicos!

Señor Miles. En la universidad la gama de expertos es muy amplia y ahí podrá usted recibir un mejor asesoramiento. Mire… —Struan toma un hondo respiro; ésta era la parte que no quería decir—. Mire, es muy probable que este libro no pertenezca al periodo medieval. Generalmente se acepta que el periodo medieval concluye alrededor del año 1500, y estoy seguro que este libro fue elaborado mucho tiempo después que eso. Ahora bien, en la universidad tal vez haya alguien que pueda decirle con exactitud cuándo fue elaborado.

No hubo una reacción visible en Miles N. Miles. Únicamente silencio, el cual le pareció a Struan excesivamente prolongado, luego asintió suavemente con la cabeza, mientras empezaba a guardar sus platos en el portafolios. Quedaba uno de los emparedados… era de apio. Por segunda y última vez vio directamente a Struan.

—No le gusta el atún, ¿verdad? ¡Ja! ¡Lo sabía!

¿Cómo fue que Struan llegó a la conclusión de que el libro que le había llevado Miles N. Miles muy probablemente no era un “Libro de Horas” de la época medieval?[24]