Caso 12
Un lugar demasiado limpio para morir

Lo que le intrigaba a Bob Gibson, de hecho le molestaba, era la pulcritud que había en el interior del automóvil. Alguien, muy posiblemente la propia mujer que ahora yacía ahí muerta, había aspirado los tapetes con especial cuidado. No había ninguna mancha de polvo en todo el tablero, o a lo largo del eje de la dirección; incluso los cortos vástagos detrás de las perillas de la radio habían sido limpiados. La cubierta de piel sobre la caja de velocidades se hallaba impecable del polvo y la arena que siempre se acumula en los pliegues. Para eso debieron haber usado un trapo o una gamuza húmeda, pensó Bob. De modo que la limpieza no sólo había sido una labor casual, espontánea.

No era un auto nuevo. Desde donde él se encontraba apoyado, con ambos puños descansando sobre el asiento del conductor, Bob se estiró un poco más para observar de cerca. La iluminación no era del todo buena en el pequeño garaje, y el auto había sido metido en reversa de modo que la tenue luz de día invernal que entraba por la puerta abierta del garaje le daba directamente en la cara a través del parabrisas. Aun así, él logró distinguir la cifra: 47 583. No, para nada se trataba de un auto nuevo, aunque sí, en muy buenas condiciones.

Bob se estiró a través del asiento, y con la punta de su dedo índice activó el interruptor que había sobre el brazo de apoyo a fin de bajar un poco la ventanilla del lado del pasajero. Trató de ver si el joven policía que permanecía atento en la puerta había reparado en ello, pero no lo hizo. En caso de que se hubiese dado cuenta y opuesto a la acción, Bob habría expuesto sus argumentos. El hedor en el interior del auto era nauseabundo, y necesitaba atenuarlo permitiendo que entrase un poco de corriente de aire.

Era un olor con el cual ya antes se había topado. Aunque no con tanta frecuencia como para estar familiarizado con él. Tal vez una media docena de veces en los últimos 30 años, pero después de la primera vez éste jamás se olvida. Provenía de un cuerpo en las primeras etapas de su descomposición: algo entre dulce y fétido, verdaderamente repugnante.

El hedor también se impregnaba. La puerta del garaje había permanecido abierta durante varias horas, desde que el cuerpo había sido hallado, aproximadamente el mediodía. Pero todo el edificio aún estaba invadido por el olor, y Bob sabía que tendría que pasar mucho tiempo antes de que las vestiduras del auto se vieran libres de aquél.

Obviamente, dentro del auto, el hedor era mucho más intenso. Las puertas se habían abierto sólo lo suficiente para que el fotógrafo pudiese llevar a cabo su espeluznante labor y luego, de nuevo, cuando los elementos del forense procedieron a retirar el cuerpo. Bob estaba ahí para remolcar el automóvil hasta el depósito de la policía.

En todos sus años como propietario de Palgrave Motors, Bob había llegado a conocer muy bien a la policía y era a él a quien invariablemente llamaban para hacerse cargo de este tipo de situaciones. De modo que no era, como había reflexionado segundos atrás, la primera vez que lo habían llamado a la escena de un suicidio. Y aunque lo único que él tenía que hacer era llevarse el auto de ahí, toda la operación siempre le ponía los cabellos de punta.

De acuerdo con el médico forense, la mujer —Bob ignoraba su nombre— había metido el auto en el pequeño garaje hacía unas 40 o 50 horas, luego cerró la puerta y simplemente se quedó ahí sentada con el motor en marcha en espera de que sucediese lo inevitable. De acuerdo con los cálculos del médico forense, el cuerpo había permanecido ahí sin que nadie lo viera durante casi dos días.

—Espero que no haya tocado nada, ¿o sí?

Era el oficial Shaw. Bob no lo había escuchado aproximarse. El detective encargado de las investigaciones había dejado ahí al joven oficial con precisas y rígidas instrucciones de que no se tocase nada, y Shaw cumplía las órdenes al pie de la letra.

Bob se le quedó mirando, sin saber exactamente cómo expresar sus sospechas. Entonces lo que hizo fue apuntar al transmisor que Shaw llevaba colgado en el cinto.

—¿Puede llamar al sargento con eso?

Shaw no le respondió y simplemente se limitó a observar a Bob con curiosidad.

—Tengo la impresión de que él querrá echarle un segundo vistazo a todo esto —dijo el experimentado hombre—. Creo que le faltó ver algo.

¿Cómo fue que Bob Gibson llegó a esta conclusión?[12]