Caso 6
El hundimiento de El Orgullo de Alberton

No obstante su prisa por llegar a la marina, Janice Hancock no pudo resistir hacer una breve pausa, llena de orgullo, en el estacionamiento. Se trataba del letrero en la cabeza del sitio que le habían asignado para dejar su auto.

ALFÉREZ JANICE HANCOCK,

OFICIAL EN JEFE

GUARDIA COSTERA CANADIENSE

No está mal, pensó ella. La primera oficial en la Guardia Costera Canadiense, la primera mujer oficial en jefe, aun cuando lo único que ella comandaba era un par de pequeños botes de rescate de primera línea y una banda de radio con el servicio de helicópteros de Dartmouth. ¡Pero qué con eso! Está bien que ella pasara la mayor parte de su tiempo riñendo con los pescadores de la localidad por hacerse a la mar con equipo defectuoso o por no acatar las normas de seguridad. Pero se trataba de sus funciones como jefa.

Una ráfaga de viento casi le arranca la puerta de la mano en el momento en que descendió hacia el piso de grava. Esto le hizo recordar el motivo de su prisa, y empezó entonces a correr a lo largo del estacionamiento. Apenas esa mañana, a corta distancia de la costa, el fuerte viento había hecho zozobrar una pequeña embarcación de placer. Se trataba de la primera baja “seria” desde que Janice había ocupado su puesto, y quería tener un informe exacto de los hechos.

Ya le habían comunicado los datos esenciales. El Orgullo de Alberton era una embarcación de 10 metros de largo, registrada en Massachusetts y con licencia para realizar recorridos de placer. Construida en 1940, había tenido tres propietarios anteriores. Los antecedentes mostraban dos infracciones a las reglas de seguridad levantadas por la Guardia Costera de Estados Unidos, y estaba asegurada por la compañía Lloyds de Londres.

Ahora, esperando a Janice en la oficina de Archie’s Petrocan Marina y saboreando un café se encontraba Giacomo Giancarlo Piorelli, el último propietario y capitán de la embarcación. Ella sabía de la experiencia de Giacomo. Por 15 años había tenido los documentos que lo acreditaban como jefe del barco y esto la hacía ponerse un tanto nerviosa.

El cabo de mar Bowlby hizo un ademán a medias para saludarla cuando ella entró en el lugar.

—Él está bien, señor, digo… señora. —El cabo de mar Bowlby no podía acostumbrarse a tener cerno jefe a una mujer—. Sólo un poco tembloroso, cansado y helado… terriblemente helado.

—Gracias, Bowlby. Hablaré con él —le contestó Janice—. Antes de que te vayas, quiero que me consigas datos precisos sobre la tormenta. Velocidad del viento, cantidad de precipitación y ese tipo de cosas. Me encargaré de reunir todo esto una vez que hable con el capitán.

Ella entró en la pequeña oficina de Archie’s, donde Piorelli yacía solo y acurrucado a más no poder. Su ralo cabello lucía enmarañado pero seco. Se hallaba descalzo. En una de las manos, ligeramente temblorosa, sostenía un enorme tarro de café.

—Hola, yo soy la alférez Hancock, guardacostas —le dijo Janice—. Usted es Piorelli, ¿no es así?

Su respuesta fue una sucesión monótona de frases entrecortadas.

—Jim Piorelli. De Boston. El Orgu… El Orgu… —se detuvo en ese momento—. El Alberton era todo cuanto tenía. Y ahora no me queda nada. Piorelli ni siquiera vio hacia arriba. Parecía estarse dirigiendo a los pies de Janice.

—Casi nada. Al menos usted está con vida —le contestó Janice—. ¿Es éste su chaleco? —le preguntó al tiempo que recogía un chaleco salvavidas rojo con la desteñida leyenda de El Orgullo de Alberton estampada en uno de los costados. De las cuerdas aún escurría agua de mar.

—Sí, lo tomé cuando vi que el Orgullo se estaba hundiendo. Pienso que fue una suerte el que yo estuviera cerca de la orilla. Menos de dos kilómetros de distancia a nado. —Piorelli simplemente musitaba en dirección a los pies de Janice.

—Y no tuvo tanto que ver la distancia, sino la temperatura —le dijo Janice—. Si esto hubiera sucedido un mes atrás, se habría congelado antes de ahogarse.

—Así es —dijo Piorelli suspirando—. Supongo que todo se compensa. En esta época del año el clima es cálido y por eso sobreviví. Pero en caso de que el clima fuese el normal, es decir frío, probablemente no habríamos tenido esa terrible tormenta.

Janice se dirigió hacia el escritorio que había ahí, se sentó en la silla y puso los pies debajo. Piorelli simplemente no retiraba la vista del punto donde ella había estado parada.

—A propósito, ¿qué hacia usted por aquí? —le pregunto Janice—. Boston está muy lejos de aquí. ¿Y usted solo estaba tripulando una embarcación de 10 metros?

Por primera vez Piorelli levantó la vista.

—Había dejado ya Tignish. Y vine aquí para tratar de hacer algún negocio de verano, con el fin de cambiar de ambiente. Durante la semana pasada había estado haciendo unas reparaciones en el Orgullo, y simplemente me hice con él a la mar para probarlo. De ahí que no me haya alejado demasiado de la costa. —En ese momento volvió a agachar la cabeza—. Y ahora todo está en el fondo del mar.

Janice se incorporó lentamente, y por un momento la distrajeron los sonidos de la cafetera de Archie’s.

—Estaré de vuelta esta tarde —dijo ella—. Le conseguiremos un poco de ropa seca y un lugar donde pueda hospedarse.

Al salir de la oficina casi choca con el cabo de mar Bowlby.

—¿Terminó ya de interrogarlo, señora? —le preguntó él.

—Aún no, Bowlby —contestó ella—. Primero voy a ir al departamento de licencias marinas en Dartmouth. Quiero que me muestren una foto de Giacomo Giancarlo Piorelli antes de seguir adelante con esto.

¿Por qué quiere la alférez Hancock ver una fotografía de Piorelli?[6]