Caso 25
La misión en el claro

Habían dejado el vehículo escondido entre los arbustos y llevaban avanzado a pie los últimos 1500 metros. De cualquier forma ésa había sido la intención, pero dadas todas las condiciones del camino, en realidad ellos no tenían alternativa. Curiosamente, en lugar que se diese una mejoría conforme se aproximaban a la pequeña misión, el camino había ido empeorando, de modo que forzosamente tenían que continuar el recorrido con sus lámparas de cabeza encendidas. La noche, sin luna, simplemente era oscura y el follaje espeso en extremo. Incluso a pie, ellos hubieran tenido problemas para avanzar en silencio, pero habían logrado hacerlo sin ser descubiertos (o al menos así lo creían) y ahora los cuatro hombres se hallaban descansando sobre sus rodillas en la crecida hierba a la orilla del claro.

El escuadrón se había reducido a cuatros elementos, porque dos “guardias civiles” kikuyu que normalmente viajaban en el techo del vehículo habían desaparecido poco después de haberse recibido el mensaje a través del transmisor. Simplemente se desvanecieron en la oscuridad. El suboficial Ron Forrester ya había experimentado esto en una situación casi idéntica, y de hecho no le sorprendía. En el fondo no los culpaba. A estos auxiliares se les conocía como “partidarios del gobierno”, pero Ron sabía que si sus compañeros kikuyu en el Mau Mau alguna vez llegaban a aprehenderlos, sufrirían mucho más tiempo y mucho más despiadadamente que los soldados blancos de su escuadrón.

Sin embargo, lo que en realidad irritaba a Ron, y también lo atemorizaba, era el haber perdido el transmisor. De hecho se trataba del paquete de baterías, pues eso fue lo que el operador, Lance Corporal Haight-Windsor, había dejado caer bajo la rueda trasera. El escuadrón podría subsistir sin Haight-Windsor. Él se había quedado en el vehículo, atendiéndose su brazo roto, con toda seguridad todavía ebrio. Ron había jurado que cuando regresaran a la base, Haight-Windsor iba a ser degradado de nueva cuenta, esta vez a nivel de recluta, pero sólo después de tenerlo una buena temporada en la prisión militar.

Dos horas atrás se había recibido un mensaje, producto de una de esas captaciones fortuitas que asombran a todo el mundo pero no sorprenden a nadie. Era una llamada de auxilio proveniente de la Misión de San Ignacio-en-el-Bosque, probablemente de una de las todavía humeantes casuchas que tenían ante sí. Había sido captada por un radioaficionado, a un continente de distancia, en Somerset. De alguna manera se las arregló para que la policía local creyese y, entonces, a través de una serie de llamadas telefónicas, el mensaje se había turnado a Nairobi y de ahí a la base de Ron, en Nyeri. El Mayor Bowman había llamado personalmente desde este punto.

Su atronadora voz, por encima de una ráfaga de estática, los había despertado violentamente de su sueño. Buen negocio, ya que la última guardia de la noche le tocaba a Haight-Windsor y fue entonces cuando se emborrachó. Estando en ese estado fue cuando dejó caer el paquete de baterías.

La orden era simple: “Desviarse de la patrulla y avanzar tan rápido como fuese posible a la Misión de San Ignacio-en-el-Bosque”. Actúen con extrema precaución. El área está bajo el ataque de terroristas de Mau Mau.

Un nombre inverosímil el de San Ignacio-en-el-Bosque, sin embargo, la misión estaba a cargo de un grupo igualmente inverosímil de jesuitas de Inglaterra. En contra de las advertencias de todo el mundo, se habían negado a cerrarla cuando se inició en serio el levantamiento Mau Mau. Y por si esto fuese poco, los dos padres que habían estado al frente de la misión acababan de ser relevados por dos jóvenes seminaristas recién graduados en Liverpool. Ron nunca había llegado a conocerlos: ni siquiera sabía cómo se llamaban. Pero se había enterado de que ellos incluso se hallaban más resueltos que sus antecesores a mantener abierta la misión. Ahora, al parecer, estaban pagando el precio de su determinación.

Desde donde se hallaba hincado en la crecida hierba, los primeros rayos de sol le indicaban a Ron que independientemente de lo que hubiese sucedido ahí, ahora había terminado, y los atacantes Mau Mau ya se habían ido, y al parecer junto con todos los demás. O tal vez se habían ido tal como lo hicieron los dos auxiliares kikuyu. Todas las edificaciones, con la excepción de la diminuta casa escuela, habían sido incendiadas, destruidas. En ningún lado se veían señales de vida ni siquiera cuerpos. Si aún quedaba alguien ahí, él (o ella; Ron no recordaba si las monjas finalmente se habían ido o no) tendrían que estar en la casa-escuela.

Varios metros hacia su izquierda, el recluta Willie Throckton se movió ligeramente para evitar un calambre. Luego, volteó hacia Ron con las cejas levantadas e hizo un movimiento oscilatorio con su Lee Enfield Mark IV en dirección a la casa-escuela. Como respuesta, Ron le hizo una señal de que aguardase y enseguida se arrastró, hacia su derecha.

Sin quitar los ojos de la escuela, se dirigió a Barrow:

—Plan S.O.P. Voy a poner una granada para distraerlos. Enseguida, el primero en entrar será Throckton, mientras nosotros lo cubrimos. Él se protegerá del lado de la sombra. Una vez que entre, tú incursionas por el otro lado.

Barrow se limitó a asentir. Formaban un equipo experimentado y ya habían hecho esto antes. Incluso Haiht-Windsor, al igual que el resto de ellos, había hecho dos turnos de servicio en Corea tan solo unos años atrás.

Ron se echó para atrás para asegurarse de que Highland lo estuviese escuchando; si lo estaba haciendo.

—Tú te quedas —le dijo a Highland—. Casi estoy seguro de que el sitio está vacío. Si no hay respuesta al fuego, voy a ir directamente hacia la puerta.

Highland asintió con un leve movimiento de cabeza y deslizó su dedo índice por las granadas que llevaba en el cinturón.

Escasamente transcurrieron 10 segundos entre el momento en que Ron arrojó la granada y el instante que irrumpió a través de la puerta de la casa-escuela. No hubo repuesta al fuego.

Ron permaneció en el interior del lugar durante unos segundos más, y luego gritó: ¡Parece que no hay nadie! ¡Estoy bien! ¡Manténgase alertas!

No era el estilo de los Mau Mau merodear después de haber realizado un ataque, pero él no estaba dispuesto a correr riesgos.

Era de esperarse la devastación que había dentro de la casa-escuela. Rápidamente Ron obtuvo una visión general de la escena. Bancas y mesas se hallaban apiladas a lo largo de las dos paredes laterales. Con sus pangas, los atacantes habían tasajeado los escasos y miserables libros y los habían diseminado por el lugar. Al ya de por sí dilapidado pizarrón le habían arrancado un pedazo enorme. Y sobre todo habían tomado un cuidado especial con el crucifijo, el cual apenas resultaba reconocible. Sin embargo, lo que realmente atrajo la atención de Ron fueron los dos cuerpos de los sacerdotes que yacían en el centro del cuarto.

Extrañamente no había evidencias de torturas, pero tal vez eso obedeció a que después de todo habían escuchado o visto aproximarse al escuadrón. Ambos hombres yacían bocabajo sobre un charco formado por su propia sangre. Conforme a un ritual, les habían cortado los brazos hasta la altura de los codos. La pierna derecha de uno de los sacerdotes estaba atada al tobillo de la pierna izquierda de su compañero, con una correa que también debe haber tenido un significado ritual, ya que pequeños huesos de animales pendían de ella a intervalos precisos. Los dos hombres aún conservaban sus zapatos, y Ron no pudo dejar de pensar en el inverosímil contraste de la mística correa y los ásperos zapatos oxford de color negro. Uno de ellos estaba completamente desgastado en la parte posterior del tacón, mientras que el otro (de hecho ambos zapatos pertenecían al otro sacerdote) resplandecía como si lo hubiese lustrado recientemente. Casi parecía como si él, al igual que sus atacantes, hubiera hecho una especie de preparación ritual, ya que también su sotana lucía nueva y limpia, además de que su cabello estaba impecablemente peinado, en contraste con el del sacerdote de la izquierda, cuya apariencia era de total desaliño.

Sin embargo, ambos hombres yacían en la misma posición sobre el piso, y cuando Ron vio los clavos, de pronto supo lo que los atacantes tenían en mente. Volvió la vista hacia el tronchado crucifijo y se estremeció ante la idea. Fue un alivio que los Mau Mau hubiesen escuchado al escuadrón aproximarse.

Avanzó unos cuantos pasos para recoger uno de los clavos y, entonces, por primera vez, se dio cuenta de que el llavero se encontraba bajo los restos de una banca cerca de la pared. Con el pie lo sacó de ahí y luego lo recogió. Tenía la llave del encendido, la cual reconoció al instante. También había otra llave, de la cual no tuvo idea para qué serviría. Había, además, dos discos de latón. Ambos decían D.M. Vincent, S.J. en un lado, mientras que en el opuesto se leía A+, y el otro, Dift. W.C. Tifoidea 12/07/54.

Colocó el llavero en la bolsa de su camisa, y luego examinó rápidamente todo el lugar en busca de más cosas de ese tipo. Al no encontrar nada, con cierta renuencia se agachó sobre los cuerpos y empezó a tantear sus bolsillos en busca de pertenencias. Nada. Una franja blancuzca en la muñeca de uno de ellos indicaba que ahí había habido alguna vez un reloj, pero ahora ya se había ido.

Ron se meció sobre sus talones por espacio de un minuto, cruzando los brazos a la altura de sus rodillas. Fue entonces cuando una mosca salió del interior del un tanto ennegrecido cuello clerical para posarse en el orificio nasal del sacerdote que estaba más próximo a él; en ese preciso instante Ron pudo ver la contorsión espasmódica. Al principio pensó que se trataba tan solo de su imaginación, pero al ver que volvía a repetirse, gritó llamando a Throckton. Throckton era el médico del escuadrón.

El joven recluta acudió inmediatamente, con su rifle listo para disparar.

—Uno de ellos está vivo. ¡Estoy seguro de ello! —Ron se dio cuenta de que aún seguía gritando.

Rápidamente Throckton le tomó el pulso detrás de la mandíbula a cada sacerdote.

—¡Es éste! —dijo emocionado, señalando a aquél cuya nariz había atraído a la mosca. Pero enseguida agregó con mayor lentitud—. Pero no por mucho tiempo. Ha perdido mucha sangre y se encuentra muy débil.

—¡No! ¡No! —Dijo Ron gritando de nuevo—. ¡Mi sangre es A-positiva! Puedes hacer una transfusión, ¿o no?

—Sí, pero… bueno. —Throckton podía percibir el entusiasmo de Ron—. ¡No resulta suficiente! —Le dijo agitando el dedo índice en una especie de reprimenda maternal—. Para obtener la sangre suficiente, tendríamos que matarte para salvarlo a él. ¡Por el aspecto que tiene, necesitaría de dos a tres litros! ¡A lo más puedo sacarte medio litro, tal vez tres cuartos, y aún así resultaría peligroso!

—¡Veamos! —Ron tomó violentamente las placas de identificación de Throckton—. ¡No! Tú eres A-negativa.

—También lo es Barrow —agregó Throckton—. Y Highland es AB o algo así. Haight-Windsor es O-negativa.

—¡O-negativa! —exclamó Ron sujetando a Throckton del brazo—. Eso quiere decir que es donador universal, ¿no es así? ¿Puedes sacarnos la sangre suficiente a mí y a Haight-Windsor para poder mantener con vida al sacerdote hasta que podamos llegar a la pista aérea que hay en Rumuruti? ¡Queda como a una hora de camino abordo del vehículo!

Throckton apartó su brazo un tanto renuente.

—Pero, ¡mi sargento! ¡No es tan sencillo! La sangre O-negativa está bien, pero…¿cómo sabemos que el tipo de sangre del sacerdote coincide con la suya? Si le aplicamos del tipo equivocado, ¡lo mataremos de todas formas!

—Confía en mí —dijo Ron—. ¿Cuál brazo quieres? Empecemos ahora. —Entonces, dijo gritando—: ¡Barrow! ¡Ve por ese vehículo y encárgate de traer contigo a ese papanatas que tenemos como operador del transmisor!

¿Qué fue lo que hizo a Ron Forrester estar tan seguro de que su tipo de sangre, A-positiva, coincidía con el tipo de sangre del sacerdote que aún seguía con vida?[25]