WATT

Watt se encontraba a las afueras del parque de Tennebeth, en el bajo Manhattan, contemplando la Estatua de la Libertad, erigida a lo lejos, con la antorcha alzada con determinación hacia el cielo plomizo. La nieve seguía cayendo. Se metía en los pliegues de su chaqueta y le blanqueaba las punteras de las botas.

Se pasó los dedos por encima de la oreja, donde llevaba un rugoso Mediparche como prueba de la cirugía a la que acababa de someterse. En su cabeza palpitaba un confuso dolor, físico y emocional al mismo tiempo.

—¿Otra vez tú? —se había extrañado el doctor cuando Watt abrió la puerta de su clínica anónima. Era el sedicente doctor Smith, consultor médico oficial del mercado negro, el hombre que le había implantado a Nadia en el cerebro años atrás.

Y, ahora, el hombre que se la había desinstalado.

Watt miró su palma enguantada. La ciudad se extendía a sus espaldas, vibrante y bulliciosa, pero él tenía toda su atención puesta en algo muy concreto: el disco que sostenía en la mano.

Tenía algo de indiscreto ver a Nadia así, con los cúbits al descubierto, como si estuviera espiando a una chica desnuda. Y pensar que este diminuto núcleo cuántico, este trozo de metal cálido y latente, contenía la vastedad de los conocimientos de Nadia.

Se sentía raro al no oír la voz del ordenador en su cabeza. Lo había acompañado durante tanto tiempo que ya no recordaba cómo era el día a día sin ella.

La echaría de menos. Extrañaría su sarcástico sentido del humor, sus interminables partidas de ajedrez. Extrañaría contar en todo momento con un aliado, con alguien que estaría de su parte ocurriera lo que ocurriese.

Sin embargo, tal vez no tuviera por qué dejar de sentirse así, pensó al ver que alguien salía de entre las sombras y se dirigía hacia él.

—¿Leda? ¿Cómo has sabido dónde estaba?

—Me lo has dicho tú —respondió ella, arrugando la nariz en un adorable gesto de confusión, momento en que Watt dedujo lo que había sucedido.

Nadia debía de haberle enviado un mensaje a Leda haciéndose pasar por él, intuyendo sus sentimientos como siempre había hecho. Sabía que en estos momentos Watt necesitaría a alguien en quien apoyarse.

O, tal vez, consideró, Nadia sabía que Leda lo necesitaría a él.

La luz ambiental se reflejaba en la nieve e iluminaba el rostro de Leda, saturado de tristeza. Estaba macilenta y tenía los ojos vidriosos y abrillantados por las lágrimas. Abrigada con su hinchada chaqueta verde, con las manos resguardadas en los bolsillos, ofrecía un aspecto frágil; aun así, se apreciaba una sutil fuerza renovada en su ademán.

—¿Estás bien? —le preguntó él, aunque saltara a la vista que no.

En respuesta, Leda lo envolvió entre sus brazos. Watt cerró los ojos y la apretó contra sí con firmeza.

Mientras se marchaban, cedieron al impulso de levantar la vista hacia la azotea de la Torre, demasiado elevada para verla bien desde tan cerca, aunque en realidad no importaba. Ya sabían cómo era.

—Todavía me cuesta creer lo que Avery hizo por mí. Por todos nosotros. —La voz de Leda se quebró mientras hablaba.

Watt se estremeció. Avery debía de sentirse muy atrapada en el piso mil para decidir renunciar a todo y dejar que los demás quedaran libres.

Por otro lado, Watt había visto la polémica suscitada por la relación que mantenían Avery y Atlas, las graves ofensas que la gente les había escupido encima. No dejaba de asombrarle que las personas pudieran hacerse tanto daño las unas a las otras. Ningún otro animal recurría a ese tipo de crueldad desalmada y vana. A estas alturas, como especie, el ser humano debería haber aprendido a controlarse.

Watt comprendía que Avery quisiera alejarse de todo aquello. Era el tipo de situación que podría haberla atormentado el resto de su vida. Nunca habría podido escapar.

Sabía que debería sentirse culpable por haber colaborado con ella (junto con Nadia, en realidad); no obstante, sospechaba que, de un modo u otro, Avery habría terminado haciendo lo que quería, con o sin su ayuda.

Se miró otra vez la mano, donde llevaba apretada a Nadia como si de un talismán se tratara. Al darse cuenta, Leda ensanchó los ojos.

—¿Eso es Nadia? —susurró.

Watt afirmó con la cabeza.

—He ido a que me la extirpen —dijo, apenas capaz de articular palabra.

—¿Por qué?

—Porque fue ella quien mató a Mariel.

Watt percibió su jadeo súbito, vio como el peso de la incertidumbre se descolgaba de sus hombros en el instante en que comprendía, de forma definitiva, que ella no había provocado la muerte de Mariel.

—¿No soy una asesina? —preguntó en voz baja, a lo que Watt respondió negando con la cabeza. El verdadero asesino era él, aunque no lo hubiera sabido ni pretendido.

Se giró hacia el agua, de un terso gris especular, donde se reflejaban los nubarrones martillados. «Adiós, Nadia». Y en esta ocasión, por primera vez en años, el ordenador no respondió a su pensamiento, porque ahora, fuera de su cabeza, no pudo oírlo. La única persona que podía saber lo que pensaba era él mismo.

Estiró el brazo hacia atrás y arrojó a Nadia al agua con un lanzamiento limpio, al que imprimió toda la fuerza que pudo.

Se formó un intenso y grave silencio por un instante, cuando Watt deseó poder deshacer lo que había hecho, pero era demasiado tarde; Nadia voló en una trayectoria arqueada sobre el agua, destellando bajo la perlada luz matinal, hasta que impactó contra la superficie con un terminante y sonoro plop.

Ahora sí, pensó Watt aturdido. Nadia se había marchado. Las aguas salobres de la bahía estaban ya corroyéndola, inutilizando sus procesadores mientras se precipitaba, cada vez más rápido, hacia el fondo. Eran las mismas aguas en las que había muerto Mariel.

Leda lo tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los de él.

Se quedaron allí durante un rato, sin decir palabra. Watt sentía un dolor retorcido en el pecho que apenas le dejaba pensar.

Cuando sus lentes de contacto le notificaron el toque de un remitente no identificado, tardó un momento en caer en la cuenta de que Nadia no iba a hackear el sistema y decirle quién era.

Le hizo una seña a Leda y se separó de ella mientras giraba la cabeza para aceptar el toque.

—¿Sí?

—Señor Bakradi, soy Vivian Marsh. Del MIT —especificó, como si él no lo supiera ya—. ¿Esto lo ha programado usted?

—¿Disculpe?

—Los archivos que acaba de enviarme, los que contienen el código con el que fabricar un ordenador cuántico. ¿De dónde han salido?

Watt masculló aprisa una serie de comandos para que sus lentes le mostraran la bandeja de salida; cuando vio el mensaje más reciente, se quedó helado, porque había remitido todas las líneas del código de Nadia al MIT. O, mejor dicho, la propia Nadia las había remitido, durante la operación. Era un archivo enorme, tan pesado que el ordenador debía de haberse adueñado de varios servidores locales solo para iniciar la transferencia de los datos.

Watt consideró la posibilidad de mentir, de asegurar que no sabía nada de ningún ordenador cuántico de fabricación totalmente ilegal, pero no se vio capaz.

Llevaba toda la vida mintiendo. Quizá fuese hora de que confesara las cosas que había hecho.

—Sí. Yo escribí ese código —admitió despacio, casi desafiante. Tenía la barbilla levantada, un gesto que había adquirido de Leda sin darse cuenta.

—Ya sabe que escribir este tipo de programas sin autorización supone un delito grave, conforme al artículo 12.16 de la Ley de Directrices Informáticas, y punible ante un tribunal federal.

—Lo sé —afirmó Watt, mareado de pronto.

—¡Por no hablar de que hay una peligrosa incorrección en la directriz principal! —Vivian chasqueó la lengua, como para reprenderlo.

Por un momento, la curiosidad de Watt se impuso a su miedo.

—¿Ha leído el código?

—Claro que lo he leído; ¡recuerde que tengo formación en el ámbito de la ingeniería cuántica! —exclamó Vivian—. Para serle sincera, señor Bakradi, estoy impresionada. Es admirable cómo ha conseguido apilar y organizar el código; debe de haberse ahorrado por lo menos cien milímetros cúbicos. ¿Dónde está el ordenador?

Aturdido, Watt entendió que Vivian se refería a Nadia.

—No está —dijo aprisa—. La he destruido. Quiero decir, lo he destruido.

—Ah —suspiró Vivian, en un tono en el que Watt creyó advertir una cierta… desilusión—. Tal vez sea mejor así. Un ordenador de este tipo, sin ningún tipo de regulación… No llegaría a usarlo para nada, ¿verdad?

—Pues… —«Para infiltrarme en la comisaría y en la Agencia Metropolitana de Meteorología, para espiar los parpadeos y los mensajes de la gente, para intentar ganarme el favor de Leda, para hacer trampa en el birra pong, ah, y para resumir Orgullo y prejuicio y así no tener que leérmelo. Lo típico».

—Pensándolo mejor —se corrigió Vivian—, no me responda. Si me constara que ha llegado a utilizar un ordenador como este, me sentiría moralmente obligada a denunciarlo.

Watt guardó silencio.

—¿Podría pasarse por aquí esta semana para una segunda entrevista? —prosiguió una impaciente Vivian.

—¿Una segunda entrevista?

—Claro. Me gustaría repasar su aplicación, ahora que sé de lo que es capaz —dijo—. Es decir, si aún quiere ingresar en el MIT.

Watt sintió que de súbito el mundo se tornaba mil veces más luminoso.

—Sí. Desde luego que sí.

—Celebro oírlo —añadió Vivian—. Ha sido un poco arriesgado, ya sabe, enviarme el código de esa manera. Podría hacer que lo detuvieran.

Watt la escuchó con el corazón en un puño. Se imaginó cómo habría respondido Nadia si aún siguiera con él.

—Calculé los riesgos y decidí que merecía la pena —dijo al cabo.

—Acaba de hablar como un auténtico ingeniero. —Vivian pareció estar a punto de articular una risa en el momento en que finalizaba el toque—. Será un placer verlo de nuevo esta semana, señor Bakradi.

Watt se había quedado en blanco. Como no podía ser de otra forma, Nadia había encontrado la manera de ayudarlo una última vez: entregarse a sí misma, a fin de que él pudiera entrar en el MIT. Su gran actuación final, su canto del cisne, su último adiós.

«Gracias, —pensó eufórico—. Te prometo que algún día estarás orgullosa de mí».

Nadia no le respondió.

Leda lo observaba con los ojos cargados de preguntas. Había muchas cosas que él se moría por contarle. Pero no podía, aún no. Había hecho una promesa, y estaba decidido a cumplirla.

—¿Era el MIT? —inquirió ella, que obviamente había entendido lo esencial de la conversación.

—Sí. Quieren que vaya para una nueva entrevista —dijo despacio.

—¡Watt! Me alegro mucho por ti. —Leda guardó una pausa, como si tuviera algo más que contarle. Parecía estar un tanto inquieta—. Antes de que ocurra nada más, me gustaría que supieras una cosa.

Watt cogió aire.

—Te quiero —dijo Leda.

Todos los sonidos parecieron extinguirse, y de pronto ya solo existían ellos dos, mientras el corazón de Watt se azotaba frenético contra su pecho, porque esto era mejor de lo que había soñado nunca.

—Yo también te quiero —respondió, aunque sin duda ella ya lo sabía.

Leda se entregó a sus brazos, y Watt la mantuvo entre ellos por un momento, dejando que las sutiles hebras de su amor los envolvieran y aislaran del mundo. Ni siquiera sintió el impulso de besarla. De alguna manera, así agarrados (con los latidos de ella resonando entre las costillas de él, que podía respirar el aroma de su cabello), habían establecido un vínculo más íntimo.

Al cabo, Leda levantó la mirada hacia él, y al verla sonreír, Watt le devolvió el mismo gesto.

—Lo sabía —dijo sin poder evitarlo—. Sabía que volverías a enamorarte de mí.

Leda meneó la cabeza, sin desprenderse de la sonrisa ladeada.

—Watt. ¿Qué te hace pensar que alguna vez me he desenamorado?

Él la correspondió con un beso.

Cuando se separaron, ambos miraron de nuevo hacia la Torre.

—¿Estás listo para volver? —preguntó Leda.

—No —admitió Watt.

—Yo tampoco. Pero si esperamos hasta que lo estemos, no regresaremos nunca.

Watt sabía que Leda tenía razón. Miró por última vez las aguas en las que Nadia se había hundido y echó a andar hacia la estación del monorraíl junto con Leda, cogidos de la mano, mientras el sol se desembarazaba de las nubes. La nevada había cesado, pero no sin dejar una fina capa blanca en las aceras, con lo que Watt tuvo la impresión de que caminaba sobre un manto de nieve que nadie más había tocado. Era como si el tiempo renaciera otra vez.

Tomaría una vigorizante taza de café y un sándwich de crema de cacahuete, y después saldría al encuentro con la vida, sin ponerle ningún tipo de obstáculo ni de filtro, tal y como había que vivirla.