WATT
Watt se encontraba en la esquina de la comisaría central del Departamento de Policía de Nueva York, intentando no llamar la atención, pero no tenía por qué estar tan inquieto. Esta era una intersección bulliciosa del Cinturón de la Torre, por donde la gente pasaba de camino a los restaurantes, a las fiestas o adondequiera que fuese a estas horas tardías de la noche. Nadie se fijó en él. Las pupilas de los transeúntes se dilataban y encogían a medida que despachaban los mensajes que leían por medio de las lentes de contacto, mientras deambulaban por las calles cada uno en su propia burbuja de olvido. En una intersección como esta, resultaba fácil volverse invisible.
«Estamos haciendo lo correcto, ¿verdad, Nadia?».
—¿Y qué es lo correcto? —divagó ella, cuya pregunta resonó en los audiorreceptores de Watt—. Creo que cada humano maneja un concepto ligeramente distinto del bien y del mal.
La observación del ordenador lo intranquilizó. Antes de que Watt tuviera ocasión de responderle, Nadia prosiguió:
—Ya sabes que no estoy de acuerdo con este plan. Entraña un riesgo demasiado alto, el cual tal vez no te compense tanto.
«¡Podría suponer nuestra salvación!».
—O podría llevarte a la cárcel. Ahora mismo, la única persona que corre algún peligro es Leda. Tú ni siquiera te verías implicado, ¡si no fuera porque te estás implicando por voluntad propia!
«¡Esta mañana me han interrogado!».
—No merece la pena que corras un riesgo innecesario.
Watt no debería haberse extrañado. Nadia estaba programada para protegerlo, por lo cual siempre intentaba propiciar situaciones que ella pudiera controlar, situaciones pensadas para beneficiarlo a él. Sin embargo, Nadia no entendía lo que era amar a otra persona hasta el punto de que su seguridad se volvía primordial para uno. Watt haría cualquier cosa para que a Leda no le pasara nada.
Por la mañana, al volver a casa después del interrogatorio, les había asegurado a sus padres que no se trataba de nada importante. Para su alivio, lo creyeron. El resto del día lo había pasado en un estado de ansiedad febril, mientras trazaba el plan y fabricaba la digicremallera que necesitaría para hacer el trabajo.
Iba a infiltrarse en la comisaría, esta noche.
Lamentaba no haber podido acompañar a Leda al baile de investidura. Pero no podía dejar escapar una oportunidad así. El Departamento de Policía de Nueva York trabajaba ahora bajo servicios mínimos, ya que todos sus miembros habían sido convocados a la gala como invitados del alcalde. Solo los miembros más jóvenes se habían quedado en sus puestos.
—Estás ridículo —le informó Nadia, en un tono que denotaba incredulidad.
Watt llevaba pantalones y deportivas oscuros, y una camiseta negra de manga larga. «Es la ropa que siempre se ponen en las holos cuando van a entrar en algún sitio a hurtadillas».
—Odio ser yo quien te lo diga, Watt, pero no eres ningún superhéroe. ¡Solo eres un adolescente como cualquier otro!
«Sabes que yo no soy como cualquier otro», le recordó él, que se enrolló la manga derecha. Ya estaba casi listo.
—Ya tienes el pulso bastante acelerado, ¡no necesitas estímulos adicionales! —le advirtió Nadia, pero Watt la ignoró y se pegó dos parches de cafeína en la parte interna del antebrazo, cerca del codo. Experimentó un subidón de energía al instante, como si su sistema nervioso fuera un motor que de pronto se hubiera pasado de revoluciones.
«Odio que hagas eso, —le recriminó Nadia después de pasar a modo transcraneal—. Es como si me embistieras con la violencia de un maremoto».
No obstante, ahora mismo Watt necesitaba esa fuerza, necesitaba hasta la última gota de adrenalina que pudiera exprimirle a su cuerpo. Porque su «plan» tenía mucho de improvisación. Nadia no podría piratear los sistemas de la comisaría hasta que él se hubiera infiltrado en ellos, de manera que el ordenador cuántico no tenía ni idea de cuántos agentes habría en el interior ni de dónde estarían. Lo único que había encontrado era un plano antiguo de las instalaciones, extraído de los cianotipos originales de la Torre.
«Allá vamos», pensó él, que se encaminó hacia la parte trasera de la comisaría con paso resuelto y confiado. Aquí había una dársena discreta, la que utilizaban sobre todo los bots de entrega, con unos enormes raíles que dirigían las ruedas de los contenedores. Watt respiró hondo y se agachó para entrar por ella.
«Es increíble que nadie lo haya hecho antes».
«Será porque a la policía no le preocupa que la gente pueda colarse, sino que pueda escaparse».
No le faltaba razón.
«Por aquí», urgió Nadia a Watt cuando accedió a un pasillo. Echó a correr siguiendo las flechas que el ordenador proyectaba en su campo visual. Cruzó otro pasillo, viró y dejó atrás una serie de despachos, hasta que de pronto irrumpió en la sala sofocante y mal ventilada donde la policía tenía los servidores. Las luces se alternaban con las sombras, sin que pareciera haber nadie por ninguna parte, como si hubiera aparecido en un yermo paisaje lunar. El aire parecía llevar décadas allí estancado.
Los datos de la sala de almacenamiento se conservaban tal y como Watt se esperaba, en columnas de discos duros imposibles de craquear de forma remota, aunque manipulables si uno venía en persona con el equipo necesario. Como había hecho él.
Se llevó la mano al bolsillo para sacar la pequeña llave de aspecto inocuo que contenía el malware en el que Nadia y él se habían pasado toda la tarde trabajando (la «digicremallera», la llamaba él, por la hilera de dientes que incluía). La introdujo directamente en un servidor. El dispositivo se sumergiría en los sistemas de la policía, copiaría el expediente de Mariel y se retiraría sin dejar rastro alguno de su actividad.
«Vamos, vamos», pensó, mientras la digicremallera vertía su código en los sistemas del departamento.
«Watt, viene alguien».
La adrenalina inundó su sistema nervioso. «¿Ya?».
«¡Puedo verlos por las cámaras de vigilancia!».
Watt le dio un manotazo al servidor, desesperado.
—¡Vamos! —masculló, esta vez en voz alta, justo cuando la digicremallera mostraba una luz ámbar para indicar que la carga había concluido.
Watt volvió a guardársela en el bolsillo al instante. Aspiró entrecortadamente, con el corazón martilleándole el pecho. La camiseta se le había humedecido en torno a las axilas. «¿Por dónde?».
«Lo siento, pero esta es la única opción que puedo considerar», respondió Nadia a la vez que hacía saltar la alarma de incendio.
Watt salió dando tumbos al pasillo, iluminado por una luz roja parpadeante. Las sirenas aullaban por todas partes. Miró a izquierda y derecha, acuciado; oyó el ruido de unos pasos procedente del flanco izquierdo, motivo más que suficiente para que tomase la dirección opuesta. Corrió hacia la pequeña dársena de carga, cayendo en la cuenta demasiado tarde de que quizá quedara bloqueada en caso de emergencia, aunque, por supuesto, no lo estaba. Le pareció advertir que varios niveles más arriba los bots extintores se apresuraban a apagar las inexistentes llamas.
Se agachó para escurrirse por la dársena y salió disparado a la calle, donde al instante se perdió entre la multitud que circulaba por el Cinturón de la Torre. Su respiración agitada y la frente empapada de sudor eran los únicos indicadores de que no era un transeúnte más.
Le dio gracias a Dios por contar con Nadia, su ángel de la guarda.
Dejó atrás la manzana tan rápido como pudo, con las manos hundidas en los bolsillos. El miedo se le había atravesado en la garganta como una aguja de hielo. No se creía que de verdad lo hubieran conseguido.
Había una amplia plaza en la esquina de la calle, donde la gente pasaba el rato en torno a un grupo de bancos (las parejas que hacían manitas tras haber salido de compras el sábado por la tarde, los padres que transportaban a sus bebés en los aerocochecitos que llevaban sujetos magnéticamente). Watt se dejó caer en un banco e insertó la digicremallera en la tableta.
Era un archivo muy pesado, una compilación de decenas de documentos relacionados con la muerte de Mariel Valconsuelo. El certificado de defunción y el informe del juez de instrucción; las transcripciones de los interrogatorios realizados a los padres y amigos de Mariel, así como a Leda, Rylin, Avery y él mismo. Tragó saliva. Ignoraba que también hubieran interrogado a Rylin y a Avery, aunque era lógico.
«¿Es muy grave? ¿Cuánto han averiguado?», le preguntó a Nadia.
Watt también leería el archivo por sí mismo, más tarde. Tal vez. Pero Nadia ya habría escaneado y analizado todo el contenido del archivo. Al fin y al cabo, podía procesar todo un diccionario en una fracción de segundo.
—Watt —respondió el ordenador con pesadumbre—. Lo siento. No tiene buena pinta.
«¿Qué quieres decir?».
—Parece que la policía ha vinculado la muerte de Mariel con la de Eris. Saben que aquella noche sucedió algo en la azotea, que se organizó algún tipo de encubrimiento. Ahora mismo siguen intentando determinar por qué habéis mentido todos.
Un sudor frío bañó la frente de Watt. Se arrancó de un tirón los parches de cafeína que llevaba en el brazo, a la vez que un dolor insoportable estallaba en su cabeza. Contrajo el gesto. «Si descubren que Leda nos estaba chantajeando, lo lógico sería que después quieran saber qué tenía contra nosotros, por qué logró obligarnos a ocultar la verdad, y entonces sí que vamos a tener un problema. Sobre todo, Leda».
—Watt, debes hablar con ellas. Debes avisarlas.
Nadia tenía razón. Debía reunirse con ellas de inmediato; con Avery, con Rylin y, sobre todo, con Leda. Necesitaban decidir sus siguientes pasos. Si querían salir indemnes de esta, tendrían que permanecer juntos. Si todos se atenían a la versión que ya habían dado, si los unos se guardaban las espaldas a los otros, tal vez tuvieran una oportunidad.
«¿Dónde están ahora?», preguntó Watt con urgencia.
«En el baile de la investidura de Pierson Fuller».
Ah, vale. En cierto modo, le costaba creer que siguieran celebrándose este tipo de eventos, que el mundo siguiera girando como si nada, cuando él tenía la impresión de que hubiera descarrilado violentamente.
Se levantó, tomó aire y echó a correr, ignorando las miradas de extrañeza de los viandantes. Gracias a Dios, el año anterior se había comprado un esmoquin, en un absurdo intento de impresionar a Avery. Al final, iba a serle mucho más útil de lo que se esperaba.
Mientras corría hacia el ascensor de la Base de la Torre, experimentó un extraño e inquietante déjà vu. Todo esto le recordaba demasiado a lo ocurrido el año anterior, cuando después de perder de vista a Leda en la fiesta de Dubái, la encontró medio muerta; o, peor aún, a la noche en que subió embalado a la azotea de Avery, a la que llegó en el preciso momento en que Eris se precipitaba al vacío.
Solo le quedaba confiar en que esta vez no fuese demasiado tarde.