RYLIN

Bandeja de entrada —masculló Rylin por enésima vez mientras se dirigía con cautela a la parada del monorraíl. Obedientes, las lentes de contacto le mostraron los mensajes recibidos, entre los cuales, al igual que antes, no había ninguno nuevo de Hiral.

Corría la noche del jueves, y Hiral tendría que haber estado en el trabajo. Sin embargo, aquella tarde le había enviado un mensaje enigmático a Rylin para preguntarle si podría reunirse con él aquí.

No se quitaba de encima la sensación de que Hiral llevaba toda la semana muy raro. Había estado esquivando sus mensajes, y casi ni la miró a los ojos cuando una mañana ella le llevó sus magdalenas preferidas antes de ir a clase. Fuera lo que fuese aquello que lo apesadumbraba, era obvio que se negaba a confiárselo a ella.

Aunque tampoco podía decirse que ella sí que se lo confiara todo a él.

Al acceder al andén, lo vio allí, vestido con una sencilla sudadera gris y unos tejanos, una mochila colgada descuidadamente de un hombro. Tal vez hubiera preparado una merienda, como parte de una excursión sorpresa a las afueras, quiso convencerse Rylin. Pero no consiguió creérselo.

—Ey, hola. —Se inclinó para darle un beso.

—Gracias por venir —dijo él con brusquedad, poniéndose las manos en los bolsillos—. Me alegro de que te hayas pasado.

—Claro que me he pasado —respondió ella, pero él no le devolvió la sonrisa.

Rylin miró el tablón de las salidas, y un nuevo temor le retorció el estómago. Este monorraíl solo iba al aeropuerto.

—Hiral —dijo ella, despacio—. ¿Qué ocurre?

—Me marcho. —Parecía preferir emplear el menor número de palabras posible, como si cada sílaba adicional le causara un dolor insoportable.

—¿Cómo que te marchas? ¿De qué hablas?

—No pensaba decírtelo, pero tenía que despedirme.

—¿Despedirte? —Rylin dio un traspié hacia atrás, contra una máquina expendedora iluminada con el icono de un café. El olor amargo de los posos emanaba de la bandeja. El presentimiento de Rylin se había transformado en algo más grave, en algo que sabía que no iba a poder enmendar.

—Me marcho de Nueva York para siempre. He encontrado un empleo en Undina, como recolector de algas. Mi vuelo sale dentro de dos horas —dijo Hiral con voz queda.

—¿Pero qué mierda me estás contando? —rabió Rylin, casi desgañitándose—. ¿Tomas la decisión de marcharte sin consultarlo conmigo? ¿Es que no vamos a hablarlo siquiera un momento?

Hiral frunció el ceño, confundido.

—Lo hablamos, pero me dejaste claro que no querías marcharte.

—¡Eso no fue una conversación! —Esto no podía estar pasando. ¿De verdad Hiral, aquel chico al que conocía de toda la vida, pensaba romper con todo?

—Perdóname por no haberte avisado, pero creía que esto era lo correcto.

El monorraíl entró en la estación levantando un súbito remolino de aire que hizo bailar la coleta de Rylin sobre su nuca. Hiral se giró hacia el convoy para verlo avanzar por el carril, y después la miró de nuevo a ella.

—De modo que te has rendido —dedujo Rylin poco a poco—. Ni siquiera vas a darme la oportunidad de luchar por nosotros.

—Rylin —respondió él—, ¿de verdad quieres luchar por nosotros?

—¡Pues claro que quiero!

Las puertas se abrieron y los viajeros bajaron al andén, afluyendo en torno a Rylin e Hiral, cada uno con su propio destino. Rylin no fue apenas consciente de su presencia, aunque no dejaran de tropezar con ella. Tenía los ojos ensamblados en los de Hiral.

—No creo que eso sea cierto —opuso él con pesadumbre—. Creo que sabes, tan bien como yo, que lo nuestro ha terminado.

—¡No! ¡No puedes decidir así como así que lo nuestro ha terminado! —exclamó ella, llamando la atención de algunos pasajeros. ¿Por qué Hiral tenía que estar ahí plantado, mirándola con esa resignación derrotista?

A Rylin empezaba a tocarle las narices que los chicos que entraban en su vida tomaran decisiones sin molestarse en consultarlas con ella. La besaban cuando no quería que la besaran, o no la besaban cuando eso era todo lo que quería; ligaban con ella y después la dejaban; la obligaban primero a robar y a vender droga y después a perdonarlo todo; tiraban de ella hacía aquí y hacia allá, hasta que terminaban dándola de sí. ¿Cuándo había podido ella manifestar su opinión? ¿Cuándo se molestaría alguien en escucharla?

No permitiría que Hiral se apropiara sin más de la relación que mantenían, sin tenerla en cuenta a ella.

—No puedes hacerme esto. No puedes largarte porque sí después de todo lo que hemos pasado —insistió, con algo menos de vehemencia ahora.

—Es precisamente por todo lo que hemos pasado por lo que tengo que marcharme. ¡Porque te mereces algo mejor! —exclamó Hiral—. Perdóname por no haberte avisado de mis intenciones, ¿vale? Pero no quería que intentaras convencerme para que me quedara, porque si lo intentabas, sabía que me costaría decirte que no. —Exhaló un largo suspiro—. Créeme, tengo que irme.

—¿Por qué?

Los pasajeros empezaron a montar en el vagón del monorraíl, llevando consigo sus maletas o sus bebés, sus penas o sus esperanzas. Muchos sonreían emocionados, como si no vieran el momento de llegar a su destino, fuera cual fuese.

Hiral titubeó.

—Estaba metido en un marrón. El año pasado, antes de que me arrestaran, contraje unas deudas con V y su proveedor, unas deudas que, en realidad, nunca terminé de pagar.

Aunque estaba dolida y enfadada, Rylin notó que le hervía la sangre por la situación de Hiral.

—¿Que nunca la terminaste de pagar? ¡A ti te arrestaron y a ellos no! ¿Es eso justo?

—¿Quién ha dicho que esto tenga que ser justo? —preguntó él. Rylin se dio cuenta de lo mucho que a Hiral le estaba costando sincerarse—. Les debía un montón de dinero. Intenté devolvérselo poco a poco, pero para ellos nunca era bastante rápido. No paraban de presionarme para que volviera a traficar. Me amenazaron con que, si no conseguía el dinero, se las arreglarían para incriminarme, para mandarme otra vez a la cárcel, y con que esta vez no me declararían inocente. Iría a prisión. Tal vez durante años.

—Ay, Hiral —suspiró Rylin, tomándolo de las manos—. ¿Por qué no me lo habías contado?

—Estaba desesperado por ser digno de ti. Más que ninguna otra cosa, quería cumplir la promesa que te hice cuando nos reconciliamos. Te juré que nunca más volvería a hacerte daño.

El monorraíl seguía detenido allí, silencioso y expectante, sus luces fantasmales reflejadas en torno al interior curvo de su superficie. Un latigazo de pánico azotó a Rylin. Las puertas permanecerían abiertas solo durante un minuto más.

—Podemos solucionarlo —propuso de forma impulsiva.

Hiral meneó la cabeza y soltó sus manos con cuidado de las de ella.

—Tu lugar está aquí, Ry. Con Chrissa, y en la universidad, donde estudiarás Holografía. Donde te convertirás en la mujer que mereces ser.

Rylin comprendió entonces que él tenía razón, por mucho que le doliera.

Hiral sonrió con valentía.

—Además, creo que Undina me va a gustar.

Rylin intentó imaginárselo allí, en aquella enorme ciudad flotante modular que se ubicaba al margen de la Polinesia, viviendo en los cuarteles de los empleados, pasándose el día arrancando algas de unas enormes redes, con el cabello desgreñado y acariciado por el sol. Trabando amistad con los demás jóvenes, que se contaban por millares, puesto que en Undina siempre hacía falta mano de obra. Además, era una nación soberana, donde no se pedía requisito alguno para obtener la ciudadanía, lo que la convertía en el destino natural de todo el que quisiera empezar de cero.

De todo el que quisiera desprenderse de la vida que llevaba hasta ahora sin mirar atrás.

Rylin supo, con un pellizco en el corazón, que Hiral no iba a cambiar de parecer.

—Te quiero —le susurró.

—Lo sé. Y yo también te quiero a ti. Pero también sé que no soy suficiente para ti.

Las luces del tren empezaron a destellar; enseguida abandonaría la estación. Hiral la miró desolado.

—Espero que algún día volvamos a vernos —dijo aprisa—. Y aunque eso no suceda, nunca dejaré de pensar en ti.

—Hiral, me… —trastabilló Rylin cuando él la atrajo hacia sí para besarla por última vez. Después cruzó corriendo las puertas del tren, que empezaban a cerrarse.

La vista de Rylin se empañó. Vio que Hiral le decía adiós con la mano desde el otro lado del flexiglás mientras el monorraíl salía embalado al reencuentro con la noche, y él quedaba reducido a una silueta más en la ventana. Segundos después, desapareció.

Pasó mucho tiempo hasta que finalmente Rylin decidió irse a casa.