WATT
—Gira a la izquierda aquí —susurró Nadia a los audiorreceptores de Watt. Por lo general, habría dejado que le diera indicaciones visuales, por medio de flechas brillantes superpuestas en su campo de visión, pero ahora no quería perderse ni un solo detalle del campus del MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Los altos edificios de piedra bordeaban ambos lados de las calles enlosadas, que seguían siendo vías peatonales en su totalidad; Cambridge siempre se había negado a levantarlas e instalar las esquirlas magnéticas que se necesitaban para mantener los aerodeslizadores en suspensión. El resplendente sol del invierno pendía sobre la cúpula blanca del edificio principal, cuyas hileras de elegantes columnas se erigían vigilantes sobre el patio. Watt se sorprendió de lo mucho que le gustaba la arquitectura clásica. Aquel orden tajante tenía algo que le atraía. Aquí era, pensó, donde uno aprendía cosas de verdad.
La invitación a la entrevista en el MIT le había llegado hacía tan solo dos días. Hasta ahora era lo único que le había hecho reponerse de la conmoción, la que había sufrido cuando, sin saber cómo ni por qué, la había pifiado con Leda una vez más.
Por otro lado, albergaba el deseo de venir al MIT desde mucho antes de saber siquiera quién era Leda.
Esta tarde había tomado el hipercircuito desde la estación de Pensilvania. Hasta ahora, Watt no había montado nunca en los trenes de alta velocidad basados en la tecnología de sustentación magnética, y se había pasado todo el trayecto mirando por la ventana las paredes difuminadas del túnel, maravillado. Aunque habían viajado a unos mil quinientos kilómetros por hora, no se habían producido sacudidas, bandazos ni alteraciones apreciables en la velocidad. De hecho, ni siquiera parecía que estuvieran moviéndose.
«Allá vamos», pensó mientras tomaba la escalera del edificio de Matriculación y accedía a una anodina sala de espera. Varias miradas confluyeron en él al instante, tasándolo.
Los otros candidatos tenían el mismo aspecto que él, observó Watt, alarmado de pronto, salvo por el hecho de que todos vestían traje, incluso las chicas. Repasó el atavío que había elegido para la entrevista (un blazer de mezcla de lana y una camisa de cuello abotonado conjuntada con unos caquis) y enseguida sintió que estaba llamando la atención.
«¡Soy el único que no lleva corbata!», dijo con desesperación a Nadia. Tendría que haberle preguntado a Leda lo que debía llevar. Aunque, claro, ella le había retirado la palabra. Tal vez ya no volviera a dirigírsela nunca más, después de la acusación que había vertido sobre ella.
«Leda volverá a perdonarme, ¿verdad?».
«No lo sé, Watt, —contestó Nadia—. No dispongo de ningún conjunto de datos al respecto».
Watt asintió, cayendo en la cuenta demasiado tarde de que tal vez los demás observaban que estaba balanceando la cabeza sin motivo alguno. Se había prometido a sí mismo que no pensaría en Leda. Eso tan solo le serviría para terminar más disgustado y angustiado de lo que ya estaba.
La atmósfera que se había impuesto en la sala de espera no podía ser más tensa, como una cuerda que fuera a partirse de un momento a otro. Watt se sentó en un extremo desocupado del sofá y miró con disimulo a su competencia. Los otros estudiantes tenían un brillo ambicioso en los ojos e irradiaban la implacable confianza en sí mismos que les daba el hecho de ser los primeros de la clase, los más aventajados de su terreno, los que siempre ganaban.
Watt ya no sentía ese aplomo.
Esperó mientras hacían pasar a otros candidatos (Anastasia Litkova, Robert Meister), cambiando de postura nerviosamente, tirando de los hilos sueltos del sofá. Nadia propuso que repasaran algunas de las preguntas, pero Watt pensó que eso solo serviría para empeorar las cosas. Al cabo de un rato, un joven que llevaba un chaleco granate se asomó a la sala y preguntó:
—¿Watzahn Bakradi?
—¡Yo! —exclamó Watt, que dio un traspié en su ansia por levantarse. Una chica vestida con un traje de chaqueta y pantalón azul marino a medida puso los ojos en blanco al verlo y siguió mascullando una especie de mantra para concentrarse.
Watt siguió al chico del chaleco por un pasillo penumbroso, donde sus pasos eran amortiguados por una alfombra gruesa, hasta que llegaron a un despacho austero y bien iluminado. Se relajó al ver una mesa de madera y dos sillas. Al menos, no habría de entrevistarse con un jurado, el cual estaría compuesto de varios seleccionadores que lo acribillarían a preguntas.
—Watzahn. Debo admitir que estaba esperando comenzar con esta entrevista —dijo Vivian Marsh, directora de Matriculación del MIT. Tenía los ojos profundos y una melena castaña y lisa que le rozaba los hombros. Watt ya se había encontrado con ella en otra ocasión, el año anterior, tras una sesión informativa que se celebró en el instituto.
La puerta que quedaba tras ellos se cerró cuando el secretario de Matriculación salió del despacho, dejando a solas a Watt y a Vivian.
Watt acercó una silla y tomó asiento. La mesa estaba despejada, salvo por el bolígrafo y el papel que había junto a su silla (¿esperarían que tomase notas?) y el curioso instrumento que Vivian tenía a su lado, un recipiente abultado por sus dos extremos y estrecho por el centro, lleno de arena.
«Es un reloj de arena. La forma con la que se medía el paso del tiempo en el pasado», le informó Nadia mientras Vivian levantaba el reloj y le daba la vuelta. La arena empezó a caer de un receptáculo al otro.
—Solo para cerciorarme de que no me paso de la media hora de la que disponemos —explicó ella, aunque Watt supo ver lo que el reloj era en realidad: una técnica de intimidación.
Se incorporó en la silla, decidido a no dejarse amilanar.
—Sus notas son impresionantes —comentó Vivian sin preámbulos. Watt fue a darle las gracias, pero antes de que llegara a abrir la boca, ella siguió hablando a una velocidad avasalladora—: De lo contrario, no estaría aquí, por descontado. Así que ¿qué más?
—¿Qué más? —repitió Watt como un bobo. «¡Nadia! ¡Ayúdame!». Nadia y él no habían practicado con ninguna pregunta ambigua o abierta de este tipo. Estaba preparado para responder de memoria a cuestiones como «¿Por qué quieres ingresar en el MIT?» o «¿Cuáles son tus principales virtudes?». Pero «¿Qué más?».
Vivian se inclinó un poco hacia delante.
—Watzahn. Hay miles de candidatos con promedios académicos similares al suyo. Y la mayoría de ellos encabezan multitud de actividades extracurriculares, o al menos participan en ellas, lo que quiere decir que aportarían experiencia a la hora de delegar tareas o de trabajar en equipo para desarrollar un producto final. Pero aquí solo veo que el año pasado se apuntó al club de Matemáticas —dijo, y los ojos se le pusieron un tanto vidriosos mientras repasaba el expediente de Watt—. ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Qué es lo que lo apasiona?
«Ah, lo típico, ya sabe. Utilizo un ordenador ilegal, acepto algún que otro encargo como pirata para sacarme un dinerito extra, investigo la muerte de una chica a la que casi ni conocía. Intento recuperar a la chica que perdí».
—Me interesa mucho el campo de la ingeniería informática —aventuró.
—Sí, eso ya lo ha puesto en su solicitud —afirmó Vivian con impaciencia—. Pero ¿por qué usted? ¿Qué es lo que lo convierte en una persona especialmente cualificada para construir un ordenador cuántico?
Watt consultó sus lentes de contacto, donde Nadia había proyectado sus puntos fuertes para ayudarlo.
—Puedo sumergirme en los detalles del código sin perder la noción del conjunto. Soy creativo pero al mismo tiempo analítico. Soy paciente pero también sé cuándo hay que espabilar, ser ingenioso y espontáneo.
—¿Qué tal si vemos esa agilidad de ideas en funcionamiento? Voy a proponerle un sencillo problema de cálculo mental —decidió Vivian—. ¿Listo?
Cuando Watt asintió, Vivian pasó a exponer el caso.
—Una pelota de golf normal mide cuarenta y ocho milímetros de diámetro. En Nueva York, los ascensores miden veinte metros de largo por tres metros de ancho y por cuatro metros de alto. ¿Cuántas pelotas de golf…? ¿No va a apuntar los números? —se interrumpió, señalando el bolígrafo y el papel.
Ah, claro. Tal vez a la gente normal le hiciera falta. Watt consideró la idea de seguir su sugerencia; por otro lado, ¿de qué le servía ser normal? Los entrevistadores del MIT no buscaban gente normal.
—Tres millones doscientos treinta y nueve mil noventa y nueve —resolvió en lugar de tomar notas—. Era lo que iba a preguntarme, ¿verdad? ¿Cuántas pelotas de golf caben en un ascensor?
«Gracias, Nadia», pensó aliviado. Por fin, una pregunta a la que había sabido responder con exactitud.
Tardó unos instantes en percatarse de que Vivian no parecía demasiado impresionada.
—¿Quién se lo ha dicho? —inquirió—. Alguien le ha dado la respuesta con antelación. ¿Quién ha sido?
—¿Cómo? Na… Nadie —trastabilló Watt—. Lo he calculado sobre la marcha.
—Nadie es tan rápido —opuso Vivian, y Watt se sintió como un completo imbécil, porque ella tenía toda la razón. Ningún humano era tan rápido.
—Veamos —dijo él—. Le describiré el proceso mental que he seguido. —Escribió las sucesivas operaciones; en realidad, era un sencillo problema de multiplicar. El truco estaba en acordarse de restar las pelotas que había que contar por duplicado y por triplicado, en los lados y las esquinas del cubo imaginario. Pero Vivian aún tenía el rostro lívido.
—En el MIT no hay lugar para tramposos. Si algún día llegara a trabajar con ordenadores cuánticos, comprobará lo increíblemente potentes que son. —«Ni se lo imagina», quiso decirle él—. Su capacidad de procesamiento desafía al entendimiento humano. ¿Sabe en qué ámbitos se usan los ordenadores cuánticos hoy en día? —concluyó con sequedad.
—En el Departamento de Defensa, en la NASA, en las instituciones financieras…
—Exacto. Lo cual significa que gestionan un tipo de información extremadamente sensible: los números de la seguridad social de los ciudadanos, las claves bancarias, cuestiones de defensa nacional. Datos que no pueden verse comprometidos bajo ningún concepto. ¿Comprende por qué la gente que trabaja con ellos debe hacer gala de una integridad intachable? —Vivian meneó la cabeza—. Nunca permitiría que alguien que hace trampas se acercara a un ordenador cuántico.
—No he hecho trampa —insistió Watt, aunque, por supuesto, no era cierto. Había hecho trampa solo por haberse presentado con Nadia a la entrevista—. Lo que ocurre es que el cálculo mental se me da muy bien. Por eso me apunté al club de Matemáticas —añadió con impotencia, luchando contra la desesperación que lo ahogaba.
—Eso espero. Porque si sospechara que ha hecho algo moralmente cuestionable, no lo habría invitado a visitar hoy nuestro campus.
Watt procuró no retorcerse de la angustia. Había hecho multitud de cosas moralmente cuestionables, como mentir sobre la muerte de Eris o infiltrarse en los archivos de la policía en busca de información sobre Mariel, por no hablar de que había fabricado a Nadia. Confiaba en que su expresión no revelase el ritmo frenético al que le latía el corazón. De pronto, ya solo oía el siseo blando e imparable de la arena al caer de un extremo al otro, cada uno de cuyos granos indicaba que ya faltaba un poco menos para terminar con esta entrevista decisiva.
—Bien, prosigamos —dijo Vivian en un tono resuelto—. ¿Cuál es su libro favorito?
¿Libro favorito? A decir verdad, Watt no había vuelto a leer un texto completo desde que tenía trece años. Siempre le pedía a Nadia que se los resumiera.
«Orgullo y prejuicio», sugirió Nadia, y en ese momento Watt recordó vagamente que debía de haberlo leído en algún momento para la clase de Inglés, de modo que sin duda sería una buena opción. Decidido, repitió el título en voz alta.
—En serio —dijo una inexpresiva Vivian—. Jane Austen.
Nadia le facilitó una sinopsis de la novela, pero Watt se temía que las sugerencias de Nadia no estaban ayudándolo demasiado. Tenía que luchar con un nuevo e impreciso miedo que le había hecho un nudo en la garganta y seguir hablando con naturalidad, algo que no le dejaba pensar claramente.
—Me encanta ese libro, el marcado orgullo de Darcy y los profundos prejuicios de Elizabeth —balbució. Pero, un momento, ¿lo habría dicho mal?—. Y, cómo no, ella también es muy orgullosa, y también él tiene muchos prejuicios —añadió patéticamente.
Vivian lo escrutó unos instantes. La decepción se agolpaba en sus ojos.
—Creo que hemos terminado —concluyó a media voz mientras apartaba el reloj de arena—. Puede irse.
Watt reaccionó entonces.
—No es justo. He solicitado matricularme en una carrera de Informática. ¿Qué importancia tiene lo que lea o deje de leer?
—Señor Bakradi, la mitad de los estudiantes que entran aquí aseguran que Orgullo y prejuicio es su libro preferido. ¿Cree que eso es así en realidad o que se debe a que yo he marcado esa novela como favorita en la cabecera del perfil público que tengo en los agregadores?
«Mierda».
—No quiero que me diga cuál es mi libro favorito, ¡sino el suyo! —Dio un suspiro de frustración—. Tengo claro que es inteligente y que se le dan bien los números, pero eso no basta para trabajar con ordenadores cuánticos. La finalidad de la entrevista era que yo llegara a conocerlo como persona. Esperaba algo más de personalidad, de sustancia. Buscaba a alguien que se mostrara tal y como es, no que tomara un atajo y me dijera lo que creía que yo quería oír. Lamento que no haya salido bien, pero seguro que encontrará su sitio. —Vivian esbozó una sonrisa incierta, la primera que mostraba en toda la entrevista—. ¿Puede decirle a Harold que haga pasar al siguiente candidato?
Watt no se movió. Le resultaba imposible. Tal vez no la hubiera oído bien. No podía ser que la cita hubiera terminado ya.
«Watt», lo instó Nadia. Al ver que seguía estupefacto, el ordenador proyectó un impulso eléctrico por su espina dorsal para obligarlo a reaccionar.
De alguna manera, mientras el mundo se le caía encima, Watt consiguió darle las gracias a Vivian. En la sala de espera, los candidatos que seguían esperando levantaron la cabeza expectantes, contando los minutos transcurridos y comprendiendo que no había superado la selección. Mantuvieron la mirada adherida a él mientras salía de allí, como una manada de depredadores que acechara a una presa herida, viéndola dejar tras de sí un reguero de sangre.
Sin saber muy bien cómo, se sentó en un banco de fuera y apoyó la cabeza entre las manos. Notaba una presión extraña en el pecho. Le costaba respirar.
«Lo siento, Watt. Supuse que era el enfoque más adecuado. Multitud de estudios coinciden en que la gente prefiere verse reflejada en la otra persona durante una entrevista, en que la afinidad genera un aprecio que…».
«No es culpa tuya». Watt no podía echarle en cara a Nadia que él hubiera fracasado de una forma tan estrepitosa.
No, sabía que la culpa era suya, de nadie más.
«Buscaba a alguien que se mostrara tal y como es, —le había dicho Vivian—. No que tomara un atajo y me dijera lo que creía que yo quería oír». Pero esa era la vía que Watt tomaba siempre: burlar el sistema y decirles a los demás lo que querían oír, lo mismo a los profesores, que a las chicas o que a sus padres. Para eso quería a Nadia. Pero ¿por qué le había ido tan mal?
¿Dependería de Nadia en exceso? Se había acostumbrado a tenerla ahí para todo; el ordenador era el prisma por el cual él veía, analizaba y respondía a su entorno. Cayó en la cuenta de que no recordaba cuándo fue la última vez que había mantenido una conversación sin que Nadia estuviera ayudándolo discretamente, sugiriéndole qué decir o buscándole referencias para que no quedase como un cretino. Salvo, quizá, con Leda.
Tal vez debiera dejar de depender de Nadia y abrir un maldito libro.
Permaneció allí sentado un largo rato, bajo el frío sol del invierno, viendo cómo las nubes se perseguían las unas a las otras por el bruñido cielo azul. Sabía que debería regresar a Nueva York, pero no estaba preparado. Porque, en cuanto saliera del campus, tendría que hacerse a la idea de que sería la última vez que lo vería.
Llevaba toda la vida soñando con estudiar en el MIT. De alguna manera, por culpa de su insensatez, ese sueño se le había escapado de las manos. Y lo había dejado ir en menos de los treinta minutos que se medían con un reloj de arena.
Tal vez sí que fuese posible que uno se pasara de listo.