CALLIOPE
Cuando Calliope regresó al apartamento de los Mizrahi, fue recibida por un silencio denso y decididamente amenazador.
Con paso inseguro avanzó por el pasillo, cuya gruesa moqueta amortiguaba sus pasos. Su reflejo bailaba en el elaborado espejo de su izquierda, vestido con los tejanos y la camisa de manga larga que llevaba puestos cuando se marchó, horas antes; se había parado en el Altitude para quitarse el vestido incriminatorio, el cual había dejado colgado en una taquilla de allí. No se quitaba de la cabeza que su tez había cobrado una palidez antinatural.
Nadav estaba sentado en una de las sillas de respaldo alto del salón, como si fuese un juez que estuviera a punto de dictar algún tipo de sentencia. Levantó la cabeza al advertir su llegada, pero permaneció callado.
¿Dónde estaba Elise? Quizá prefiriera no presenciar el enfrentamiento, supuso; quizá estimase más conveniente aparecer después, para situarse del lado de Calliope.
O quizá hubiera decidido que la mejor forma de defender su matrimonio sería no opinar sobre lo que su hija había hecho.
—Así que ya has vuelto, Calliope —dijo una engreída Livya al salir de su dormitorio. Se acercó dando pasos breves y remilgados, como un caracol que dejara tras de sí un destellante surco de babas—. Estábamos muy preocupados por ti.
—Lo siento —comenzó Calliope—. No me…
—Estabas en el baile de investidura, ¿verdad? —dijo Nadav, cuya deducción cayó como una lluvia de piedras cortantes sobre el silencio atronador.
Decir la verdad en este tipo de situaciones iba contra el instinto de Calliope, pero sabía que no le convenía mentir con descaro una vez que la habían acorralado.
—Sí —admitió—. Estaba en el baile de investidura. Siento no haberte dicho adónde iba en realidad, pero temía que no me dieras permiso y tenía una buena razón para querer ir. El nuevo equipo de Sanidad Pública del alcalde estaba allí, y he estado intentado pedirles que dediquen más medios al ala de Urgencias del hospital, que carece de las instalaciones necesarias… —Calliope se iba inventando la excusa sobre la marcha, aunque no le estaba quedando del todo mal; se le seguía dando bastante bien mentir bajo presión—. Fui al baile de investidura porque era la única forma que tenía de hablar en persona con ellos.
Livya puso los ojos en blanco.
—Déjate de gilipolleces —le exigió, aunque a Calliope le reconfortó ver el gesto de asombro de Nadav. Ninguno de los dos había oído nunca a Livya soltar un improperio. Además, se había esmerado bastante en su pronunciación, para tratarse de alguien que siempre se comportaba con intachable recato—. ¿Por qué no dices a qué has ido en realidad? Y, sobre todo, ¿con quién?
—No he… —Alguien debía de habérselo dicho a Livya, dedujo con desolación. En el salón había cientos de personas, y cualquiera de ellas podría haber comentado de pasada que la hermanastra de Livya había asistido con el mayor de los hermanos Anderton.
—Ha salido con Brice Anderton —reveló Livya, que se giró triunfante hacia su padre.
Al cabo, Nadav recuperó el habla.
—Calliope. ¿Has salido con Brice, después de que le dijera a Livya que te previniera de él? ¿Por qué lo has hecho? —Parecía más dolido que enfadado.
Calliope parpadeó, en parte sorprendida por que Nadav estuviese detrás de la aciaga advertencia que Livya le hiciera en la boda.
—Porque me gusta. No es ese rufián que dicen. Por favor, no lo juzgues por su reputación.
—Solo quería que tuvieses cuidado —dijo Nadav en tono comprensivo—. Un chico mayor y con más experiencia como él, podría aprovecharse…
—Pero, papá, Calliope sí que tiene experiencia. Si alguien se estaba aprovechando, era ella —intervino Livya, que miró a Calliope con dulzura—. Te acuestas con Brice porque es rico, ¿verdad? Pero, claro, te han enseñado bien. De tal palo, tal astilla.
—No me acuesto con él —interpuso Calliope, apretando las manos en sendos puños; pero Livya levantó el tono de voz para hacerse oír, casi gritando.
—Siempre sospeché que eras una mentirosa, ¡y ahora tengo la prueba! Eres una cazafortunas patrañera, ¡y apuesto a que tu madre también!
—¿De qué estás hablando? —se indignó Calliope, aun con el estómago revuelto de puro miedo. Además, ¿dónde estaba su madre?
Livya contorsionó el rostro.
—Me habías inspirado tanto con tu devoción por el hospital que decidí hacer una donación en tu honor, al ala infantil.
Calliope sintió que un pánico gélido se gestaba en sus entrañas.
—Pero resulta que cuando llamé al hospital para hacer la donación, no tenían ni idea de quién eras. —Livya hizo una mueca de falsa confusión—. No guardaban ningún registro de las incontables horas que les habías dedicado como voluntaria.
Nadav frunció el ceño. La luz de las ventanas incidía dividida en gruesos haces sobre las florituras de la alfombra, sobre su cabello entrecano.
—Calliope —dijo con gravedad—. Todas esas veces que has dicho que ibas al hospital, ¿adónde ibas en realidad?
Livya intervino de nuevo.
—¡A verse con Brice! Lleva fingiendo desde el principio, ¿no te das cuenta? ¡Ya sé yo lo que tiene esta de filántropa! —La miró a los ojos—. Siempre he sospechado que te traías algo entre manos, y ya veo que no me faltaba razón.
Calliope no discutió porque, por primera vez, no se le ocurría ninguna mentira con la que justificarse.
—¿Qué ocurre aquí? —Elise entró en el salón con total tranquilidad. Vestía una sencilla camisa blanca con detalles de encaje en el cuello, la cual le confería un aspecto femenino e inocente. Calliope se tranquilizó un poco al verla.
Si alguien podía sacarla de este embrollo, era su madre. No había nacido aquel a quien Elise no pudiera apaciguar. Era la mayor artista de la manipulación que uno pudiera imaginarse.
—Elise —dijo Nadav, y en ese momento Calliope supo lo que ocurriría ahora: la castigaría, la privaría de las escasas libertades que se le permitían y nunca más volvería a ver a Brice. En fin, sobreviviría a ello; aceptaría todos los correctivos que hicieran falta con tal de salvar a su madre. Cuadró los hombros e irguió la cabeza, lista para suplicar perdón.
Sin embargo, no se esperaba lo que Nadav dijo a continuación:
—¿Me has estado mintiendo? —No la miraba a ella, sino a su madre.
Elise titubeó, solo un instante, aunque este instante fue crucial, porque bastó ese breve lapso para que su expresión revelara la verdad.
—¿A qué te refieres?
—¿Has sido sincera conmigo en cuanto a tu identidad? ¿En cuanto a tu pasado? ¿O solo me has contado lo que creías que yo quería oír?
Calliope vio como su madre vacilaba en la frontera entre la verdad y el engaño. Al cabo, se decantó por la verdad.
—Puede… Puede que haya exagerado sobre nuestra labor como voluntarias —balbució—. No hemos recorrido el mundo como nómadas filántropas.
—Entonces ¿vinisteis aquí directamente desde Londres? —preguntó Nadav.
Elise estaba temblando.
—Pasamos unos años viajando alrededor del mundo. Solo que no nos dedicábamos a la caridad.
—¿Y a qué os dedicabais, entonces? ¿De qué vivíais?
Elise parecía acongojada. A lo que se dedicaban era a ir de compras, a cenar en restaurantes exclusivos, a alojarse en los hoteles más lujosos, a disfrutar de todas las comodidades que tenían a su alcance. Y todo gracias a los fondos que obtenían de aquellos a los que estafaban.
—Queríamos ver mundo —explicó Calliope—. Mi madre me llevaba a visitar los lugares de más valor histórico y cultural, me enseñó a apreciar su diversidad.
Nadav la ignoró. Mantenía los ojos anclados en Elise.
—¿Te inventaste que llevabais años trabajando como voluntarias? ¿Por qué? ¿Por el dinero?
—¡Claro que no! —Elise se acercó a Nadav para ponerle la mano en el brazo. Él se apartó como si le hubiera quemado.
—¿Me estás diciendo que cuando me viste en aquella fiesta te presentaste con otra identidad porque te fascinaban mi ingenio y mi personalidad? ¿Que mi dinero no te importaba?
Elise se sonrojó.
—Está bien. Mentiría si dijera que el dinero no formaba parte del asunto.
—¿«Parte del asunto»? —repitió Nadav en un tono cáustico.
—¡Aquello fue solo al principio! ¡Ahora todo es distinto! Te quiero —insistió ella—, con toda mi alma. No tenía ni idea de que se podía llegar a querer tanto a alguien.
—¿Y por qué tendría que creerme nada de lo que digas ahora? —Nadav se expresaba con una voz fría y calculada, mucho más temible que cualquier grito que pudiera haber dado—. Acabas de admitir que te presentaste con una identidad falsa.
—¡Quería ser alguien de quien pudieras enamorarte! ¡Alguien digno de tu amor! Tenía miedo de que no me quisieras tal como soy. ¡¿No lo ves?! —exclamó Elise—. Tu amor me ha hecho mejor de lo que era. Me estoy convirtiendo en esa persona, en la mujer de la que te enamoraste. Para ti.
Nadav escuchaba a Elise con estupor. Una profunda consternación se había adueñado de él, como si quisiera desposeerla de su encanto y su belleza, una capa tras otra, para llegar a comprenderla de verdad, como una vez creyó haberla comprendido.
—Me mentiste. Cada mañana y cada noche, con cada palabra y cada risa. Todo era mentira.
—¡No! —La voz de Elise sonó rota por la desesperación—. ¡No era mentira! ¡Te quiero, y sé que tú me quieres a mí!
—¿Cómo voy a quererte, si eres una completa desconocida? —replicó Nadav con gravedad—. Te propuse que formaras parte de mi vida, pero siento como si esta fuese la primera vez que hablamos.
Una pura angustia abotagaba los ojos de Elise.
—Por favor. Te ruego que me perdones, te ruego que me des otra oportunidad.
Livya miró a Calliope con una sonrisa vacía y amarga que no llegó a iluminar sus ojos. Calliope tragó saliva. Su madre y ella estaban paralizadas, como actrices que permanecieran inmóviles sobre el escenario a la espera de que se apagaran los focos.
Elise extendió los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, en un callado ademán de súplica.
—Te quiero —susurró—. Por favor, te contaré la verdad, empezaremos de cero, pero, por favor, no nos digamos adiós, no así, no después de todo lo que hemos compartido.
Nadav se negaba a mirarla.
—Hemos terminado —zanjó con un hilo de voz—. Ya no confío en ti. No tengo intención de ponerme a recoger los pedazos de lo que teníamos para intentar recomponerlo, cuando los dos sabemos que ya nunca será como antes.
Elise se echó a temblar, presa de un sollozo silencioso. Había cerrado los ojos con fuerza, como si así pudiera poner fin a todo esto. Calliope no recordaba la última vez que la había visto llorar, deshecha en un llanto auténtico, no en las lágrimas de cocodrilo que conseguía derramar cuando la situación así lo precisaba.
—Estaré fuera del apartamento hasta que terminéis de hacer las maletas. Tenéis veinticuatro horas —anunció Nadav—. No quiero veros aquí cuando vuelva.
—Nadav —imploró Elise, pero el gesto de él parecía tallado en piedra.
—Debería darte vergüenza. ¿Te has parado a pensar en el ejemplo que le estás dando a tu hija, casándote por dinero, haciéndote pasar por quien no eres? —Suspiró, derrotado—. Livya, vámonos.
—Será un placer. —Un destello de malicia floreció en sus ojos.
Por un instante, Calliope creyó que Elise correría a rodear a Nadav entre sus brazos, a suplicarle que cambiara de opinión. En vez de eso, se sacó el anillo de casada y se lo tendió.
La sombra de dolor que nubló los ojos de Nadav sobrecogió a Calliope.
—Eso fue un regalo. Es tuyo —rechazó él. Su expresión se tornó dura y hermética de nuevo, y al momento siguiente, Livya y él se habían marchado.
Calliope sintió cómo la réplica del terremoto que acababa de sorprenderlas sacudía su cuerpo. No acertaba a respirar.
—Mamá… —intentó decir, atónita—. Lo siento mucho.
Elise se secó las lágrimas con la mano, extendiéndose el maquillaje por las mejillas.
—Oh, cariño. No es culpa tuya.
—¡Claro que es culpa mía! Me advertiste que no saliera con Brice, y no te hice caso. Si te hubiera escuchado, esto no habría ocurrido.
—No, Nadav tiene razón. La adulta soy yo, y tengo que asumir la responsabilidad de la vida que he elegido para nosotras. Este día habría llegado antes o después. Aunque siempre quise pensar que sería más tarde que temprano. —Suspiró—. Es hora de que nos vayamos, cariño.
Iban a marcharse de Nueva York. Y esta vez Calliope estaba segura de que nunca regresarían.