CALLIOPE

Calliope recorrió el Nuage con la vista sin apenas mover la cabeza, una habilidad que dominaba desde hacía tiempo. Ante ella, en la barra, descansaba un cortado con una fina capa espumosa, intacto. Empezaron a llegar algunos hombres y mujeres jóvenes vestidos de traje, unos para asistir a un desayuno de trabajo y otros para tomar un café rápido. Más de uno la miró con una curiosidad discreta. Serían blancos fáciles, si buscase un objetivo. Pero no era el caso.

A decir verdad, Calliope había venido aquí porque siempre era reconfortante refugiarse en el bar de un hotel cuando uno estaba solo y no sabía muy bien qué hacer a continuación. Era un lugar seguro y neutral donde nadie le pediría explicaciones. Como una embajada, recordó haberle dicho en broma a Brice.

Le relajaba encontrarse aquí tan temprano, cuando todo estaba aún limpio y reluciente, y las botellas alineadas en los estantes. Era un paréntesis de tranquilidad entre el bullicioso turno de noche y el ajetreo de la tarde.

Hacía años que no tenía esta sensación de viajar a la deriva. En realidad, ninguna cadena la ataba ya a nadie. Había recogido todo su equipaje tras el mostrador del Nuage, salvo el joyero, el cual llevaba bien oculto en su bolso cruzado. Podría salir y perderse en la ciudad, meterse en un parque, en un supermercado de barrio o en unos grandes almacenes, y nadie sabría dónde estaba. Era una sensación curiosa.

Tras liberar un suspiro, pronunció un par de comandos para sus lentes, y entonces, al entrar en los agregadores, ahogó un grito. Los titulares le hicieron olvidarse en el acto de sí misma y de su situación. De alguna manera, el secreto de Avery Fuller había salido a la luz, y todo el mundo sabía ahora lo que había entre Atlas y ella.

En represalia, Avery había incendiado el apartamento de la familia, la totalidad del piso mil, con ella dentro.

Por alguna extraña razón, la noticia había dejado estupefacta a Calliope. Le costaba creer que Avery Fuller ya no estuviera en el mundo. Avery, que tantas cosas había sido para ella: un obstáculo, y en los últimos tiempos, también algo parecido a una amiga. La brillante y efervescente Avery, con su sonrisa siempre a punto y su cabello esplendoroso, la que vivía, literalmente, en la cima del mundo. Jamás habría imaginado que una chica como ella podría hacer algo tan drástico e irremediable. Por otro lado, nadie sabía mejor que Calliope que nunca podías adivinar qué ocultaba la gente tras la fachada con la que se presentaba ante los demás.

Rodeó la taza de café con las manos para sentir su calor, asombrada ante lo raro que era el amor. Ahora podía hacer que uno se sintiera invencible, y al momento siguiente, podía aplastarlo. Pensó en Avery y en Atlas, atrapados en una situación imposible. Pensó en su madre y en Nadav. ¿Habrían tenido alguna posibilidad, de haberse conocido en otras circunstancias?

Se preguntó dónde estaría Elise ahora. A estas alturas, debía de haberse deshecho de sus lentes de contacto, debía de haberse desconectado de todo, como si se hubiera evadido del mundo sin dejar tras de sí más que una voluta de humo. Igual que Avery.

—Imaginé que te encontraría aquí.

Brice acababa de aparecer en el asiento contiguo. El corazón de Calliope dio de pronto un latido que resonó por todo su cuerpo, hasta las yemas de los dedos. Hoy Brice parecía distinto, o tal vez solo se debiera a que ella ya había renunciado a él; sin embargo, ahora era suyo de nuevo, ¿o tal vez no?

De una cosa sí estaba segura. Después de ver lo que había ocurrido entre su madre y Nadav, sabía que tenía que ser sincera con Brice. Se lo merecía.

—No soy como tú crees.

—No sabía que ahora pudieras leerme la mente —dijo él, que hizo una seña para pedir un café—. ¿Cómo creo que eres, aparte de preciosa e impredecible?

Calliope suspiró.

—No soy…

Dejó la frase en el aire, sin saber muy bien cómo terminarla. «¿Simpática? ¿Buena persona?».

—No me llamo Calliope.

Brice no se inmutó.

—Ya lo sé.

—¿Qué? ¿Cómo…?

—Me ofende que no te acuerdes de cuando nos conocimos, en la playa de Singapur. Cuando te hacías llamar Gemma.

—¿Te acuerdas de aquello? —Siempre había temido que Brice terminara cayendo en la cuenta, y en realidad lo había sabido desde el principio, aunque no parecía estar muy molesto. Un haz de luz pareció disipar la inquietud de Calliope, alumbrar una tímida esperanza en su pecho.

—Claro que me acuerdo —respondió él—. Eres inolvidable.

—¿Por qué nunca me habías dicho nada, si lo sabías?

—Por dos motivos. En primer lugar, porque hay algunas cosas que se me escapan. No sé muy bien por qué tu madre y tú habéis estado viajando por el mundo y cambiándoos el nombre. Tengo mis teorías —dijo, en respuesta al gesto de preocupación que vio en ella—, pero no es el momento de exponerlas.

Calliope contuvo la respiración.

—¿Y el segundo motivo?

—Quería conocerte a fondo. A la Calliope de verdad. Y lo he conseguido —explicó Brice, como si fuera lo más obvio del mundo.

Calliope notó como una delicada y luminosa alegría le subía burbujeando por dentro. Brice conocía su verdadera historia, o al menos una pequeña parte, y, aun así, parecía no importarle. Seguía queriendo estar aquí con ella.

—Y bien —continuó él, que cambió el tono despreocupado por otro más serio con la naturalidad que le caracterizaba—. ¿Cómo es que has venido al Nuage tan pronto?

—Nadav se enteró de que mi madre y yo no éramos quienes decíamos ser. No es necesario que te diga que no le hizo mucha gracia.

—¿Significa eso que piensas marcharte de Nueva York?

—Mi madre ya se ha ido. Yo me he quedado —dijo Calliope con la voz desvaída, al tiempo que dejaba entrever su lado más coqueto—. Tengo algunos… asuntos pendientes.

Había apoyado una mano en la barra entre ellos, tímidamente. Sin decir palabra, Brice le puso la suya encima.

—¿Esos asuntos pendientes tienen que ver conmigo?

—Entre otras cosas —contestó ella, mirándolo a los ojos.

—¿Qué otras cosas?

—La ciudad —empezó, para titubear después. ¿Cómo podía describirle lo que sentía por Nueva York? La amaba, de esa forma inexplicable en que uno ama algo que no le corresponde en su afecto, porque ha dejado huella en su alma. El sitio de Calliope estaba en Nueva York, o acaso ella fuese una parte de Nueva York. Cuando llegó aquí, era muy inestable, como un inconsistente trozo de arcilla, pero ahora tenía forma y tenía textura; sentía las huellas de Nueva York impresas por todo su ser, del mismo modo que sentía el roce de Brice en su piel.

Había tantas cosas aquí, tanto color, tanto gusto, tanta luz y tanto movimiento. Tanto dolor y tanta esperanza. La ciudad era hermosa y horrible al mismo tiempo, y estaba siempre cambiando, siempre presentándose de nuevo; no podías apartar los ojos de ella ni por un momento, porque de hacerlo, echarías de menos la Nueva York de hoy, que sería distinta de la Nueva York de mañana y de la Nueva York de la semana siguiente.

Brice le dio la vuelta a la mano de ella para cogerla en la suya.

—¿Qué tienes pensado hacer?

Calliope tomó otro sorbo de café, deseando tener una cucharilla para poder darle vueltas, para removerlo con más fuerza de la necesaria. Se sintió ilusionada por un nuevo propósito.

Cayó en la cuenta de que era lunes.

—Ir a clase, supongo. —Ahora mismo, la idea de asistir a una charla sobre cálculo multivariable se le antojaba un poco ridícula—. Tengo que terminar de entender algunas cosas. Tengo que entenderme a mí —dijo poco a poco.

—¿Qué tienes que entender?

—¡Mi identidad! —exclamó—. Ya no sé quién soy. Tal vez nunca lo haya sabido. —Llevaba siete años interpretando un papel tras otro, fingiendo ser lista o tonta, pobre o rica, aventurera o apocada, según lo requiriera la ocasión. Había hecho de todo menos de sí misma, había vivido todas las vidas menos la suya.

Pero ahora podía ser quien quisiera y lo que quisiera.

—Yo sí sé quién eres —dijo un imperturbable Brice—. No importa qué historia te inventes ni qué acento emplees. Yo sé quién eres y quiero seguir conociéndote, Calliope, Gemma, te llames como te llames.

Calliope titubeó.

Nunca o, mejor dicho, casi nunca, le había revelado a nadie su verdadero nombre. Era la primera de sus reglas: nunca le digas a nadie cómo te llamas en realidad, porque eso te hará vulnerable. Mientras permanezcas escondida tras un nombre y un acento falsos, nadie te hará daño.

Sin embargo, de esta manera también era imposible que nadie llegara a conocerla de verdad.

—Beth —musitó, con la sensación de que un terremoto acabara de sacudir el planeta—. Mi verdadero nombre es Beth.

Sus lentes le presentaron un parpadeo entrante, de una remitente registrada con el nombre de Anna Marina de Santos. «Brindemos por este momento».

Unas lágrimas se asomaron a los ojos de Calliope, que articuló una risa ahogada. Era Elise, cómo no, que ya había adoptado una nueva identidad.

—Brindemos por este momento —susurró Calliope, que asintió para enviar la respuesta—. Te quiero. —Imaginó cómo el mensaje se convertía en texto, viajaba embalado hacia algún satélite y daba la vuelta al mundo, para terminar apareciendo en las retinas que su madre habría acabado de estrenar. Ojalá pudiera salvar los kilómetros que las separaban y darle un abrazo con la misma facilidad.

«Yo también te quiero».

—Beth —repitió Brice, que le tendió la mano como si se estuviera presentando. Su mirada bailaba sobre ella—. Encantado de conocerte. Por favor, permíteme ser el primero en darte la bienvenida a Nueva York.

—El gusto es mío —respondió Beth con una sonrisa.