RYLIN
El primer día de instituto, Rylin salió del cuadrángulo principal de Berkeley, formando una visera con la mano sobre los ojos, pese a que sus lentes de contacto hubieran activado el modo de bloqueo lumínico, una de las pocas cosas que podían hacer en el recinto escolar. Los rayos solares libres de radiación ultravioleta le provocaban un hormigueo agradable en los brazos.
Ante ella se elevaba el edificio científico, rodeado de un destellante estanque turquesa lleno de koi multicolores y alguna que otra rana que croaba. Rylin se estremeció al pasar cerca de ellas. El año anterior había tenido que diseccionar una rana en clase de Biología, y aunque sabía que no era auténtica, que en realidad era una especie de criatura sintética fabricada específicamente para que los estudiantes de instituto no cometieran actos de crueldad animal, seguía sin gustarle el ruido que hacían las de verdad.
Este año ni siquiera había querido apuntarse a las clases de ciencias, pero dado que eran obligatorias, se había decantado por la opción que más inocua le parecía: Introducción a la Psicología. En realidad, se lo había sugerido la jefe que había tenido durante el verano, Raquel. «Los buenos narradores estudian Psicología», sentenció mientras tamborileaba distraídamente con los dedos sobre las cajas donde se guardaban las películas. «Los novelistas, los cineastas e incluso los actores. Hay que conocer las reglas del comportamiento humano para poder hacer que los personajes las rompan».
Rylin supuso que tenía sentido. Además, optar por Psicología le parecía mucho más agradable que las otras alternativas: nada de tubos de ensayo ni de escalpelos, solo encuestas y «experimentos sociales», significara lo que significase eso.
Se adentró en el vestíbulo de dos plantas de la sección de ciencias, pasando frente al laboratorio de Robótica, donde las chispas de unos circuitos eléctricos saltaban de un cable a otro como arañas furiosas; frente al laboratorio de Meteocultura, donde los alumnos se apiñaban en torno a un inmenso globo terráqueo holográfico, analizando los patrones climatológicos que formaban ondulaciones grisáceas en la superficie; frente a la enorme puerta de acero señalizada como «Laboratorio bajo cero: Se requiere protección térmica». La llamada «nevera», donde los estudiantes de Física Avanzada realizaban experimentos en condiciones de congelación con partículas subatómicas. Rylin prefería no saber cuánto debía costar mantener la sala a esa temperatura.
Cuando giró hacia el aula 142, al final del pasillo, le alivió ver las hileras de puestos de laboratorio para dos personas, cada uno de los cuales tenía por todo equipo un holovisor. Se sentó en una de las mesas vacías y activó la función de cuaderno de su tableta escolar, justo a tiempo.
—El comportamiento del ser humano es ilógico e irracional. Esta es la primera regla de la psicología.
Una sofisticada mujer china entró en el aula con paso resuelto, espetando a todos los alumnos al instante con una mirada fija. Sus tacones repiqueteaban en el suelo con levedad.
—La psicología, como ciencia, nació porque el ser humano lleva milenios intentando comprender por qué actúa como lo hace. La psyche, que significa la «mente», y el logos, que significa el «estudio». Llevamos buscando respuestas desde la época de los antiguos griegos, pero aún no hemos terminado de entenderlo todo.
»Soy la profesora Heather Wang. Bienvenidos a la clase de Introducción a la Psicología —anunció antes de entornar los ojos—. Si estáis aquí porque creéis que esta será una asignatura de ciencias fácil en comparación con la Física o la Química, pensáoslo mejor. Al menos, los elementos y las sustancias químicas se comportan de un modo predecible. Con las personas, por el contrario, nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Rylin no podía estar más de acuerdo. A veces ni ella misma estaba segura de lo que pensaba hacer, por lo que menos aún podía prever las decisiones de los demás.
La puerta del aula se abrió hacia dentro y se asomó una cabeza morena. A Rylin le costó reprimir un jadeo. De todas las asignaturas a las que se podría haber apuntado, ¿por qué también él había tenido que elegir esta?
La profesora Wang lo miró con frialdad.
—Sé que es vuestro último año y que ya tenéis un pie fuera de aquí, pero no puedo permitir que nadie sea impuntual.
—Lo siento, profesora Wang —dijo Cord, con la encantadora sonrisa que solía emplear a modo de disculpa. A continuación, se fue derecho hacia la consola de laboratorio donde estaba Rylin, ignorando los varios puestos libres que encontró por el camino, y ocupó el asiento contiguo.
Rylin no dejó de mirar hacia delante en ningún momento, como si no hubiera reparado en su presencia.
—Aunque haya sido por obligación y, en el mejor de los casos, bastante tibia —prosiguió la profesora, dirigiéndose a toda la clase—, lo que el señor Anderton acaba de pronunciar es una disculpa, un buen ejemplo de los tipos de interacción social que estudiaremos a lo largo del curso. Exploraremos los distintos factores que influyen en el comportamiento del ser humano, entre ellos las normas sociales establecidas. Hablaremos de cómo se forjaron estas normas, y de lo que ocurre cuando alguien decide saltárselas.
«¿Como saltarse la norma tácita de no sentarse al lado de tu exnovia en clase cuando hay asientos desocupados de sobra?».
—Hoy estudiaremos el efecto Stroop, una demostración clásica de lo sencillo que es engañar al cerebro humano. El cerebro es el ordenador con el que interpretamos el mundo, un dispositivo cuyas funcionalidades se pueden manipular con demasiada facilidad. Recordamos la información de forma imprecisa, olvidamos lo ocurrido durante períodos muy amplios. Nos convencemos de cosas que sabemos que no son ciertas. Empecemos. —La profesora Wang dio una palmada y al instante las tabletas de todos los alumnos se encendieron para mostrarles las instrucciones del laboratorio.
Cord se inclinó sobre la mesa de laboratorio. Se enrolló las mangas, en descarada oposición a la etiqueta de la escuela, dejando a la vista los músculos de sus antebrazos.
—Cuánto tiempo, Myers.
Rylin mantuvo los ojos anclados en las instrucciones del laboratorio para no mirarlo. Había estado evitando a Cord desde que lo vio besándose con Avery en la fiesta de Dubái del año anterior. Y le había ido bastante bien, hasta ahora.
—Aquí dice que uno de nosotros tiene que ponerse el casco de realidad virtual —indicó ella. Si Cord observó que Rylin daba golpecitos en la tableta con una vehemencia inusual en ella, no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a mirarla con su sonrisa alegre con los labios apenas separados.
—¿Qué tal el verano?
¿Por qué se empeñaba en hacer como si nada?
—Muy bien —dijo Rylin sin más—. ¿Y tú?
—He estado viajando un poco con Brice, sobre todo por Sudamérica. Practicando windsurfing, submarinismo, ya sabes.
—«No, —pensó Rylin—, la verdad es que no lo sé».
Cord estaba muy unido a su hermano mayor, Brice, aunque al fin y al cabo, como en el caso de Rylin y Chrissa, solo se tenían el uno al otro. Los Anderton habían muerto años atrás al sufrir un espantoso accidente de aviación, convirtiendo a Cord en huérfano, en celebridad y en multimillonario, todo a la vez. Entonces solo tenía diez años.
Cuando la madre de Rylin falleció, lo único que ella heredó fue una montaña de facturas de gastos médicos por pagar.
—¿Y tú? ¿Has ido a algún lugar divertido? —le preguntó Cord.
«¿Que si he ido a algún lugar divertido?».
—La verdad es que no. Encontré un empleo en un archivo, como revisora de películas en la biblioteca pública.
—Ah, es verdad. He visto tus fotos. Están geniales —dijo Cord. A Rylin le sorprendió que la hubiera estado siguiendo en los agregadores.
—El sábado te eché de menos en la fiesta que di —añadió—. Tenía ganas de ver de qué habrías pensado disfrazarte; no sabía qué sería más probable, si de Catwoman o de cantante de punk rock.
—La verdad es que no me gusta disfrazarme. —¿En serio Cord creía que ella iba a presentarse precisamente en la fiesta en la que había trabajado para él el año anterior, en la fiesta donde él le había dado el primer beso?
—¿No te gusta disfrazarte? Eso no suena muy divertido.
—No todo tiene por qué ser «divertido», ¿sabes? —le espetó Rylin, con más sequedad de la que pretendía. Sabía que en realidad no estaba siendo justa. Pero algunas veces Cord haría bien en pararse a pensar un poco antes de soltar lo primero que le viniera a la cabeza.
Además, Cord no conocía a nadie más que pudiera reconvenirlo de esa forma.
Rylin cogió el casco de realidad virtual y se lo ajustó con torpeza sobre los ojos, dejando a un lado el mundo, incluido Cord.
—Entraré yo primero —dijo, rompiendo el silencio. Un fondo blanco despejado abarcó todo su campo visual.
Un instante después, Cord pulsó algo para empezar con el experimento.
—Dime qué color ves.
La palabra «hola» apareció ante ella en un verde brillante. Rylin parpadeó, desconcertada, antes de recordar que debía decir el nombre del color.
—Verde.
La palabra desapareció, para ser sustituida por unas letras de imprenta granates que componían la palabra «púrpura».
—Púrpura —dijo de forma automática, antes de volver a sentir que se ruborizaba—. No, espera, o sea, granate…
Cord se rio. Ahora que tenía los ojos tapados, Rylin no quiso imaginarse con qué cara la estaría mirando.
—¡¿Veis lo fácil que es engañar al cerebro?! —exclamó la profesora Wang cerca de ellos.
Rylin pulsó un interruptor ubicado en el lateral del casco y de inmediato la pantalla se volvió transparente. Miró a través de las gafas, ahora libres de contenido, y vio a la profesora detenida junto a su puesto de laboratorio.
—He leído la palabra automáticamente —intentó explicar.
—¡Exacto! —afirmó la profesora—. Las neuronas dedicadas al análisis y a la identificación visual han incurrido en una disensión, ¡lo cual ha desatado el caos! ¡Tu cerebro te ha traicionado! —Le dio un golpecito en la cabeza con el dedo antes de acercarse a otro puesto.
«Solo me traiciona cuando tengo a Cord cerca», pensó Rylin con cierto rencor.
Levantó la mano para volver a pulsar el interruptor del casco, dejando que la pantalla proyectara de nuevo el programa del laboratorio.
—Vale, estoy lista.
—Rylin… —Cord estiró el brazo como si pretendiera quitarle el casco de realidad virtual de la cabeza, pero Rylin se apartó instintivamente. No permitiría que Cord le tocara el pelo como si tal cosa. Había perdido ese derecho hacía mucho tiempo.
Cord pareció darse cuenta de que se había excedido.
—Perdona —masculló, escarmentado—. Pero… es que no lo entiendo. ¿Qué ocurre? Creía que el año pasado nos estábamos volviendo a hacer amigos, y ahora me da la impresión de que tuvieras algo contra mí.
«Nos estábamos haciendo amigos, hasta que quise que fuéramos algo más, y entonces te vi con Avery».
—No te preocupes —dijo ella con rigidez—. No pasa nada.
—Claro que pasa —opuso Cord.
—Mira, acabemos con esta prueba y…
—Pasa de la prueba, Rylin.
Rylin se sobresaltó al percibir una nota de rabia en la voz de Cord. A regañadientes, se quitó el casco y lo dejó en la mesa.
—¿Qué quieres?
—¿Por qué te comportas así?
—No sé de qué me hablas —protestó ella en un tono débil, pues sabía muy bien a qué se refería Cord, tanto que de pronto se sintió avergonzada de sí misma. Incómoda, se puso a jugar con la correa del casco.
—¿He hecho algo que te haya molestado? —insistió Cord.
Se miraron a los ojos, y entonces Rylin notó que un rubor candente afloraba a sus mejillas. Decirle la verdad a Cord implicaba admitir lo que había sentido por él el año anterior, que había llegado a perseguirlo hasta Dubái. Aun así, una parte de ella insistía en que le debía una explicación, por mucho que ofrecérsela socavara su orgullo.
—Te vi con Avery. En Dubái —reveló con voz queda.
Rylin observó a Cord mientras este infería el peso de sus palabras.
—¿Viste a Avery besarme? —concluyó él al cabo.
Rylin asintió, abatida, incapaz de articular palabra. A pesar de que hubiera ocurrido hacía muchos meses (a pesar de que ahora ella estuviese con Hiral, y de que ya no debería tener importancia), Rylin volvió a sentir el bochorno de aquella noche, más pegajoso y asfixiante que nunca.
Había viajado a Dubái alentada por la absurda esperanza de encontrar a Cord y confesarle sus sentimientos. De convencerlo de que podían empezar de cero. Lo buscó durante toda la noche, pero cuando al final dio con él, era demasiado tarde. Estaba con Avery. Besándola.
—No volvió a pasar nada entre ella y yo —le aseguró Cord con calma—. Solo somos amigos.
Al final Rylin había llegado a esa conclusión, cuando Avery se marchó a Europa y empezó a salir con aquel chico belga o con quienquiera que fuese. Se sintió un poco tonta.
—No tienes por qué darme ninguna explicación —se apresuró a decirle—. Ocurrió hace mucho tiempo, y además no tiene ninguna importancia.
—Pero es que sí que tiene importancia. —La mirada de Cord se había vuelto indescifrable—. Ojalá me lo hubieras dicho —añadió con la voz atenuada.
Rylin sintió que la sangre le palpitaba bajo la piel.
—Hiral y yo hemos vuelto —dijo, impulsada por una necesidad repentina.
—¿Hiral?
Rylin sabía lo que Cord pensaba. Estaba recordando lo que Hiral había hecho el año anterior, cuando ella trabajaba para Cord.
—Esta vez es distinto —aseveró ella, sin saber muy bien qué hacía dándole explicaciones a Cord.
—Si tú eres feliz, Rylin, me alegro por ti.
—Soy feliz —le confirmó ella, y lo decía en serio; era feliz con Hiral. Pero, de alguna manera, había dado la impresión de que estuviera a la defensiva.
Cord asintió.
—Mira, Rylin, ¿podemos empezar de cero?
«Empezar de cero». ¿Era posible algo así después de todo por lo que habían pasado? Tal vez, más que de empezar de cero, se tratase de continuar a partir de aquí. Sonaba bien, a decir verdad.
—Me gustaría —decidió Rylin.
Cord le ofreció la mano. Por un momento, a Rylin le sorprendió el gesto, pero luego extendió el brazo y se la estrechó.
—Amigos —declaró Cord. A continuación, cogió el casco de realidad virtual para realizar su parte del experimento.
Rylin lo miró, ya que sentía curiosidad por algo que le había parecido advertir en su tono, pero la expresión de Cord quedaba ya oculta tras la voluminosa máscara de las gafas.