AVERY

Estoy orgullosa de mi padre por todo lo que ha hecho por Nueva York y por todo lo que tiene planeado hacer. —Avery se obligó a sonreír mientras hacía las declaraciones aprobadas con antelación por el equipo de relaciones públicas de su padre—. Sé que su labor traerá a la ciudad un desarrollo sin precedentes.

—Sin embargo, tienes pensado mudarte a Inglaterra —insistió la periodista. Una zetta flotaba cerca de su boca para captar su respuesta.

—Espero poder ir a estudiar a Oxford, si me admiten —confirmó Avery, con los dientes apretados mientras sonreía. Seguía sin entender qué tendrían que ver sus estudios con la investidura de su padre. Además, ¿cómo sabían lo de Oxford? En principio, el estado de su solicitud era confidencial. Alguno de sus amigos debía de haber difundido el rumor o, peor aún, quizá alguien la hubiera reconocido por las calles de Oxford. Lo cual significaría que esa ciudad tampoco sería el refugio que ella se esperaba.

—Nueva York lamentaría mucho quedarse sin ti —dijo la periodista con una sonrisa fingida. De tez broncínea, tenía una melena azabache que formaba lustrosas ondas—. Hablando de todo, aquí está tu hermano. Tal vez pueda unirse a…

—¿Me disculpa? —le pidió Avery en un tono cortés al tiempo que se hacía a un lado. Ni en sueños se quedaría aquí para que la entrevistaran junto a Atlas. Después de la tarde que había pasado en comisaría para que la interrogaran, se encontraba al límite. No les había dicho nada incriminatorio a los detectives, pero de todas maneras estaba conmocionada.

Nada más regresar a casa, le envió un mensaje a Watt. No sabía muy bien por qué, pero prefería decírselo solo a él en lugar de avisar también a Rylin y a Leda. Era imposible predecir cómo reaccionaría Leda ante una situación de este tipo. Además, seguía convencida de que Leda era quien corría un mayor riesgo.

Sabía que Watt miraría por ella a toda costa.

«No creo que sepan nada, ¿no?», le había preguntado. Al fin y al cabo, la policía no había vertido ninguna acusación contra ella. Daba la impresión de que pretendieran tantearla o lanzar una sonda, sin tener muy claro lo que buscaban.

«Estoy en ello, —le había contestado Watt sin comprometerse—. Te avisaré en cuanto tenga algo».

Avery no sabía qué habría querido decirle con eso. Prefería no preguntárselo.

Se hallaba ahora en el ayuntamiento, que su padre había transformado en una jungla de adornos dorados y hologramas, tomada por un rebaño de neoyorquinos emperifollados. Sus padres estaban junto al escenario, saludando a la gente, luciendo sus vacías sonrisas politizadas.

Miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría Max, aunque una parte remota de ella prefiriera no verlo. De nuevo recordó aquel día en Oxford, cuando él le entregó el chip de acceso al apartamento y describió la vida que construirían allí. Si le hubiera entregado la llave de su corazón, no podría haberse sentido más culpable e indigna.

Intentó ir a buscarlo, pero cada pocos pasos alguien la paraba. Lila Donnelly, la promotora del maratón en la luna, en el que los participantes corrían con zapatillas lastradas que simulaban la gravedad de la Tierra. Marc de Beauville, uno de los principales donantes de su padre y propietario del campo de golf de varios niveles del Cinturón de la Torre. Fan PingPing, la estrella del pop china. Todo el mundo estaba allí, los nuevos ricos y los de toda la vida, los que sentían curiosidad y los que se aburrían, la gente de negocios y los anonadados grupos de amigos que habían comprado una entrada solo porque sentían debilidad por las fiestas glamurosas.

Los saludó a todos con la cabeza, a la vez que murmuraba unas palabras de agradecimiento antes de escabullirse con su vestido de tul dorado. El tejido caía en pliegues vaporosos desde la cintura ceñida y el borde de cada una de las capas estaba perfilado por una sucesión de lentejuelas áureas y bordados relucientes. Con el cabello recogido en bucles delicados, y con los diamantes ambarinos de cinco quilates que su madre le había prestado brillándole en las orejas, era muy consciente de su aspecto destellante y espléndido. Lo odiaba.

—¡Avery! —Leda se abrió paso con decisión entre la multitud para llegar hasta ella—. Te he buscado por todas partes.

—Ey, Leda —acertó a saludarla Avery, con la sonrisa aún empastada en su rostro, aunque ahora más flácida. Leda no se dejó engañar.

—¿Qué te pasa?

—No puedo escapar de él —dijo Avery con impotencia. La respuesta se escurrió de sus labios antes de que hubiera terminado de meditarla.

—¿Y por qué quieres escapar? —Leda la miró con el ceño fruncido—. ¿Por lo del apartamento?

Avery entreabrió la boca. Tenía la garganta seca como la lija. Sus ojos habían saltado por instinto hasta Atlas.

Leda siguió su mirada. Avery vio por su expresión que la había entendido, que la comprendía de forma tácita presa de una absoluta incredulidad.

—Ah —fue cuanto Leda acertó a decir en un primer momento—. Creía que te referías a Max.

Lo cual era lógico, porque tendría que haberse referido a Max. Ya que previamente no había especificado otra cosa, lo normal era dar por hecho que hablaba de su novio.

Ninguna de las dos pronunció el nombre de Atlas.

—Mira, Avery —dijo Leda con calma—. Max y tú estáis bien juntos, tenéis una relación tranquila y estable. Sin dramas. —Por alguna razón, el modo en que lo dijo invitaba a pensar que una vida sin tragedias tenía tanto de reconfortante como de deprimente.

—¡Entre Max y yo hay dramas! —protestó—. Y chispas, y fuegos artificiales. O como quieras llamarlo.

—Claro que sí —afirmó Leda, demasiado deprisa como para resultar convincente. Suspiró—. Eres muy feliz con Max. No quiero que pierdas eso.

—Tú también pareces feliz. —Esta vez Avery sí desplegó una sonrisa sincera—. ¿Ha venido Watt al baile?

No pasó por alto el rubor revelador que encendió las mejillas de Leda cuando oyó su nombre.

—En principio sí iba a venir, pero al final no ha podido. Le surgió algo urgente —explicó Leda, que se encogió de hombros—. Me dijo que no me preocupara.

Avery asintió.

—Me alegro de que hayáis… Ya sabes.

—Sí. —Leda oteó el salón atestado—. ¿No es increíble que estemos aquí? ¿En el último año? ¿En la investidura de tu padre?

Avery la comprendía. El tiempo pasaba volando, demasiado rápido para poder detenerlo.

—Ojalá pudiéramos volver atrás, hacer las cosas de otro modo. Enmendar todos los errores que hemos cometido.

—Ojalá —convino Leda—. Pero creo que lo único que podemos hacer es seguir adelante, lo mejor que sepamos.

Tal vez Leda tuviera razón. Tal vez la verdadera forma de madurar consistiese en apartarse de la faceta más horrible de uno. En pegarse una sonrisa en la cara y hacer como si nada de aquello (el beso, la confesión, la noche en que vio morir a su mejor amiga) hubiera ocurrido nunca.

Se preguntó si debería contarle a Leda que la policía la había interrogado esa tarde. No quería preocuparla ni que volviera a perder el control. Pero tal vez estuviera cometiendo una insensatez si se lo ocultaba. Tal vez tuviera derecho a saberlo.

Apenas separó los labios, sin saber muy bien cómo sacar el tema, Max apareció a su lado.

—Aquí estás —exclamó él, para después plantarle un beso en la frente. El esmoquin le confería un aspecto pulcro que acentuaba su atractivo.

—Iba a buscar algo de comer —anunció Leda, que aprovechó la ocasión para dejarlos a solas. Le lanzó una mirada elocuente a Avery antes de irse. Avery la miró alejarse, con esa exagerada V de la espalda del vestido que enfatizaba la pequeñez de su cuerpo y ese estampado austero blanquinegro de su falda.

—Lo siento. Estaba liada con las entrevistas. —Avery se esforzó por aparentar normalidad, decidida a no mirar hacia donde estaba Atlas. Porque incluso ahora sabía muy bien dónde estaba. No quería, pero llevaba toda la noche siguiendo sus movimientos por el rabillo del ojo, guiada por el silencioso pulso de ese radar que, instalado en algún rincón remoto de la mente, nunca deja de funcionar.

Sabía que no tendría que estar pensando en él. Ahora estaba con Max, y lo amaba. Sin embargo, Atlas había sido su primer amor, y cuando lo sentía cerca de ella, como ahora, la historia secreta que compartían parecía nublarle la razón y consumir hasta la última molécula de oxígeno que había en el salón de baile.

—Se acabaron las entrevistas. En adelante, te reclamo solo para mí. —La cogió de la mano con urgencia. El tacto de su piel cálida la reconfortó.

Durante un rato, todo fue bien. Dio una vuelta por el salón con Max, sin parar de hablar de trivialidades, charlando acerca de todas las cosas que harían en Oxford. Cuando la orquesta empezó a tocar una canción lenta, dejó que él la llevara con soltura por la pista de baile, donde sus pies seguían el son sin que ella tuviera que dirigirlos con el cerebro. Aceptó una copa de champán, pero lo encontró insípido.

Avery percibía su mirada como una pluma rozándole la espalda, como si alguien que estuviera al fondo del salón hubiera susurrado su nombre, proyectando un eco que había viajado hasta sus oídos. Levantó la mirada y la cruzó frontalmente con la de Atlas.

—Lo siento. —Se apartó de Max y le soltó la mano—. Necesito… un poco de aire fresco.

—Te acompaño —se ofreció Max, pero Avery meneó la cabeza enérgicamente.

—Será solo un minuto —insistió ella, con más sequedad de la que pretendía. Y, sin que Max tuviera ocasión de protestar, se recogió la falda del vestido con ambas manos y se dirigió hacia el arco que llevaba al ascensor del ayuntamiento. La princesa de Nueva York, huyendo de todo.

La puerta del ascensor estaba situada a un lado, de cara a una hilera de oficinas en las que ahora no había nadie. Avery sabía que esta zona había estado llena hasta hacía poco; la gente que se aburría en la fiesta había subido al mirador, se había dado una vuelta haciendo eses y había bajado otra vez. Pero ahora todo el mundo se había tomado una copa de más, y la pista de baile se estaba animando bastante; además, toda esta gente podía disfrutar de las mismas vistas desde el salón de su casa, y desde una altura aún mayor.

Ahora solo estaba Avery, que machacaba el botón con insistencia para llamar al ascensor gris.

Una vez que salió al mirador, espiró con fuerza, como si llevara demasiado tiempo buceando y por fin hubiera ascendido a la superficie. La plataforma del mirador formaba una media luna ante ella. Dio un paso adelante y llevó los dedos hacia el flexiglás. El crepúsculo invernal se oscurecía por momentos al otro lado de las ventanas. Vio su reflejo espectral encerrado en ellas, superpuesto de forma inquietante sobre el panorama.

Apoyó la cabeza contra el flexiglás y cerró los ojos, rogándole a su corazón que se aquietara. Sabía que quería marcharse de Nueva York. Pero ¿por qué no se emocionaba más ante la idea de mudarse a Oxford con Max?

Durante buena parte de su vida, había permitido que fueran otros los que decidieran lo que deseaba, sin que en ningún momento le preguntaran a ella. Sabía que era muy afortunada por tener una vida por la que muchos matarían, una vida que, por otro lado, tampoco era la suya. No era ella quien la había elegido. Sus padres la habían diseñado a medida, literalmente, para que fuera tal y como ellos querían. Se había empapado de sus convicciones poco a poco, hasta hacerlas suyas, hasta que ya no sabía lo que quería, porque todo se entremezclaba con lo que sus padres deseaban para ella.

Creía que marcharse al extranjero para estudiar Historia del Arte sería su salvación. Pero empezaba a temer que lo único que había conseguido era cambiar unas expectativas por otras. Dejaría atrás la vida en el piso mil y todo lo que esta conllevaba para sustituirla por la vida con la que Max soñaba.

Pero ¿era la vida con la que también ella soñaba?

Vio transcurrir los años ante sí como si mirara una película: llenando el apartamento con una ecléctica colección de muebles; viviendo allí mientras Max cursaba el doctorado y accedía a una plaza de profesor con posibilidad de obtener la permanencia. Una vida estable y milimetrada repleta de amigos, cultura y risas con Max.

Le encantaba Oxford, con su pintoresco encanto y sus adoquines empapados de historia. Pero no era ni mucho menos el único lugar que le encantaba. ¿Por qué tenía que limitarse a esas expectativas cuando había todo un mundo aguardando a que ella lo explorase?

Quería reírse a carcajadas. Beberse unas cuantas cervezas de más. Poner una sonrisa tan ancha que le doliera la cara. Desafinar en el karaoke. Quería ver colores chillones, oír música estridente, estar eufórica y, sí, incluso padecer el dolor de un corazón roto, si venía acompañado de amor verdadero. Con la mirada perdida en la sombría vastedad de la ciudad, sintió de pronto que ni Nueva York ni Oxford serían lo bastante grandes para contener la suma de cuanto ella quería vivir, experimentar y ser. Que no satisfarían su anhelo desmedido e incierto.

Cuando oyó que las puertas del ascensor se abrían a sus espaldas, no se molestó en girarse. Debía de ser Max.

—¿Estás bien?

«Cómo no», pensó sin extrañarse. Le había dicho a Max que necesitaba espacio, y se lo había dado.

Era Atlas quien nunca hacía lo que ella quería que hiciera.

—¿Qué haces aquí arriba, Atlas?

—Te andaba buscando. —La luna proyectaba una sombra a un lado de su rostro y un resplandor plateado al otro, transmutando sus ojos en sendos caramelos.

—Enhorabuena —lo felicitó ella con voz monótona—. Ya me has encontrado. Ahora ¿qué?

—No seas así, Aves.

Intentó dejarlo atrás pero, para su sorpresa y preocupación, Atlas la siguió al ascensor. Avery pulsó el botón para regresar al nivel principal del ayuntamiento.

—¿Cómo quieres que sea? —inquirió ella. Su voz sonaba tensa. ¿No se daba cuenta Atlas?

—No importa.

Avery apartó la mirada de él y la fijó con obstinación en las puertas cromadas del ascensor.

Se encontraban a medio camino cuando el aparato dio una sacudida y se detuvo de pronto, un segundo antes de que se apagaran las luces.