LEDA

Leda seguía a Watt por aquella calle desconocida, preguntándose dónde se estaría metiendo exactamente.

Él le había enviado un parpadeo por la tarde para decirle que tenía que enseñarle algo acerca de Mariel. «Reúnete conmigo a las nueve en la estación del monorraíl de Bammell Lane», había insistido.

Leda había tomado aire poco a poco, como si practicara yoga, intentando despejar la mente. No estaba lista para volver a encontrarse con Watt, para permitirle desbaratar el delicado equilibrio al que a ella tanto le había costado llegar. Pero, más que ver a Watt, lo que de verdad temía era que la investigación destapase la verdad.

Y, francamente, Leda ya estaba bastante inquieta. Desde que la interrogaran en comisaría, no había dejado de tener las pesadillas de siempre, peores incluso que antes, porque ahora las imágenes de la muerte de Eris se alternaban con otras visiones momentáneas que le mostraban a Mariel, ahogándose, intentando agarrar a Leda con unas manos gélidas e implacables. Leda jadeaba y forcejeaba para zafarse de ella, pero Mariel porfiaba en arrastrarla consigo.

«Vale. Allí estaré», le respondió a Watt.

Cuando el vagón del monorraíl se alejó de la ciudad y empezó a serpentear por el aire, Leda no pudo evitar bajar la vista hacia el East River. Unos pocos barcos surcaban las aguas impelidos por sus motores silenciosos, mientras las uves de sus estelas desaparecían en la oscuridad.

Tenía aspecto de estar helado, con la luz del cuarto de luna fracturándose y disgregándose por la superficie revuelta. Con un escalofrío, Leda se acercó un poco más a Watt sin darse cuenta, intentando no pensar en las pesadillas.

Las farolas cobraron vida en torno a ella, su resplandor formaba charcos dorados en el pavimento, el cual relucía con el centelleo revelador de las partículas magnéticas que mantenía los aerodeslizadores en alto. No era que hubiese ningún aerodeslizador pasando por allí. Brooklyn llevaba años perdiendo densidad de población, ahora que se quedaba a oscuras en torno al mediodía, gracias a la gigantesca sombra que la Torre proyectaba.

Leda no terminaba de creer que estuviera aquí, con Watt, otra vez a su lado después de tantos meses. Lo encontraba un tanto insólito, como si se hubiera escurrido por el tamiz de la realidad solo para volver a plantarse donde estaba hacía un año. No dejaba de mirarlo de soslayo, como si estuviera comparando a este Watt con el que ella recordaba, ahora con el cabello más crecido y descuidado y los ojos tan brillantes como siempre.

Cuando él la vio mirándolo, le sonrió. Leda se mordió el carrillo, muerta de la vergüenza.

—¿Adónde vamos? —Sentía la necesidad acuciante de hablar de algo, de cualquier cosa, como si el silencio se estuviera cubriendo de capas y capas de mensajes que ella no sabía interpretar—. ¿O es que en realidad no vamos a ninguna parte? ¿Estamos deambulando sin más por este descampado?

—Claro, porque ahora Brooklyn es un descampado —afirmó Watt en un tono inexpresivo.

—¡Pues se le parece mucho!

—Te prometo que merecerá la pena —le aseguró él—. Tú confía en mí.

¿Confiar en Watt? Lo veía complicado, teniendo en cuenta todas las promesas rotas que se interponían entre ellos. Giró la cabeza para no mirarlo a los ojos.

Había dos chicas paradas frente al pequeño quiosco de criptocuentas que quedaba a su derecha, uno de esos terminales con pantalla táctil desde donde uno podía consultar el saldo o realizar transferencias, si no disponía de lentes de contacto. A Leda le llevó un momento reparar en que las chicas no estaban utilizando el quiosco. Solo estaban atildándose un poco y aplicándose brillo labial, con la ayuda del minúsculo espejo curvo de seguridad que coronaba la interfaz. Una de ellas, al cruzar la mirada con Leda por medio del reflejo, se hizo a un lado amablemente para dejarle un hueco.

—El último espejo antes de llegar a donde José —explicó antes de sonreírle.

—Ehh, gracias —masculló Leda. ¿Qué era eso de José?

—Allí nos vemos —respondió Watt. Leda no pudo evitar fijarse en la calidez con la que las dos chicas lo miraban. Por alguna estúpida razón, le molestó.

Siguió a Watt hasta el pórtico de un edificio de piedra rojiza. Unas cortinas gruesas de tonos oscuros tapaban las ventanas, dándole a la fachada del edificio una apariencia inerte o incluso siniestra, como si las ventanas fueran unos ojos vacíos y ciegos. La pintura de la puerta estaba descascarillada y en ella había clavada una nota que avisaba: «Ejecución hipotecaria. Prohibido el paso».

—Watt… —empezó a decir Leda, pero la protesta se quedó en sus labios cuando él empujó la puerta, que se abrió sin resistencia.

Leda entró tras él y parpadeó al ver el descolorido papel pintado. En medio de la reducida entrada, al pie de una escalera de madera, había un tipo blanco y alto que debía de tener la misma edad que ellos. Leda oyó el ruido inconfundible de la música y las risas que procedían de la segunda planta. Miró a Watt confundida.

—¿Os conozco? —les preguntó el portero en un tono adusto.

Watt no se alteró.

—Ey, Ryan. Somos amigos de José. ¿Ha llegado ya?

—Vendrá más tarde —respondió Ryan con algo menos de hostilidad, aunque siguió interponiéndose con determinación entre Watt y Leda y aquello que hubiese al final de las escaleras—. Son cuarenta nanos cada uno.

—Vale. Confirmar transferencia —masculló Watt. Cruzó una mirada con el portero y asintió, dispuesto a enviar cuarenta nanodólares desde su criptocuenta hacia la de Ryan. Leda fue a hacer lo mismo, pero Watt asintió otra vez para abonar su entrada, momento en que Ryan se hizo a un lado para permitirles el paso.

—¿Qué hacemos aquí? —siseó Leda mientras subían las escaleras.

—Puede que aquí encontremos algunas respuestas acerca de Mariel, de lo que sabía y de a quién se lo había contado —explicó Watt—. Mariel venía bastante por aquí.

—Cómo no —ironizó Leda. Tropezó con un clavo que sobresalía y blasfemó entre dientes—. ¿Quién no querría pagar por el privilegio de partirse la crisma en un edificio en ruinas?

—No pasa nada porque tengas miedo —le dijo Watt en voz baja mientras le tendía la mano para que se apoyara.

Leda se la apartó. De pronto estaba enfadada con él, por conocerla tan bien.

—¿Quién es José?

—José lleva bastante tiempo haciendo esto, montando fiestas en casas abandonadas y cobrando a la gente por la entrada. Y también resulta ser el primo de Mariel —contestó Watt cuando llegaron al final de las escaleras, momento en que Leda se quedó muda.

El salón de la segunda planta había sido transformado por completo. Había barras portátiles a ambos lados de la estancia. La música sonaba por unos pequeños altavoces con forma de huevo. Una luz tenue emanaba de unas globombillas, las esferas luminosas desechables que funcionaban por medio de los nanocables contenidos en ellas, aunque solo duraban unas horas. «Porque deben de haber cortado el suministro eléctrico a causa de la ejecución hipotecaria», comprendió Leda. Muy ingenioso.

Aun así, lo más sorprendente de todo eran las decenas de jóvenes que había allí apretujados.

Todos iban bien arreglados, conforme a alguna moda agresiva y transgresora, y llevaban tintuajes y complementos dérmicos tridimensionales. Leda se fijó en los bajos desiguales, en las microminifaldas combinadas con calcetines altos, en los brillantes vestidos de vinilo coloreados de forma ecléctica. Una chica llevaba un vestido hecho sencillamente de cuadraditos de plástico unidos por unos minúsculos aros metálicos. Algunas de las muchachas levantaron la vista y murmuraron entre ellas al ver llegar a Leda y Watt.

Leda sintió que la asfixiaba un miedo súbito y húmedo.

—No puedo hacerlo. Creía que lo conseguiría, pero no puedo; apenas fui capaz de ir a casa de Cord el otro día. No estoy preparada para esto. —Arrugó el gesto y se recogió en sí misma, pero Watt se acercó a ella y la cogió por los codos.

—¿Qué ha sido de la Leda Cole que yo conocía? —le preguntó con una voz discreta y urgente—. Aquella Leda no se asustaba de nada.

«Aquella Leda se asustaba de todo, —pensó Leda—. Pero se le daba mejor disimularlo».

—Yo estoy a tu lado. No dejaré que te pase nada malo, te lo prometo —añadió Watt.

Leda sabía que era una promesa vacía. Pero de pronto se acordó de Dubái, de cómo Watt acudió en su rescate cuando ella yacía incapacitada en la orilla, conduciendo un aeropatín robado a una velocidad prodigiosa. Se acordó de lo protegida que se sintió cuando se dio cuenta de que él estaba con ella.

—Vale. Nos quedamos —aceptó con renuencia antes de volver a mirar alrededor del salón.

Se levantó aprisa la holgada camisa negra y se la recogió en un nudo a un lado, convirtiéndola así en un top. Se pasó los dedos por el espeso cabello corto para dar volumen a sus rizos. Por último, se llevó la mano al bolsillo para sacar su pintalabios rojo brillante y pasárselo por los labios.

—No me mires así —le dijo a Watt, desconcertada—. Solo estoy adaptándome a la situación.

—No te miro de ninguna manera… Perdona… Quiero decir, si te miro así, es solo porque me pareces muy guapa —se justificó Watt titubeando.

Leda tomó aire y meneó la cabeza. Se negaba a permitir que Watt reviviera aquellos sentimientos. Eran los de la antigua Leda, de la que hacía mucho que no quería saber nada.

—En serio, Watt. Como vuelva a oírte decir algo parecido, me largo de aquí —le advirtió, ignorando su expresión, un tanto rebelde ahora—. Bueno, ¿cuál es el plan?

—Esperaremos a que llegue José. Mariel estaba bastante unida a él; puede que se haga una idea de lo que ella sabía.

—¿Cómo piensas averiguarlo? ¿Te vas a infiltrar en sus lentes de contacto? ¿O le vas a robar la tableta?

—Se me había ocurrido que podríamos, simplemente, hablar con él. Como me dijo una chica muy inteligente una vez, no todos los problemas necesitan un hacker para solucionarse —le dijo Watt.

Leda se ruborizó al recordarlo. Era algo que ella le había dicho la noche en que se besaron por primera vez.

—No es un plan muy sofisticado.

—A veces la sencillez es la clave del éxito —opuso Watt, que se encogió de hombros—. ¿Te apetece echar una partida de birra-pong mientras esperamos? Con gaseosa, por supuesto —enmendó, para seguidamente señalar la pared del fondo, a lo largo de la cual había una hilera de mesas de birra-pong alimentadas por sus respectivas células de carga de grafeno. En torno a las mesas se apiñaba un grupo de chicos mayores que aporreaban los tableros y aullaban por algo que había ocurrido durante el juego.

A Leda se le cerró la garganta por completo. Ni en sueños iba a jugar al birra-pong con Watt. Era una actividad demasiado lúdica, demasiado desenfadada, cuando lo que necesitaba era que entre ellos hubiera una relación estrictamente profesional.

—O, si no, también podemos quedarnos mirándonos el uno al otro en silencio —añadió él alegremente.

Leda sintió que el instinto competitivo que había tenido siempre luchaba con tozudez por emerger.

—Nada me gustaría más que ganarte al birra-pong —confesó—. Pero no hay ninguna mesa libre.

—Eso no es problema —dijo un resuelto Watt—. Coge una jarra y reúnete conmigo allí. —Se acercó al grupo de chicos antes de que ella pudiera oponerse.

Como cabía esperar, cuando al cabo de un minuto Leda regresó con una jarra de plástico llena de limonada, Watt estaba inclinado sobre la mesa, convertido en su legítimo propietario.

—¿Cómo has echado a esos tarugos? —le preguntó Leda, más impresionada de lo que le gustaría.

—Los he espantado.

—Claro, porque tú eres muy intimidante. —Leda puso los ojos en blanco—. Más bien, creo que te has servido de Nadia para hackear sus cuentas y enviarles mensajes falsos remitidos por sus allegados.

—Un buen mago nunca desvela sus trucos —sentenció un misterioso Watt. Vertió la limonada en los vasos, que estaban hechos de un metal tan fino que parecían más ligeros que el papel. Pulsó un botón y los vasos se elevaron al instante, impulsados por el potente imán de la mesa, para adoptar una forma triangular y perpendicular al suelo. Unos pequeños globos de succión impedían que el líquido se derramara.

—¿Sabías que cuando se inventó este juego no había campos de fuerza? —Watt sopesó con la mano una de las pelotas blancas, agitándola de un lado a otro—. Al parecer, había que correr sin parar detrás de las pelotas de ping-pong cuando se salían de los límites.

—No te distraigas.

Watt se rio y proyectó la pelota en un ángulo cerrado. Esta rebotó en el campo de fuerza que bordeaba el filo de la mesa antes de caer repiqueteando al tablero.

Leda notó que una sonrisa involuntaria se extendía entre sus facciones. Abrió la mano y la pelota de ping-pong empezó a flotar sobre su palma, respondiendo a los potentes sensores tridimensionales como por arte de magia.

—No te castigues tanto. Los tiros rebotados son una técnica muy avanzada. —Lanzó la pelota hacia el campo de fuerza, donde rebotó con una crepitación sonora antes de golpearse de lleno contra uno de los vasos.

—Impresionante. —Watt levantó el vaso a modo de brindis antes de dejarlo en su lugar. Leda se enrolló las mangas y volvió a coger la pelota, con una sonrisa maliciosa en la cara.

—¿Listo para la derrota?

—Nunca.

Afanados en la partida, Leda empezó a tranquilizarse, mientras el tenso nudo que tenía en el estómago se deshacía poco a poco. Por extraño que pareciera, Watt y ella nunca habían quedado para dar una vuelta sin más. Siempre se habían dedicado a maquinar el uno contra el otro, o a maquinar juntos contra otras personas, o a entrar y salir a hurtadillas de los sitios. Para cuando admitieron lo que sentían, era demasiado tarde: Leda ya sabía la verdad sobre Eris y había perdido el control, momento en que entendió que no podía permitirse estar con Watt.

Aun así, era agradable actuar como si no pasara nada. Aunque solo fuera por un momento.

De pronto, Leda se quedó petrificada. ¿Qué se pensaba que estaba haciendo? No debería estar pasando el rato con Watt, dejando que la hiciera reír. No podía consentir que volviera a acercarse a ella, por muy fácil que…

Watt detuvo la pelota de súbito y deslizó la mano por el tablero, dando la partida por terminada.

—José ha llegado.

Leda giró la cabeza y enseguida vio de quién hablaba Watt.

José cruzó el salón con un evidente aire de autoridad. Tenía algunos años más que ellos, era fornido y llevaba una barba morena muy recortada. Unos tintuajes rojos y negros se enroscaban en torno a su bíceps para desaparecer bajo la tela de la camisa.

Leda corrió al lado de Watt, que ya se había situado en el círculo de los admiradores del anfitrión. Al cabo, José se giró hacia ellos con un gesto de extrañeza, aunque amable al mismo tiempo.

Watt carraspeó.

—Hola, José. Nos gustaría hablar contigo un momento. A solas —añadió al ver que José no respondía—. Sobre Mariel.

José hizo un gesto discreto con la mano y al instante el grupo de gente que lo rodeaba volvió a integrarse en la fiesta. Llevó a Leda y a Watt a una habitación contigua, dentro de la cual solo había una pequeña piscina infantil, donde un grupo de chicas chapoteaban descalzas en los escasos centímetros de agua. Al ver entrar a José, se retiraron.

—¿Erais amigos de Mari? —inquirió José, alargando la pregunta para hacerles ver que no los creía.

Leda decidió que lo más seguro sería no mentirle.

—En realidad, éramos amigos de Eris —intervino.

—Entiendo. Eres una encumbrada —dedujo un lacónico José, como si eso lo explicase todo. Miró el vestuario de Leda de arriba abajo, con un brillo jocoso en los ojos, antes de girarse hacia Watt—. Pero tu novio no.

—No es mi novio —aclaró Leda con impaciencia, ignorando la extraña punzada que notó en el estómago al decirlo—. Hemos venido porque queríamos saber más cosas acerca de Mariel. Frecuentaba estas fiestas, ¿no es así?

La expresión de José se ensombreció.

—Si creéis que no lamento lo que ocurrió aquella noche a cada minuto de cada maldito día… Nunca debí dejar que volviera andando a casa ella sola cuando era obvio que se sentía muy mal… —Titubeó y apartó la mirada.

«Ah», dedujo Leda. Quizá la última vez que se vio a Mariel con vida fue en una de estas fiestas.

—No es culpa tuya. Estaba muy afectada, antes de que… ocurriera —aventuró, preguntándose si no sería un comentario demasiado atrevido.

—Claro que estaba muy afectada. ¡Acababa de perder a su novia! —estalló José, que después dio un suspiro, desinflándose—. Quería a Eris de verdad, ¿sabes?

—Lo sé —dijo Leda en voz baja, a lo que añadió, aunque no pudiera estar más fuera de lugar—: Lo siento mucho.

—No consigo dejar de culparme —continuó José, más para sí mismo que para ellos—. No dejo de pensar en ella, de preguntarme qué estaría haciendo ahora si yo hubiera insistido en acompañarla a casa. Me dan ganas de ir a coger su diario, solo para leer las últimas páginas. Para volver a oír su voz.

Leda levantó la mirada de pronto.

—¿Un diario?

—Desde hacía unos meses, Mari escribía en un cuaderno de papel. Lo llevaba a todas partes —explicó José, encogiéndose de hombros—. Decía que le encantaba lo anticuado que parecía.

Leda intercambió una mirada grave con Watt. ¿De verdad Mariel sentía debilidad por la tecnología elemental, o acaso su intención era esconderse de Watt y su ordenador cuántico, de cuya existencia sabía desde aquella noche en Dubái? En ese caso, había funcionado. Watt y Nadia podían piratear cualquier cosa que funcionara por medio de electricidad, pero ninguno de ellos dos sabía nada sobre este cuaderno.

—¿Nunca llegaste a ver ninguna de las anotaciones de Mariel? —preguntó Watt, lo que despertó en Leda el deseo de abofetearlo por su falta de tacto.

José pareció ofenderse.

—Yo nunca habría violado su intimidad de esa forma. ¿Por qué tenéis tanta curiosidad? —Entornó los ojos—. ¿Cómo habíais dicho que os llamáis?

Se levantó una ardiente vaharada de silencio.

—Ya nos íbamos —intervino Leda aprisa, antes de darse media vuelta. Watt la siguió de cerca.

Mientras caminaban de vuelta a la estación del monorraíl, el aire frío traspasaba implacable la fina chaqueta de Leda. Cuando se quiso dar cuenta, estaba tiritando. Watt la rodeó con el brazo y, esta vez, ella no se lo quitó de encima.