PRÓLOGO
Diciembre de 2119
La primera nevada del año siempre ha tenido algo de extraordinario en Nueva York.
Embellece los defectos de la ciudad, sus perfiles marcados, y transforma Manhattan en un orgulloso y reluciente escenario norteño. El aire se impregna de magia. En la mañana de la primera nevada, incluso los neoyorquinos más hastiados se paran en medio de la calle para contemplar el cielo, presos de una admiración muda. Como si cada caluroso verano olvidasen que algo así era posible, y solo cuando los primeros copos de nieve besan su rostro pueden volver a creer en ello.
Da la impresión de que la nevada podría lavar la ciudad entera, dejar al descubierto los monstruosos secretos que se ocultan bajo la superficie.
Sin embargo, algunos secretos es mejor que sigan enterrados.
Transcurría una de esas mañanas en que imperaba un silencio frío y hechizado cuando una chica apareció en la azotea de uno de los rascacielos gigantescos de Manhattan.
Se acercó al filo mientras el viento le revolvía el cabello. Los copos de nieve danzaban en torno a ella reducidos a cristales astillados. Su tez brillaba como un holograma sobreexpuesto bajo la luz que precedía al amanecer. Si hubiera habido alguien allí arriba, habría dicho que parecía afligida, e indiscutiblemente hermosa. Y asustada.
Hacía más de un año que no salía a la azotea, aunque esta estaba igual que siempre. Los paneles fotovoltaicos se apiñaban en la superficie, a la espera de empaparse de luz solar y convertirla en energía útil. Una enorme aguja de acero ascendía retorcida al encuentro con el cielo. Y de abajo llegaba el rumor de toda una ciudad, una torre de mil pisos, habitada por millones de personas.
A algunas de ellas las había amado, con otras no se había llevado bien. A muchas no había llegado a conocerlas. Pero, a su manera, la habían traicionado, hasta la última de ellas. Le habían hecho la vida imposible al apartarla de la única persona a la que había querido.
La chica sabía que llevaba demasiado tiempo aquí arriba. Empezaba a sentir ese habitual ligero mareo a medida que su cuerpo se ralentizaba, esforzándose por ajustarse a la escasez de oxígeno, por conservar sus recursos. Apretó los dedos de los pies. Los tenía entumecidos. Abajo el aire fluía oxigenado y enriquecido con vitaminas, pero aquí en la azotea parecía negarse a existir.
Esperaba que la perdonaran por lo que estaba a punto de hacer. Pero no tenía alternativa. Era esto o seguir aferrándose a un amago de vida, marchito e inane, una existencia alejada de la única persona que daba sentido a sus días. Experimentó una punzada de culpa, pero más intensa era la profunda sensación de alivio que le proporcionaba saber que al menos, al final, todo terminaría pronto.
La chica levantó una mano para secarse los ojos, como si el viento le hubiera arrancado unas lágrimas.
—Lo siento —se disculpó, aunque no había nadie que la oyera. Además, ¿con quién hablaba? Tal vez con la ciudad que se extendía bajo ella, o con el mundo entero, o con su conciencia silenciosa.
¿Qué más daba? En Nueva York la vida continuaría con o sin ella, igual que siempre, igual de bulliciosa, eléctrica, alborotada y relumbrante. A Nueva York no le importaba que aquellas fueran las últimas palabras que Avery Fuller pronunciase.