CALLIOPE
Calliope sonrió para sí con satisfacción. Tenía una cita con Brice Anderton.
O al menos ella creía que era una cita. No estaba del todo segura, lo cual, a su modo de ver, era razón más que suficiente para ir. No era nada habitual que las intenciones de un chico la confundieran.
Había dado por hecho que no volvería a saber de Brice, después de que se encontraran en el estadio de las ComBatallas. Pero, para su sorpresa, y también para su agrado, él le había enviado un parpadeo para preguntarle si podía salir por la noche.
«Claro», había respondido ella, pronunciando la palabra en voz alta para que se enviara como parpadeo. Su madre y Nadav habían quedado con uno de los proveedores de la boda, de modo que ahora estaba en casa solo con Tamar y Livya. Y tenía el convencimiento de que podría zafarse de ellas sin problema.
La respuesta de Brice no tardó en llegar. «Gracias. Tengo pensado respaldar un proyecto empresarial. Me encantaría conocer tu opinión al respecto, como cliente en potencia».
¿Un proyecto empresarial? La propuesta tendría que haberle molestado, pero lo cierto era que sentía curiosidad.
Se escabulló del dormitorio de Livya (el cuarto que debían compartir mientras la madre de Nadav permaneciera en la ciudad) y se detuvo para mirar a ambos lados. Despejado. Cruzó el pasillo deprisa, con sigilo, conteniendo la respiración.
—¡Adónde vas! —exclamó Livya, emergiendo de la penumbra del salón. Su cara pálida reflejaba una expresión de alegría fea y retorcida. «Oh, cielos», se alarmó Calliope. ¿Acaso Livya había estado esperándola, aguardando a que intentase cometer otra de sus fechorías?
—A clase. —Calliope se estremeció. Tendría que haber tenido preparada una excusa más creíble.
—A clase —repitió Livya, con evidente escepticismo.
—Tengo una sesión de repaso de Cálculo. De nivel básico. Se me hace bastante cuesta arriba. —Por un momento, Calliope temió haber exagerado, pero, para su alivio, Livya sonrió con deleite. Era obvio que celebraba la idea de que Calliope tomase clases de refuerzo.
—Suerte con el repaso. Imagino que te hará mucha falta —dijo con una sonrisa afectada antes de hacerse a un lado.
Al llegar a la esquina de la calle, Calliope se detuvo para quitarse el holgado jersey que llevaba, dejando al descubierto una camisa de manga japonesa adornada con un bordado floral. Después activó las lentes de contacto para pedir un deslizador, apoyando una mano contra la pared para mantener el equilibrio mientras se sacaba las bailarinas de color negro liso para calzarse unos zapatos de tacón con tachuelas. Al instante, volvió a sentirse ella misma de nuevo.
Cuando llegó a la dirección que Brice le había facilitado, se sorprendió al ver que se trataba de un sector comercial de la planta 839. Brice la esperaba al final de la avenida, frente a un escaparate de estilo industrial en el que Calliope no se había fijado hasta ahora. «La Chocolatería», indicaban las enormes letras de imprenta que coronaban la entrada.
—Te agradezco mucho que hayas venido. —Brice le abrió la puerta en una muestra de caballerosidad innecesaria.
—Si me hubieras dicho que veníamos a tomar un chocolate, me habría dado más prisa —respondió Calliope con jovialidad.
Durante sus viajes alrededor del mundo había visitado infinidad de chocolaterías. Las de Oriente Próximo, tan acogedoras, con sus mantas coloridas y su café turco con especias; o las de París, con sus vajillas de porcelana en espiga y su chocolate abrasador, tan espeso que podía confundirse con un flan. Sin embargo, para su asombro, el local que había elegido Brice recordaba a un laboratorio de ciencias. Todo era de un color blanco o cromado imponentes, todas las superficies parecían estar esterilizadas, con alguna que otra pantalla táctil entre ellas. Tras el mostrador de titanio, Calliope vio una serie de tubos de ensayo y de frascos, etiquetados con nombres como «sacarosa», «emulsionante» o «vanilina».
—Pidamos el tuyo —dijo Brice con una sonrisa perezosa.
Cuando puso la mano sobre el mostrador, este no desplegó la carta, como se esperaba Calliope. En vez de eso, se abrió una ranura que dispensó una píldora blanca, parecida a una pastilla de menta.
—Ahora tómatela —dijo él mientras se la ponía en la mano.
—Ay, por favor —se rio Calliope—. ¿Crees que voy a consumir droga alegremente sin saber lo que es?
—No es droga —protestó Brice justo cuando aparecía tras el mostrador uno de los empleados del local, un joven de cabello rojizo que llevaba una sencilla bata blanca de laboratorio.
—¡Brice! Me alegro de verte por aquí, como siempre. Perdón por el retraso. —Al fijarse en el comprimido que aguardaba en el mostrador, asintió—. Veo que ya tienes tu píldora coloidosómica.
—¿Mi qué? —se extrañó Calliope.
—Te la pones en la lengua y te saca un perfil gustativo del paladar —aclaró el técnico del laboratorio, o lo que fuese—. La píldora en sí es inocua, pero está recubierta de unas nanoestructuras que registran los compuestos químicos de tus distintas papilas gustativas y los transmiten a nuestro ordenador central. Esa información es lo que utilizamos para elaborar un chocolate personalizado a la perfección para ti.
—No hace falta. Ya sé lo que me gusta —dijo Calliope con convicción—. Me encanta el caramelo, y la frambuesa, pero odio con toda mi alma el chocolate salpicado de sal. Quiero decir, en serio, la sal pega con una margarita, pero con nada más…
Se interrumpió, tras reparar en que los dos la miraban con expectación. «Qué demonios», se dijo, y se puso la píldora en la lengua. Era insípida, como el aire; y, cuando se quiso dar cuenta, se había deshecho. Chasqueó los labios, perpleja.
—Interesante. Eres menos golosa de lo que imaginaba, ya que dices que te gusta el caramelo —observó el chocolatero, casi para sí—, y tienes unos receptores de quinina mucho más activos de lo habitual. Veamos… —Pasó de un vaso de precipitado a otro, tarareando en voz baja.
—¿He dicho que me gusta el caramelo? —susurró Calliope fingiéndose ultrajada.
—Ya verás —la avisó Brice—. Te apuesto desde ya a que este va a ser el mejor chocolate que hayas probado nunca.
Calliope enarcó una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que te apuestas?
—Una cena —respondió él con resolución—. Si es el mejor chocolate que hayas probado en toda tu vida, aceptarás cenar conmigo.
—¿Y si no lo es?
—En ese caso, yo aceptaré cenar contigo. —Sonrió.
—Interesantes condiciones —murmuró Calliope al tiempo que el dispensador daba salida a una trufa perfectamente redonda, limpia de todo adorno.
—Vale —dijo Brice, que cogió el chocolate—, permíteme.
Ella quiso protestar, pero antes de que llegara a decir nada, él le había introducido la trufa en la boca.
Calliope parpadeó hasta que dejó los ojos cerrados, mientras el chocolate se deshacía en su lengua, vaciando su mente de todo pensamiento. No habría sabido decir a qué sabía exactamente; no percibía ningún sabor conocido. Lo único de lo que estaba segura era de que estaba degustando un trozo de ambrosía, de que hasta la última de sus papilas gustativas lloraba de puro regocijo.
—Oh, Dios mío. —Abrió los ojos, solo para ver que Brice seguía ante ella.
—Diría que te ha gustado. —Brice miró al chocolatero—. Peter, vamos a necesitar una decena de estos.
—Te pondré unos cuantos de tus preferidos a ti también, Brice —le ofreció Peter, obviamente encantado con la reacción de Calliope—. Aún tengo la receta en el archivo.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Al momento siguiente, Peter les llevó la bandeja de chocolates y unos vasos de agua con gas.
—No termino de dar crédito —se admiró Calliope mientras cogía otra trufa—. Quiero decir, le transmito los datos de mi lengua ¿y ahora se supone que me conoce?
Brice se reclinó en la silla, escrutándola.
—Solo conoce tu paladar. A mí, sin embargo, me gustaría conocerte a ti.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Todo. Qué tipo de música sueles escuchar. Qué poder mágico elegirías, si pudieras tener uno. Tu mayor miedo.
—Has empezado poco a poco y has terminado con un acelerón —señaló Calliope.
—Bueno, nunca sé de cuánto tiempo dispongo antes de que desaparezcas. —Bajo el tono en apariencia despreocupado de Brice, Calliope advirtió una nota distinta, algo que le produjo un leve estremecimiento al anticipar lo que estaba por suceder.
Abrió la boca con la intención de elaborar un nuevo embuste, pero en el último momento se detuvo. Estaba harta de esconderse bajo tantas capas de falsedad.
—Te vas a reír, pero mi grupo favorito es Saving Grace.
—¿En serio? ¿La banda cristiana?
—¡No sabía que eran una banda cristiana cuando empecé a escucharlos! Me gustaba su música, nada más —argumentó Calliope a la defensiva—. Además, ¡todas las canciones hablan de amor!
—Sí, de amor divino —especificó un jocoso Brice—. No imaginaba que fueras una santa.
—Créeme, tengo más de pagana. En cuanto al poder mágico… —Calliope acercó otra trufa. Por lo general, no le hacían gracia este tipo de preguntas, las que tenían que ver con las fantasías. Tal vez porque su vida ya era en sí una fábula—. La capacidad de transformarme en un dragón —decidió.
—¿En un dragón? ¿Por qué?
—Para poder echar a volar y quemar cosas. Dos poderes en uno.
Una sonrisa tensó la comisura de la boca de Brice.
—Tú siempre encuentras una ganga, ¿verdad?
—¿Y tú? ¿Qué poder elegirías? —preguntó ella, con una curiosidad auténtica.
—La capacidad de hacer retroceder el tiempo —dijo a media voz, desplazando la mirada hacia la ventana. Calliope reprimió el impulso de estirar el brazo sobre la mesa y poner su mano sobre la de él. Debía de estar pensando en sus padres.
—¿Cómo es tu madre? —dijo Brice transcurrido un momento—. Estáis muy unidas, ¿verdad?
A Calliope le llamó la atención lo perspicaz de la pregunta. Nunca había tenido una cita en la que el chico se interesase por la relación que ella tenía con su madre. Aunque también era cierto que nunca había tenido una cita sin segundas intenciones.
—Mi madre es mi mejor amiga —admitió ella, sin poder evitar sentirse un poco tonta—. Te mueres de risa con su ingenio, es optimista, y más inteligente de lo que la gente cree. Y siente verdadera pasión por la aventura.
—También sería una forma de describirte a ti.
Ruborizada, Calliope prosiguió:
—Teníamos una costumbre: que, cada vez que debíamos tomar una decisión importante, íbamos a tomar un té por la tarde, sin importar en qué rincón del mundo estuviéramos. Era algo que nos caracterizaba.
—Tiene sentido —dijo Brice, entendiéndola al instante—. Queríais seguir haciendo algo británico aunque os encontraseis viajando. Era un vínculo con vuestro hogar.
Calliope le dio vueltas a su pajita en el vaso de agua con gas. La conversación empezaba a acercarse demasiado a la verdad, algo que no le dio tanto miedo como debería.
—¿Cord y tú tenéis algún hábito de ese tipo?
—Salimos a practicar caída libre o nos vamos a algún club de estriptis —dijo Brice sin inmutarse—. Es broma. A pesar de lo que hayas podido oír, Cord y yo no somos tan malos. Bueno, y ¿cuál es tu sitio predilecto de Nueva York donde tomar té? ¿El Nuage?
—Últimamente no hemos tenido demasiado tiempo para salir a tomar té. Mi madre está ocupadísima con la organización de la boda —dijo Calliope dando un suspiro.
—Vaya. Se te ve ilusionadísima.
Calliope ya no aguantaba más. Llevaba meses fingiéndose emocionada por la proximidad de la ceremonia, asintiendo con una sonrisa y repitiendo las mismas sensiblerías una y otra vez.
—Va a ser deprimente —confesó sin ambages—. Y soporífero. Y no tendré ni un solo amigo allí…
—Me tendrás a mí —la interrumpió Brice, y Calliope calló, desconcertada—. Me han invitado —continuó, su mirada acariciando la de ella—. Tengo algunos negocios entre manos con tu padrastro. Supongo que se sintió obligado a invitarme, como gesto de cortesía. No tenía pensado aceptar… pero tal vez sí que debería.
El pulso de Calliope se aceleró.
—Tal vez sí.
—Ey —dijo Brice—. Todavía no has respondido a la tercera pregunta. ¿Cuál es tu mayor miedo?
Calliope llevaba años convencida de que su mayor miedo era que la descubrieran y la metieran en prisión. Ahora no estaba tan segura. Tal vez fuese aún más aterrador llevar una vida que no era la propia.
—No sabría decirte —se evadió—. ¿Tú tienes claro el tuyo?
—No pienso contártelo, y poner en tus manos un arma que puedas usar contra mí —bromeó Brice. Pero Calliope no se rio. Algo muy parecido a eso era lo que su madre y ella habrían hecho no tanto tiempo atrás.
Abrió la boca para decir algo, justo en el momento en que Brice se inclinó para besarla.
Sabía a calidez y al chocolate mágico, y sin ser consciente del todo, Calliope lo cogió del jersey. Sabía que era una imprudencia; era arriesgado, pero como ocurría siempre con el riesgo, traía consigo un vendaval de emociones que resultaba mucho más placentero y vivificante que cualquier cosa segura.
Más tarde, cuando paseaban por la avenida del sector comercial, Calliope se detuvo ante una enorme fuente. Miró el puesto de deseadores que había a escasos metros de allí.
—Hacía una eternidad que no veía una de estas.
Había dos niños junto a la fuente, rogándoles a sus padres que les dejaran comprar un deseador (un pequeño disco pensado para ser arrojado a una fuente, acompañado de un deseo). En este caso, se trataba de unos deseadores caros, por lo que Calliope sabía que producirían algún efecto especial cuando entrasen en contacto con el agua, como una nubecilla de tinta negruzca, un pequeño remolino o un espejismo temporal que mostraba un banco de peces.
Según parecía, en la era previa al dinero digital, la gente arrojaba monedas de verdad a las fuentes. A Calliope le parecía un derroche imperdonable, algo que solo se les habría ocurrido hacer a los más acaudalados, a aquellos que eran tan ricos que podían permitirse el lujo de tirar el dinero literalmente solo por diversión.
—¿Quieres uno? —le preguntó Brice cuando vio adónde miraba.
—Deja, no hablaba de… —trastabilló Calliope, pero Brice ya había escaneado sus retinas para efectuar la compra.
—Vamos —la animó, dirigiéndole una sonrisa inusualmente juvenil—. Todo el mundo debería pedir un deseo de vez en cuando.
Calliope rodeó con los dedos el frío disco de metal, lustrado con el color del cobre. Se preguntó de qué tipo sería. Era imposible saberlo hasta que no lo lanzabas al agua.
«Desearía encontrar mi propio camino. Poder volver a sentirme yo misma», pidió con todas sus fuerzas. Después, con callada desesperación, arrojó el deseador al agua. Esta se levantó de súbito en una cortina de burbujas.
—¿Qué has pedido? —le preguntó Brice.
Calliope meneó la cabeza, consciente de que era una tontería.
—¡No puedo decírtelo! Si lo dices, nunca se cumplirá.
—¡Así que has pedido algo sobre mí! —exclamó Brice, haciendo que Calliope le diese un empujoncito a modo de protesta.
Mientras se alejaban, las burbujas seguían retozando alegremente en la superficie.