AVERY

Gracias de nuevo por lo de esta noche —le dijo Avery a Max, deteniéndose en el rellano del ascensor privado de la familia. No estaba lista para entrar.

No quería correr el riesgo de encontrarse con Atlas.

No terminaba de creerse que ahora volviera a vivir en su apartamento. Había deshecho el equipaje en su antiguo cuarto y salía a trabajar todos los días con su padre, readaptándose tranquilamente a la vida que llevaba antes, como si no hubiera pasado nada de tiempo desde que se marchara a Dubái. Como si nada hubiera cambiado.

«Sin embargo, todo ha cambiado», pensó Avery enfurecida. Ella había cambiado. Y no era justo que de pronto él volviera a estar aquí, cuando ella se había esforzado tanto para olvidarlo.

—¿Te encuentras bien, Avery? —le preguntó Max al percibir su indecisión.

—Es solo que me gustaría poder quedarme contigo esta noche —dijo ella, sin mentirle. Las últimas noches había dormido con Max en la residencia. Desearía seguir quedándose allí todas las noches, pero su madre le había lanzado una indirecta al respecto por la mañana, y Avery prefería no tentar a la suerte.

—A mí también. —Max la envolvió en un abrazo, apoyando la barbilla sobre su cabeza—. Lamento que todo esto de las elecciones haya sido tan angustioso. No me había dado cuenta de lo mucho que te estaba afectando. En Alemania no nos obsesionamos tanto con las familias de los candidatos.

—Eso suena bien —Avery sonrió—. La próxima vez, mi padre debería presentarse a la alcaldía de Wurzburgo.

Durante la semana que había transcurrido desde la jornada electoral, sus padres habían cuidado más que nunca la imagen que proyectaban como familia principal de Nueva York. «La realeza de Nueva York», se les llamaba en los agregadores. Peor aún, a Avery la habían nombrado «princesa de Nueva York».

Tenía el buzón inundado de solicitudes de entrevistas, lo cual era absurdo, porque ella no era una autoridad en nada, salvo, tal vez, en ser una adolescente. O en ocultarles una relación ilícita a sus padres.

Aun así, los blogueros querían que les pusiera al tanto de todo, desde su crema facial favorita hasta las tendencias de moda que seguía más de cerca. Sus padres, al ver que siempre intentaba declinar estas invitaciones, estaban indignados. «¡Eres la cara joven de mi administración! ¡Diles lo que quieran saber!», exclamaba su padre, que concertaba citas con todo el que quisiera escucharla.

Mientras tanto, el número de seguidores que Avery tenía en los agregadores se había disparado desde unos pocos miles hasta medio millón. Ella quiso configurar su página en modo privado, pero sus padres se negaron en redondo. «Podemos contratar a un becario, para que publique cosas y responda a los comentarios por ti», propuso su madre. A Avery le costaba creer que hablase en serio.

—Luego nos vemos —susurró antes de darle un último beso a Max. Después montó en el ascensor que llevaba al vestíbulo, conteniendo la respiración.

En cuanto la puerta se abrió, Avery comprobó para su pesar que no había esperado lo suficiente. Atlas estaba en casa.

Salió de la cocina, y las sombras caían con suavidad sobre los contornos de su cara, tan familiar y, sin embargo, tan desconocida. Un silencio onduló entre ellos como una cortina.

—Ey, Aves —aventuró él.

—Ey. —No estaba dispuesta a extender su respuesta más allá de un monosílabo.

Era muy consciente de que esta era la primera vez que se encontraban a solas desde que Atlas había vuelto a casa. Lo había visto, desde luego, pero siempre parapetada detrás de sus padres o de Max.

—Iba a hacer pasta. ¿Te apetece? —propuso Atlas para disipar el silencio.

—Es casi medianoche —carraspeó Avery, consciente de que eso no servía como respuesta. Se sentía como una recién nacida que estuviera descubriendo la existencia de sus cuerdas vocales.

—He trabajado hasta tarde.

Avery se preguntó de pronto si habría trabajado hasta tarde a propósito, si él también intentaba permanecer fuera de casa tanto como pudiera. Porque no quería encontrarse con ella.

Lo siguió con cautela hacia la cocina y se quedó junto a la entrada, como si pretendiera salir corriendo de un momento a otro.

—¿Desde cuándo cocinas?

Atlas sonrió, de aquel modo impreciso que Avery adoraba antes, pero el gesto no alcanzó sus ojos.

—Desde que empecé a vivir solo en Dubái y me cansé de la comida para llevar. Aunque la pasta tampoco tiene demasiada complicación.

Avery vio cómo Atlas cocinaba en un instante los fideos, troceaba unos tomates y rallaba un trozo grande de queso. Se movía con una soltura y una ligereza que para ella eran nuevas. Se sentía igual que se sintió la última vez que Atlas volvió a casa, como si este hubiera recorrido una distancia indescriptible, y hubiera visto y hecho cosas que lo separarían de ella para siempre.

Y, al igual que la última vez, sintió el impulso instintivo de acercarse a él. Como si, al aproximarse lo suficiente, llegaría a entender parte de lo que él había hecho.

—¿Cómo era? —Avery se inclinó sobre la encimera, recogiéndose las mangas del jersey hasta las muñecas.

—Ruidosa. Ajetreada. No tan distinta de Nueva York, aunque fuera de las torres hacía mucho más calor.

—No me refería a Dubái. —Meneó la cabeza—. Sino a… vivir fuera.

—Tú también has vivido fuera, si no me equivoco —señaló él.

—No es lo mismo. —Cuando Avery salía de viaje, siempre lo hacía con la misma identidad; nunca dejaba de ser Avery Fuller. Comprendió que envidiaba el anonimato de Atlas.

—Ahora que me acuerdo. Quería darte un regalo —dijo de pronto Atlas, que se limpió las manos bajo el haz esterilizador ultravioleta. Antes de que Avery tuviera tiempo de decir nada, él había desaparecido por el pasillo en dirección a su cuarto.

Regresó enseguida, cargado con algo voluminoso a su espalda.

—Perdona por no haberlo envuelto —se disculpó, haciéndole entrega de un bulto colorido.

Avery empezó a desenrollarlo y, al terminar, contuvo la respiración.

Era un tapete cuadrado tejido a mano, más o menos del tamaño de la mesa baja del salón. Un vibrante remolino de colores, de hilos azules, amarillos y naranjas que conformaban un patrón intrincado en el que mientras más se fijaba uno, más detalles aparecían. Avery vio pavos reales, árboles en miniatura, fogosas explosiones solares y, en el centro, un radiante loto blanco que flotaba en medio de un estanque turquesa. Los bordes estaban cosidos con hilo de oro.

—Atlas —dijo ella a media voz—, es impresionante. Gracias.

—Sé que no es una alfombra mágica de verdad, pero es lo más parecido que encontré.

Avery clavó los ojos en él.

—¿Te acuerdas? —Todas las Navidades, ella le pedía una alfombra mágica a Santa Claus. Estaba tan encaprichada que sus padres decidieron encargarle a un ingeniero que fabricase una de tamaño infantil, confeccionada en un tejido metálico que la elevaba hasta cuatro centímetros por encima del suelo, como si de un deslizador se tratara. Nunca entendieron por qué Avery odiaba aquella cosa.

Esto sí que se parecía a lo que tendría que ser una alfombra mágica.

Atlas la miraba con atención.

—¿Adónde irías, si fuera mágica de verdad?

—No lo sé —admitió ella con una sonrisa. Las fantasías en las que salía volando en una alfombra mágica nunca la habían llevado más allá de la parte en que dejaba atrás el piso mil—. Supongo que me emocionaba más el vuelo en sí que el destino.

—Sé a qué te refieres.

Avery contempló otra vez el tapete, la hermosura de sus fibras entretejidas.

—Gracias —repitió, dando un paso adelante sin reparar en ello y dándose cuenta demasiado tarde de lo cerca que la cara de Atlas estaba de la suya.

Fue en ese momento cuando él se inclinó para besarla.

Una parte de ella se lo esperaba, pero le fue imposible apartarse. Su cuerpo parecía haberse desconectado por un instante. No podía moverse, ni pensar, ni hacer nada que no fuera quedarse allí y dejar que Atlas la besara. Sentir la boca de él sobre la suya había hecho despertar algo en sus entrañas, como una campana.

Y, por un reprobable momento, Avery supo que le estaba devolviendo el beso.

Acto seguido, su sistema nervioso volvió a cobrar vida bruscamente, y Avery se apartó dando tumbos, con la respiración entrecortada.

«¡Atlas! ¿Qué demonios haces?», quiso gritarle, pero sus padres estaban en casa, por lo cual, sin saber muy bien cómo (haciendo acopio de las últimas trazas de voluntad que conservaba), logró reducir su voz a un susurro.

—¡No puedes hacer eso, ¿entiendes?! ¡Ahora estoy con Max!

Notaba el aire viciado, de la misma calidad que adquiría el aire de la Torre antes de que regularan los niveles de oxígeno; como si una mera chispa bastase para provocar un incendio y arrasarlo todo.

—Lo siento. Supongo que estaba… No importa. Hagamos como si no hubiera ocurrido.

—¿Como si no hubiera ocurrido? ¿Cómo esperas que lo haga?

—No lo sé —dijo él en un tono cortante—, pero hasta ahora lo has hecho muy bien.

—Eso no es justo. —Avery reparó, al borde de la histeria, en que aún tenía el tapete en una mano. Lo levantó ante sí a modo de arma—. Fuiste tú quien decidió terminar conmigo, ¿recuerdas?

—Solo digo que se te ha dado muy bien fingir que lo nuestro nunca ocurrió. Tienes convencido a todo el mundo, incluso a mí. —Le hablaba mirándola a los ojos, sin parpadear—. Cuando te vi con Max, casi me convencí de que me lo había figurado todo. De que solo había sido un sueño.

—No es justo —insistió Avery. Las lágrimas humedecieron las comisuras de sus ojos—. No puedes hacer esto, Atlas. Acabaste conmigo, literalmente. Estaba tan hecha polvo que creía que necesitaría toda la vida para recuperarme. Entonces conocí a Max… —Se interrumpió para tomar aire con dificultad—. No puedes echarme en cara que sea feliz con él.

Atlas arrugó la cara.

—Aves, lo siento. Claro que quiero que seas feliz. No he venido para meterme entre tú y Max.

—Entonces ¿por qué demonios has tenido que besarme?

Atlas cerró las manos con fuerza sobre el filo de la encimera.

—Ya te lo he dicho, olvídalo. Considerémoslo un error estúpido, ¿de acuerdo? Te prometo que no volverá a ocurrir. ¿Qué más quieres de mí?

—Quiero que te olvides de que alguna vez haya pasado nada entre nosotros, ¿entiendes? ¡Porque yo ya lo he olvidado!

Atlas dio un paso atrás, hasta el extremo de la distancia que la advertencia de ella había tendido entre ambos.

—Dalo por hecho.

De regreso en su cuarto, Avery no pudo resistirse a desenrollar el tapete junto a las ventanas. Debía admitirlo, su habitación necesitaba algo así; todos los tonos eran neutros, marfileños y grisáceos, con algún que otro toque azul claro. El tapete aportaba un glorioso oasis de color en medio de un desierto de aburrimiento.

Atlas le había traído el regalo más acertado que se podía imaginar, pero al mismo tiempo lo había echado a perder poniendo sus sentimientos patas arriba.

Se sentó en la alfombra mágica, cerró los ojos y deseó que pudiera llevarla a cualquier parte menos aquí.