RYLIN

—¿Puedes comprar más paquetes de café con sabor a caramelo cuando salgas? —preguntó Chrissa, rompiendo el silencio lánguido del apartamento. Estaba tendida boca abajo sobre la colcha arremolinada con la barbilla sobre los brazos cruzados y los ojos entrecerrados mientras hacía como si estuviera estudiando para un examen de Historia con sus flamantes lentes de contacto nuevas. Rylin, sin embargo, sospechaba que en realidad solo estaba navegando por la i-Net. O echando una cabezada.

—Ni hablar. Me niego a prolongar tu adicción a la cafeína.

—Rylin se agachó ante el armario que compartían y revolvió los trastos acumulados en el suelo en busca de sus botas de motorista con hebilla.

Chrissa se apoyó en los codos para dirigirle una mirada feroz a su hermana mayor.

—¿Mi adicción a la cafeína? ¡Si eres tú la que se lleva esos paquetes a clase!

—Solo porque en la cafetería se niegan a servir nada que no sean productos orgánicos aguados, vitaminados y diseñados para «meditar» —confesó Rylin, que después sonrió—. Pero está bien. Te traeré una caja.

—Además, ¿por qué Hiral y tú vais hoy al centro comercial? Los domingos es un infierno. —Chrissa arrugó un poco la nariz al pronunciar el nombre de Hiral. No le gustaba que su hermana hubiera vuelto con él, por mucho que Hiral se esforzase para ganarse su aprecio; le traía helado de plátano, le arreglaba los auriculares cada vez que se le estropeaban, la escuchaba cuando hablaba sin parar sobre la chica de su equipo de voleibol de la que estaba prendada. Pese a todo eso, Chrissa se negaba a darle su visto bueno.

Rylin intentó contener su frustración.

—¿Por qué no aceptas de una vez que estoy saliendo con Hiral, y dejas de ser tan rara con él?

—¿Rara? ¿De qué hablas? Tú sí que eres rara —se evadió Chrissa, ante lo cual Rylin puso los ojos en blanco. Se recordó a sí misma que Chrissa era joven e inmadura; aun así, le dolía que no parase de mostrarle su desaprobación.

—Sé que no te gusta Hiral —le dijo Rylin bajando la voz—. Lo sigues culpando por lo que hizo el año pasado, cuando se dedicaba a traficar. Y eso no es del todo justo, ya que fui yo quien salió perjudicada, y aun así hace mucho tiempo que lo perdoné.

—Eso no es verdad —replicó Chrissa—, y tampoco es justo que tú me acuses de algo así. Yo nunca le echaría en cara su pasado a Hiral.

—Entonces ¿por qué…?

—Es que creo que tú has madurado antes que él —reveló Chrissa sin rodeos. Apagó sus lentes de contacto y miró a Rylin con sus luminosos ojos verdes—. Pero, como está claro que te hace feliz, yo no digo nada al respecto.

Rylin no supo cómo responderle a eso. Dejó la cuestión a un lado y se puso las botas por encima de los calcetines, decorados con pequeñas sandías.

—Además, no voy al centro comercial con Hiral. Voy a clase —aclaró secamente.

—¿A clase?

—De Psicología —concretó Rylin, muy consciente de lo que venía a continuación.

—Ah —dijo Chrissa con elocuencia—. Con Cord.

Rylin ya le había dicho a su hermana que Cord era su compañero de laboratorio. Había hecho todo lo posible por aparentar indiferencia, como si el hecho no tuviera nada de extraordinario, pero Chrissa sabía lo que había ocurrido entre ellos y debía de tenerla más que calada.

—Tenemos que realizar un trabajo de campo y determinar los usos sociales en un entorno concurrido —intentó explicarle Rylin—. El centro comercial parecía el sitio más indicado.

—¿Usos sociales? ¿Y eso qué es?

—Son las normas de comportamiento. Las cosas que la gente hace de forma automática, sin pensar, porque así es como actúa todo el mundo.

—Ajá. —Chrissa se abstuvo de comentar nada sobre el hecho de que Rylin iba al centro comercial, en fin de semana, para encontrarse con su exnovio.

Rylin ya se sentía bastante culpable sin la ayuda de Chrissa. No podía dejar de preguntarse si se estaría equivocando al ocultárselo a Hiral.

Había querido decirle a Hiral que Cord era su compañero de laboratorio, lo había intentado de verdad. La noche anterior, cuando Hiral la acompañó a la fiesta de cumpleaños de Lux, había tenido la intención de decírselo. Pero siempre lo dejaba para otro momento. Cuando caminaban de regreso a casa, cogidos de la mano, comiendo las rosquillas que habían comprado en su puesto ambulante nocturno preferido, se sacó la idea de la cabeza. Entre los deberes de ella y el horario laboral de él (volvía a trabajar en el último turno, que duraba hasta la madrugada), últimamente apenas veía a Hiral. ¿Por qué arruinar una noche perfecta sacando el tema de su exnovio?

Además, en realidad, Cord y ella estaban empezando a entenderse bastante bien en clase de Psicología, a establecer algo similar a una amistad, al menos dentro del contexto de la escuela. No era una relación romántica, se repetía Rylin una y otra vez.

Y mientras más tiempo dejaba pasar sin mencionárselo a Hiral, menos relevante le parecía.

Al fin y al cabo, ya le estaba ocultando un secreto mucho más grande: el asunto de la investigación de Mariel. Esta sabía que Rylin robaba droga. Si esto salía a la luz, la policía no tardaría mucho en deducir que Hiral también estaba implicado. Él era quien vendía la droga por ella.

Hiral había puesto todo su empeño en dejar atrás todo aquello, y Rylin no quería hacérselo revivir. Sabía que no era fácil; cielos, si, de hecho, la noche anterior, había visto como su viejo amigo V se acercaba a Hiral en la fiesta de Lux, le pasaba un brazo como si nada por los hombros y le susurraba algo al oído. Lo más probable era que le hubiese ofrecido probar su última droga. Pero Hiral se limitó a menear la cabeza e ignorarlo.

Cuando llegó a la entrada principal del centro comercial del medio-Manhattan, una monstruosidad atestada que ocupaba la totalidad del piso 500, a Rylin le sorprendió ver que Cord ya estaba esperándola. Se encontraba de pie junto a las puertas, de brazos cruzados, ataviado con una sudadera holgada, unos pantalones cortos deportivos hechos de malla y unas chanclas de goma.

—¿De qué diablos vienes vestido? ¿De aguador de un equipo de baloncesto?

Cord articuló una risa alegre y despreocupada.

—¿Me he pasado? He asaltado el armario de Brice. No quería estar ridículo.

—Pues has fracasado estrepitosamente. —«Habría estado perfecto con su vestimenta de siempre, una camiseta y unos tejanos oscuros», pensó Rylin, confundida. Tardó un momento en comprender por qué había querido arreglarse o, mejor dicho, disfrazarse—. ¿Es la primera vez que te adentras tanto en la Base de la Torre?

—Ni mucho menos. He estado en Central Park decenas de veces.

Rylin parpadeó para disimular su consternación, aunque tendría que habérselo imaginado. Aun cuando estaban juntos, Cord nunca llegó a bajar al apartamento de ella. Su relación se había iniciado, desarrollado y acabado dentro de los confines del apartamento que él ocupaba en el piso 969.

—No me importa parar a comprar otra ropa, si te avergüenza que te vean conmigo —propuso Cord—. Aunque tú te ves muy bien.

Rylin se rio.

—Eso es porque esta es la primera vez en varios meses que me ves con algo que no sea el uniforme de la escuela —señaló ella.

Cord frunció el ceño, perplejo, como si no hubiera reparado en eso y la idea no le hiciera demasiada gracia.

Cruzaron las puertas dobles de la entrada de uno de los departamentos, y al instante Rylin se vio asaltada por la sobrecarga sensorial del ambiente. Había un exceso de todo: pilas de tops de cyra y estantes y más estantes de tejanos reciclados, por no mencionar las altísimas paredes cubiertas de calzado de mujer. Había zapatos con tacón de aguja, sandalias y también botas; algunos podían cambiar de color para adaptarse al resto del vestuario, mientras que otros se autorreparaban para no mostrar nunca ni la menor rozadura. Muchos incorporaban las nuevas suelas piezoeléctricas de carbono, que transformaban la energía mecánica de los pasos en electricidad que después recanalizaban directamente hacia la red principal de la Torre.

Chrissa tenía razón, hoy el centro comercial estaba saturado. Las conversaciones urgentes de los demás visitantes envolvían a Rylin como si estuviera metida en una cámara de resonancia. Las lentes de contacto le presentaban anuncios sin cesar («Tejanos rebajados a 35 ND, ¡solo durante un día!», o «¡No olvide votar en las elecciones municipales de esta semana!»). Las desactivó de inmediato, aliviada por la claridad que su visión acababa de adquirir. Llevaba un año usándolas, desde que empezara en Berkeley, pero no había terminado de acostumbrarse al torrente de información que arrojaban en los lugares públicos.

—Creo que debería comprarte esto. —Cord le mostró una camiseta sin mangas de color verde claro que decía: «¡Quiero ver los vídeos de la escuela desde la cama!».

—No creo que pegue con el uniforme de la escuela —bromeó Rylin, aunque no había pasado por alto que Cord se había ofrecido a comprársela él, en lugar de animarla a que se la pagase ella. Además, ¿de verdad había entendido Cord el mensaje de la prenda? Probablemente no había visto un vídeo de la escuela en su vida. Arriba, en Berkeley, todas las asignaturas eran impartidas por profesores de carne y hueso.

Salieron por las puertas del fondo del departamento y accedieron al centro comercial en sí, hacia la inmensa hilera de ascensores encapsulados que había en el centro del espacio interior, de dimensiones catedralicias. Los ascensores encapsulados tenían el aspecto de una sencilla serie de delicadas perlas opacas, las cuales se anclaban y desanclaban constantemente a medida que recorrían el centro comercial a lo largo de unos collares de cable de fibra. Se elevaban y se detenían y volvían a poner en marcha según los visitantes montaban y desmontaban, hasta que por último regresaban al suelo.

La tecnología de los ascensores encapsulados no era nada nuevo. Se había inventado antes que los aerodeslizadores, en algún momento del siglo pasado, y no servía para los traslados a gran escala (desde luego, no para moverse por la Torre). Pero dentro de un recinto más reducido, como un centro comercial o un aeropuerto, seguía siendo la forma más barata y eficaz de salvar distancias cortas.

—¿Preparada? —preguntó Cord, acercándose a la estación más próxima.

Dado el modo en que funcionaba esta tecnología, desplazándolos por la nanofibra, los ascensores solo se abrían por un lado. Y, por alguna razón que Rylin nunca se había planteado, todo el que entraba en una cápsula se daba media vuelta para ponerse de cara a la puerta y esperar con expectación a que los paneles deslizantes volvieran a abrirse.

Para su experimento, Cord y Rylin iban a montar en un ascensor atestado y colocarse de cara al fondo en vez de hacia la entrada, para ver cómo reaccionaba la gente. En realidad, había sido idea de Rylin. Estaba convencida de que era una idea brillante por su sencillez.

En cuanto se colocaron en la estación, el intelimaterial del suelo registró su peso y llamó a una cápsula. Cord tocó la pantalla para indicar el destino, ubicado en el nivel superior del centro comercial, treinta pisos más arriba. A continuación, pasaron adentro.

Rylin se giró, sin darse cuenta, hacia la puerta curva de flexiglás. Cuando la cápsula se cerró y empezó a elevarse dando una sacudida, la base del centro comercial se empequeñeció enseguida, haciendo que los visitantes cobrasen el aspecto de una colonia de hormigas.

—¿Has olvidado algo? —le preguntó Cord, risueño.

Rylin se colocó de inmediato de cara al fondo, resistiéndose al impulso de girarse y contemplar las vistas.

—¿Sabes? —dijo—, cuando Lux y yo éramos pequeñas nos montábamos aquí y pasábamos horas dando vueltas de arriba abajo.

Era como entrar gratis en el parque de atracciones, una emoción que nunca se olvidaba. Rylin solía imaginar en secreto que ella era la presidenta y que subía en su aerodeslizador privado a la Casa Blanca, hasta que un día supo que la Casa Blanca no era una torre, sino un edificio plano y achaparrado. Aún hoy seguía sin entenderlo. ¿Para qué quería uno ser el líder de toda América si no tenía unas buenas vistas?

—Parece divertido —dijo Cord, aunque Rylin percibió una nota de incredulidad en su voz. Por supuesto, él no había pasado su infancia paseándose en los ascensores encapsulados; más bien, se habría dedicado a jugar con una inmensa colección de holojuegos en su carísima consola de inmersión—. ¿Quién es Lux? —añadió.

Rylin parpadeó.

—Mi mejor amiga. —Siempre olvidaba lo poco que Cord la conocía en realidad. Por otra parte, solo la veía en la escuela o en otras plantas superiores.

Antes de que Cord tuviera ocasión de responder, la cápsula dio un bandazo para recoger a más visitantes. Rylin y Cord se quedaron donde estaban, de cara a la lisa pared negra, cuando dos mujeres mayores montaron en el aparato.

Se produjo un silencio palpable. Las mujeres se habían puesto de cara a las puertas curvas de flexiglás de la entrada, pero Rylin notó que giraban la cabeza y clavaban su mirada en ella. La cápsula reanudó la marcha.

—Tanya, quería enseñarte esto —le dijo una mujer a la otra mientras sacaba su tableta. La sostuvo de tal forma que quedaba orientada hacia la pared de atrás, lo que las obligaba a ella y a su amiga a mirar en esa dirección. Rylin vio que deslizaban los pies un poco hacia el fondo. La embargó una extraña sensación de triunfo.

Muy despacio, grado a grado, las mujeres pivotaron en el mismo sentido que los dos jóvenes. Lo hicieron con incrementos minúsculos y era tan sutil la curvatura de sus espaldas que habría pasado desapercibida a simple vista. Pero cuando el ascensor encapsulado se detuvo en otra parada, cerca de la última planta del centro comercial, las mujeres ya habían terminado de volverse hacia el fondo.

Las puertas se abrieron otra vez para acoger a un niño que tendría unos doce años. Sin pararse a considerarlo siquiera, se quedó mirando hacia la parte de atrás, como si siempre hubiera hecho lo mismo.

Rylin cruzó una mirada con Cord, que le guiñó el ojo con exageración, obligándola a reprimir una risita.

Por último, alcanzaron la planta superior, donde una columnata circundaba el corazón del centro comercial. Rylin salió corriendo hacia un escaparate de pulseras deportivas. Ahora estaba riéndose, articulando unas carcajadas que le nacían en el estómago y le formaban sendos hoyuelos en las mejillas ruborizadas.

—¿Has visto eso? ¡Esas mujeres han sucumbido por completo a nuestra presión social!

—Y está claro que el efecto se observa mejor mientras más gente haya. El niño ni se lo ha pensado —coincidió Cord. La luz de los fluorescentes alumbró la calidez de sus ojos azul claro.

—Y se habrían girado mucho más rápido si no llevases esa ropa tan hortera —añadió Rylin sin poder evitarlo.

—Estoy de acuerdo —admitió Cord con fingida solemnidad—. Los dos sabemos que tú has sido el factor clave para el éxito del experimento.

—¿Eso te convierte a ti en el factor problemático?

—Más bien en el recurso cómico.

Volvieron a montar en el ascensor encapsulado, una vez más de cara a la parte trasera. Rylin contuvo la respiración cuando el aparato hizo una parada en el trayecto hacia la base. Cord y ella intercambiaron una mirada cómplice, todavía sonriendo los dos.

—¿Rylin?

Esta se giró para encontrarse de cara con Hiral, que llevaba una bolsa roja y brillante de una tienda. Sus ojos saltaron primero desde ella hasta Cord y después a la inversa.

Alarmada, Rylin comprendió lo que Hiral se estaría imaginando al ver que ella había salido con Cord, en secreto. Sintió un martillazo en el pecho.

—¡Hiral! Estamos, em, estamos haciendo un experimento para la clase de Psicología —trastabilló—. Estamos saltándonos las normas sociales y anotando las reacciones de la gente. ¡Nos habíamos puesto mirando hacia atrás en el ascensor! Es absurdo, de verdad, lo que la gente llega a hacer…

—Creo que no nos conocemos —la interrumpió Cord, con la mano extendida—. Me llamo Cord Anderton.

—Mucho gusto, Cord. Yo soy Hiral, el novio de Rylin —respondió él. Rylin se sobresaltó al ver que no la miraba a ella—. Es muy interesante, esto que estáis haciendo para clase.

El aire pareció solidificarse entre ellos, lleno de pulsaciones incómodas. Mierda. Eran los dos chicos con los que había estado, los únicos por los que se había preocupado de verdad, y aquí los tenía, frente a frente dentro de una apretada cápsula suspendida en el aire. Rylin estaba muy al tanto de cada gesto mínimo, incluso del sonido de su propia respiración, que parecía estruendosa y acelerada dentro de aquella burbuja.

—¿Por qué no te unes a nosotros, Hiral? —propuso Cord. Rylin lo miró con espanto, deseando que no lo hubiera dicho, pero según parecía, sentía curiosidad por ver cómo se desataba el desastre.

Al principio, Hiral no respondió. No hacía falta. Rylin podía ver el vendaval de emociones que zarandeaba su rostro, ensombrecido por la confusión y el orgullo herido, pero también su renuencia a entender qué demonios estaba pasando.

Rylin comprendió que Cord había tenido la idea correcta. Si Hiral se quedaba, comprobaría que Rylin no había estado haciendo nada malo, que esto era solo una actividad para clase y no tenía mayor importancia.

—¡Eso sería fantástico! La presión social se vuelve más eficaz mientras más gente haya —lo animó Rylin, balbuciendo—. Agradeceríamos tu ayuda, si no estás ocupado.

—No me importa ayudar —aceptó Hiral con recelo—. ¿Qué hay que hacer?

Cord empezó a explicarle el experimento. Rylin asentía vigorosamente, aunque había detenido la mirada en la bolsa que llevaba Hiral. Era de Element 12, una joyería exclusiva. Ahora se sentía aún peor. Hiral había salido de compras, muy probablemente con la intención de hacerle un regalo, y aquí estaba ella, intentando ocultar que había venido a pasear con su ex.

Cuando se quiso dar cuenta, la cápsula se estaba deteniendo. Los tres se giraron de cara a la parte trasera. Una pareja algo mayor que ellos montó en el ascensor y, como cabía esperar, también se colocó mirando hacia el fondo. Rylin escurrió la mirada hacia Hiral, que parecía no dar crédito.

Una vez que llegaron abajo del todo y desmontaron, Hiral meneó la cabeza.

—Nunca había reparado en la facilidad con la que la gente modifica su comportamiento. Y sin necesidad de un buen motivo.

Rylin se preguntó si no estaría refiriéndose a ella.

—Tenemos que repetir la prueba al menos treinta veces más si queremos obtener unos resultados fiables. Pero no hace falta que te quedes —añadió Rylin aprisa.

—No pasa nada. —Ahora Hiral sí la miró a ella—. No me importa quedarme.

Rylin asintió, temerosa de romper la frágil tregua que parecía haberse establecido entre los tres.