CALLIOPE
Calliope estaba sentada tan contenta en el suelo del armario de su madre, observando con los ojos entornados cómo Elise preparaba el equipaje de la luna de miel.
Por alguna razón que se le escapaba, siempre le había relajado ver a su madre hacer las maletas. Tal vez se debiera al modo en que Elise cogía las prendas y los accesorios (una fluida falda de crepé de China, unos tejanos capri, unos pendientes colgantes) y los organizaba en pilas con esmero. O al modo en que los envolvía, con un delicado papel que no se arrugaba, e introduciendo con cariño cada zapato en su propia bolsa acolchada. Encontraba reconfortante aquel ritual, sobre todo porque antes hacer las maletas quería decir que la farsa tocaba a su fin. Era el paso previo a la última fase, cuando se marchaban de la ciudad para siempre.
Calliope bostezó y extendió las piernas ante sí. Había un banco forrado de lino que se extendía a lo largo del armario, pero en lugar de sentarse en él, había optado por la alfombra de color ostra, tan suave y blanda. Estaba inusitadamente encantada de que Elise y Nadav hubieran decidido posponer la luna de miel unos días. Le agradaba poder pasar un rato a solas con su madre.
Sencillamente, no estaba acostumbrada a verla casada de verdad. Si bien había estado prometida catorce veces, Elise siempre se había marchado de la ciudad mucho antes de que se llegara a celebrar la ceremonia, con el anillo y todos los regalos que podía llevarse consigo. Solo en una ocasión había seguido con la boda hasta el final (con un lord polaco, que tenía un título nobiliario auténtico), y Calliope estaba segura de que Elise solo lo había hecho para poder tratarse de «lady» a sí misma en secreto el resto de su vida. Era su forma de dedicarle un último «jódete» a su antigua jefe, la señora Houghton.
—No te olvides de los bañadores —le recordó Calliope a su madre, intentando serle de ayuda.
—No me harán falta, cariño.
—¿No hay ni siquiera bañeras de hidromasaje en el desierto de Gobi?
—Vamos al norte de Mongolia —la corrigió Elise—. Para visitar el centro de reculturación del mamut lanudo. Colaboraremos como voluntarios en la estepa, ayudando a retirar el permafrost que cubre sus pastos.
Cielos, su madre había repetido tantas veces el mismo discurso que había terminado por creerse su propia fabulación.
—Lamento que no pudieras convencer a Nadav para que te llevara a Bali, o a las Maldivas. —Ya que su madre iba a ser la esposa de este tipo, qué menos que sacarle unas vacaciones en la playa.
—Ah, no me importa. Además, después pasaremos unos días en Japón, para descansar.
—¿En Japón, para descansar? ¡Pero si lo odias!
—Japón puede ser muy relajante. Con sus jardines zen y su ceremonia del té.
A Calliope le sorprendió lo mucho que le molestaba que su madre fuese a tomar el té sin ella.
—Cuando estuvimos en Japón quisiste que nos marchásemos antes de lo previsto —le recordó—. Decías que era una ciudad muy ruidosa y caótica, y por la que era imposible moverse si no hablabas japonés.
—Nadav habla japonés.
Le costaba creerlo, pero a su madre parecía hacerle ilusión de verdad esta luna de miel. Tal vez solo pretendiera dejar atrás la locura que había sido la boda, y al iceberg que tenía por suegra. No podía culparla por ello.
Volvía a sentirse culpable por haberle pedido a su madre que hiciera un sacrificio, que aceptase establecerse en Nueva York y renunciase a la vida nómada que llevaban para cambiarla por una cómoda vida en familia. Lo más probable era que Elise estuviera empezando a hartarse. ¿No estaba contando los días que faltaban para que todo terminase?
¿No estaba contándolos también Calliope?
Por un momento anheló la compañía de Brice; pero después se acordó de Livya y de la aciaga advertencia que le había hecho durante la boda. Le sería imposible salir con Brice, al menos mientras su hermanastra siguiera sin dejarla a sol ni a sombra.
«No importa», se dijo, intentando no hundirse. El coqueteo con Brice había sido solo eso, un coqueteo. No había significado nada.
Se levantó y se acercó al tocador, en cuyo tablero de mármol su madre estaba ordenando varios pijamas de color marfil. Carraspeó:
—Mamá, ya no estoy segura de que valga la pena.
—¿A qué te refieres, cariño?
—Es culpa mía que estemos aquí. Soy yo quien quería quedarse y llevar una vida normal en algún sitio, alargar esta farsa un año más. Pero esto no tiene sentido. No merece la pena hacer todo esto con tal de seguir en Nueva York. Ni en ninguna otra parte. Esto ya ni siquiera nos divierte. Nos pasamos el día fingiendo que somos cursis, correctas y aburridas, ¡solo para que puedas mantener tu absurda relación con Nadav!
—No es absurda —dijo Elise en voz baja, aunque Calliope no la oyó bien al principio.
—No tienes por qué pasar el mal trago de la luna de miel. ¿Por qué no cogemos y nos vamos? Además, nos estamos arriesgando mucho. Creo que Livya…
Elise la tomó de las manos.
—Yo no quiero irme —le dijo a media voz.
Calliope parpadeó, descolocada por aquel mazazo de realidad. No podía ser.
—Pero tú no… Quiero decir… —balbució.
—Lo quiero.
Calliope recordó las ocasiones en que su madre se había mostrado emocionada como una quinceañera, en que había mirado a Nadav con los ojos iluminados durante la boda. ¿Habrían sido de verdad todas esas sonrisas?
—¿Después de todas las veces que me has dicho que no me encariñe de las víctimas?
Hablaba demasiado alto, pero Elise no la reprendió.
—Quiero a Nadav —afirmó sin más—. Es un matrimonio auténtico. Para mí no es solo una farsa, ya no.
«Solo es un trabajo, —le decía siempre su madre en un tono seco y desapegado—. Es algo temporal e impredecible. Preocuparte por los demás solo te servirá para sufrir. No permitas que eso te pase a ti». Y ahora Elise, tal vez la más avezada timadora del mundo, decidía romper la norma más importante de su propio reglamento, ¿y por quién? Por un timorato ingeniero cibernético.
Calliope se la quedó mirando, perpleja, al comprender de pronto el drástico cambio que se había producido en Elise.
Sin duda, Elise había cambiado mucho a lo largo de los últimos años. A medida que viajaban de una ciudad a otra y llevaban a cabo todo tipo de estafas, se había visto obligada a modificar su aspecto una y otra vez; se ensanchaba la nariz y después se la volvía a estrechar, se cambiaba el color del cabello y de los ojos, alteraba la curvatura del mentón. Siempre estaba guapa, pero cada vez que salía del quirófano con otra cara y otros iris, Calliope tenía que volver a acostumbrarse a su nueva imagen.
Ahora era distinto. Ahora Elise se había convertido en otra persona.
—¿Cómo…? Quiero decir, ¿cuándo…?
Elise se acomodó en el banco dando un suspiro y tiró de Calliope para que se sentara a su lado.
—No lo sé —admitió. De pronto su expresión parecía aniñada e inocente; la luz destellaba en sus pendientes perlados—. Tal vez fuese porque llevaba mucho tiempo con él, mucho más del que he estado con ningún otro hombre. Pero me importa de verdad.
—¿Aunque te tenga por una filántropa santurrona?
—Sí, aunque me tenga por una filántropa santurrona —repitió Elise, con tal naturalidad que Calliope no pudo evitar reírse. Se reía de lo demencial que le parecía toda esta situación y, al momento siguiente, Elise se estaba riendo con ella.
—No lo entiendo —confesó Calliope al cabo—. ¿Cómo puedes quererlo si ni siquiera puedes ser tú misma a su lado? Quiero decir, él cree que de verdad te apetece dedicar la luna de miel a hacer labores de voluntariado, ¡a recoger bostas de mamut lanudo!
—Ya me he ido de vacaciones a la playa muchas veces. No tengo la necesidad de repetir —aseguró Elise, en un tono que invitaba a creer que realmente le daba igual. «Supongo que esto es el amor de verdad», imaginó Calliope, que uno esté dispuesto a dejar a un lado las apetencias propias por la persona amada.
Se preguntó si ella llegaría a sentir algo parecido alguna vez por alguien. La cara de Brice porfió por emerger en su cabeza, pero ella se apresuró a ignorarlo.
—¿De verdad te merece la pena? —preguntó—. ¿Merece la pena seguir con este teatro eternamente para poder quedarnos en Nueva York?
—Merece la pena por Nadav —la corrigió Elise—. Venir a Nueva York era tu ilusión. A mí también me gusta esta ciudad, pero en realidad para mí el sitio es lo de menos, siempre que esté con él.
Qué disparate que algo así pudiera ser cierto. «Cielos», pensó Calliope de nuevo, asombrada. El dulce y desmañado Nadav, tan bondadoso pero tan gruñón. ¿Quién se iba a imaginar que Elise terminaría enamorándose de él?
—Si de verdad lo amas, me alegro por ti —decidió, postura que su madre le agradeció con una sonrisa.
En ese momento Calliope recordó lo que Livya le había dicho, primero en Saks y después en la boda. Se le cayó el alma a los pies.
Se miró las manos, entrelazadas en el regazo, las uñas recortadas a modo de perfectas medias lunas y limpias por completo de esmalte, porque, cómo no, el esmalte de uñas, aunque fuera transparente, era inapropiado.
—Creo que Livya sospecha algo.
—¿A qué te refieres? —inquirió Elise con cautela.
—Se encaró conmigo cuando estábamos comprando los vestidos, y también durante la recepción. Dejó caer que éramos dos cazafortunas, y que no somos quienes decimos ser. —Calliope guardó una pausa para dejar que su bien entrenada memoria eidética entrara en acción—. Dijo que casi todas las mujeres que habían salido con Nadav hasta ahora estaban con él solo por el dinero, y que una de las razones por las que te quiere es porque dices ser muy desprendida.
Su madre la escuchó con sorprendente calma.
—Cualquier chica diría lo mismo de una desconocida que se casa con su padre millonario. En realidad, tampoco parece que Livya sepa demasiado.
Calliope se estremeció.
—Me ha pillado saliendo de casa a hurtadillas. Dos veces. —Prefirió guardarse para sí que había sido para ver a Brice.
—Pues tendrás que dejar de salir a hurtadillas —la reconvino Elise—. Si es que Livya nos tiene tan controladas. No conviene que levantemos sospechas.
No hacía falta que Elise le diera más explicaciones. Nadav se regía por una moralidad severa e intransigente. Si averiguaba la verdad acerca de ellas (que eran dos estafadoras de guante blanco que habían dejado una estela de corazones rotos a su paso; que, de hecho, en un primer momento, Elise sí que quiso ganarse a Nadav para hacerse con su dinero), no solo las echaría de su casa, sino que no tendría ningún problema en meterlas en la cárcel.
—Prométeme que te portarás bien. No vayas a arriesgarlo todo por un chico —le suplicó Elise.
Y, aunque había intentado convencerse de que no le importaba, de que solo había sido un coqueteo, Calliope no recibió con agrado la petición de su madre.
—No es solo un chico.
—Lo siento, cariño. Pero tienes que dejar de salir a escondidas, de contestar con sarcasmo y de ser tan testaruda. Tú agacha la cabeza y sé la chica dulce y generosa que le he dicho a todo el mundo que eres —le pidió Elise—. Todo habrá terminado en menos de un año, cuando te gradúes. Después podrás marcharte y ser quien quieras ser. Por favor, prométeme que lo harás por mí.
Calliope suspiró resignada, observando como su reflejo la imitaba en el espejo del armario. Era la primera vez que no sonreía al mirarse.
—¿Y por qué motivo decías que le habías contado a Nadav que éramos filántropas?
—Porque estaba claro que ese era el tipo de mujer que le gustaba —le explicó Elise en voz baja antes de suspirar—. Lamento que todo se haya complicado tanto. Quién me iba a decir que, de toda la gente a la que hemos timado, él iba a ser el hombre con el que terminaría.
—O, mejor dicho, que de todos los personajes que hemos interpretado, estos iban a ser aquellos en los que nos quedaríamos atrapadas —exclamó Calliope—. ¿Por qué no pudiste convencerlo de que éramos otra cosa? Las herederas excéntricas de una valiosísima naviera, o unas artistas bohemias, ¿o, por qué no, dos nobles francesas? Disfruté mucho aquella vez que éramos dos condesas.
—Eras una condesa pésima —señaló Elise, y las dos sonrieron con tristeza mientras recordaban aquellos días.
—Pobre Nadav, enamorado de alguien que no existe.
—Tal vez yo pueda cambiar —dijo Elise con un inesperado vigor—. Tal vez pueda convertirme en la mujer de la que está enamorado, si me tomo el tiempo necesario.
Calliope dudaba que esos fueran los cimientos más sólidos sobre los que construir una relación, pero ¿qué sabía ella? Ella tampoco había tenido nunca una pareja de verdad.
—Además —prosiguió Elise—, de esta forma, si el próximo año vas a la universidad, sí que tendrás un hogar al que regresar.
—¿A la universidad? —Esa era una posibilidad que Calliope no se había planteado siquiera.
—¿Qué piensas hacer, si no? ¿Ponerte a estafar a la gente tú sola? —Elise meneó la cabeza—. Yo no quiero eso para ti.
A Calliope tampoco le atraía la idea. Sin embargo, no terminaba de verse en la universidad, al menos no asistiendo a clase. Pasando el rato en las cafeterías o a la caza de algún chico, quizá. Dejándose caer por las fiestas y rompiendo corazones, casi con toda probabilidad. Uniéndose a una hermandad de chicas, ascendiendo a la cima de la jerarquía y gobernándola con mano de hierro, seguro. Pero ¿entrando en las aulas y estudiando para llegar a ser alguien? No sabría ni por dónde empezar.
—Me pensaré lo de la universidad —se evadió.
—Toc, toc —dijo Nadav, que abrió la puerta del vestidor. Calliope se abstuvo de poner los ojos en blanco. Cómo no, Nadav era de esas personas que decían «toc, toc» en lugar de llamar de verdad.
—¿Estás terminando de hacer el equipaje? Ah, hola, Calliope —añadió.
—Solo le estaba dando unos consejos sobre moda a mi madre —dijo mientras se levantaba deprisa.
—Bien. Me alegro de que alguien se encargue de eso, ya que, desde luego, yo no estoy cualificado. —«Otra broma patética de padre». Nadav miró a Elise y sonrió con indulgencia—. Solo quería recordarte que el avión sale a las seis.
—Estoy deseando despegar —dijo Elise con calidez. Miraba a Nadav con tanto cariño que Calliope estuvo a punto de caerse de espaldas.
Su madre y ella habían vivido incontables vidas a lo largo de los últimos años, desprendiéndose de las identidades empleadas cada vez que se mudaban, como quien se deshacía de la ropa de la temporada anterior. Pero Nadav había sacado a la luz otra faceta de Elise, la más feliz, tal vez la mejor. Y, si esto era lo que su madre deseaba, Calliope haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla a conseguirlo.
Tampoco conocía tan bien a Brice, de modo que no estaba segura de por qué le fastidiaba tanto perderlo. Pero eso no importaba. No volvería a quedar con él.
Tenía que dejarlo, por el bien de su madre.