LEDA
Leda se presentó en la jefatura de la policía de Nueva York, mareada de pura ansiedad.
Cuando las lentes de contacto le mostraron un toque entrante, se hizo rápidamente a un lado, confiando por una fracción de segundo en que fuese Avery, pero no, era Watt. Otra vez. En lugar de responder, dejó que el toque se desvaneciera.
Watt llevaba todo el día intentando contactar con ella al menos una vez cada hora. Leda seguía ignorándolo. Ahora mismo, no tenía nada que decirle.
Porque aún lo quería. Y sabía que, si accedía a hablar con él, si oía su voz, aunque fuera solo por un instante, se vendría abajo y desistiría de lo que estaba a punto de hacer.
Probó suerte llamando a Avery por última vez, con el corazón desbocado. Estaba segura de que su amiga iba a darle su apoyo; se lo había prometido la noche anterior, cuando Leda le envió un toque muerta de miedo.
—Claro que iré contigo —le había asegurado Avery—. Nos vemos en la comisaría a las siete.
—¿Puedes pasarte primero por casa? —le preguntó Leda con la voz ahogada. Prefería que fuese con ella todo el camino antes de confesar el asesinato, como una niña a la que hubiera que acompañar a la escuela.
—Nos veremos en la comisaría, te lo prometo —respondió Avery.
Eran casi las 7:20 y su amiga seguía sin aparecer. Leda empezaba a pensar que ya no vendría. Tampoco podía culparla; ahora mismo Avery tenía muchas cosas en la cabeza. No podía ocuparse de solucionar también las pifias de Leda.
Aun así, deseó no tener que pasar este mal trago ella sola.
Le había costado terminar el desayuno con sus padres. Habían regresado de los Hamptons en helicóptero la noche anterior. Leda se dio cuenta de que las cosas no se habían arreglado del todo entre ellos (podía ver las preguntas que se asomaban a los ojos de su madre), pero también comprobó que Ilara no se había marchado. Y cuando por la mañana bajó a la cocina, su padre estaba preparando gofres, de los regordetes, bien cubiertos de pepitas de chocolate y de nata montada. Como hacía antes, cuando desayunaban juntos como una familia unida.
Una vez que su madre bajó y empezó a poner la mesa, Leda supo que estaban bien. Su familia no estaba curada del todo, ni mucho menos, pero lo estaría, con el tiempo.
Casi, y solo casi, llegó a cambiar de parecer en cuanto a la confesión.
—¿Estás bien, cariño? —le había preguntado Ilara. Leda se sobresaltó y se preguntó si habría adivinado sus planes; pero después cayó en la cuenta de que se refería al escándalo sobre Avery y Atlas.
Leda masculló que estaba preocupada por su amiga y le dio un bocado al gofre. Se obligó a terminar el plato, porque no sabía cuándo volvería a echarse algo al estómago. ¿Qué le darían de comer en prisión?
Había tomado un deslizador de camino a la comisaría, una última y pequeña extravagancia. Mientras el vehículo se desplazaba por la calle con total suavidad, Leda se apoyó contra la ventanilla de flexiglás y, por una vez, se limitó a contemplar las vistas en lugar de ponerse a revisar los agregadores por medio de las lentes. Intentó memorizar hasta el último detalle del barrio, hasta la última verja de hierro, hasta el último escalón de ladrillo y hasta el último impoluto felpudo. Ahora todo parecía encharcado por una atmósfera triste, porque era la última vez que lo vería.
Pasó junto a una mujer que practicaba jogging, en compañía del bebé que llevaba en un cochecito flotante; en ese momento recordó que en una ocasión aquella mujer le había preguntado si no le importaría hacer de canguro. Leda puso los ojos en blanco, indignada por lo absurdo de la petición. «¿Ese trabajo no lo hacen los ordenadores de sala?, —le respondió, aunque la mujer tuvo que reírse—. Algunas personas prefieren que a sus hijos los cuide un ser humano, no un bot».
Se preguntó qué edad tendría la criatura cuando algún día ella saliera de la cárcel.
Cambió de postura, sintiéndose ridícula de pronto con la falda plisada y la camisa del uniforme escolar. Había pensado en optar por otro atuendo, pero después decidió que eso habría levantado las sospechas de sus padres. Además, si la policía la arrestaba en el acto, tal vez esa ropa le recordase lo joven que era y la disuadiese de ser demasiado severa con ella.
7:25. Avery seguía sin aparecer. Leda esperó un poco más. Aún tenía que pensárselo, aunque estuviera en la puerta, igual que hacía cuando se subía al trampolín de la piscina y el vértigo le impedía saltar.
Pero una vez que terminabas de subir la escalera, no había vuelta atrás. Así, hizo acopio de la escasa fuerza de voluntad que le quedaba y cruzó el umbral.
Había elegido a conciencia esta hora tan temprana, ese momento letárgico en que el turno de noche daba paso al de día. Confiaba en que los agentes la recibieran adormilados, acaso con un vaso de café soluble entre las manos. Pero se respiraba un sutil bullicio en el ambiente, con los empleados yendo de aquí para allá con paso enérgico, y un murmullo de voces que nacía tras las puertas cerradas. No había acertado, si lo que quería era encontrar a la policía con la guardia baja.
—¿Sí? —dijo el encargado de la recepción, un hombre de aspecto afable en cuya placa identificativa se leía «Agente Reynolds».
Leda se encogió como un caracol que se refugiase en su caparazón, prolongando el momento, el último sorbo de libertad.
—Vengo a ofrecerles información —declaró.
—¿Información acerca de…?
—De la muerte de Eris Dodd-Radson.
Solo pronunciar el nombre de Eris la llenó de una desesperación acuciante. «No llores», dijo para sus adentros mientras parpadeaba para aguantarse las lágrimas. Nunca lloraba en público. Era una de sus reglas básicas.
—Ah. La chica que cayó por la azotea —supuso Reynolds en voz alta para asombro de Leda, a la que le costaba creer que el agente apenas se acordara de Eris, que para él solo fuese un caso más, mientras que ella no había dejado de pensar en su hermanastra ni un solo momento durante los últimos meses.
—También sobre la muerte de Mariel Valconsuelo. —Había ensayado la frase decenas de veces, moldeándola mentalmente, y aun así su voz sonó trémula e indecisa.
Reynolds arqueó las cejas y la miró con renovado interés.
—Usted es Leda Cole, ¿verdad?
—He… —Abrió la boca, pero se le había secado la garganta. ¿Sabría ya la policía que era culpable?
—Gracias por personarse tan pronto —le agradeció Reynolds con una vehemencia que la descolocó—, pero no estamos listos para recabar testimonios adicionales. A decir verdad, después de lo que la señorita Fuller nos ha contado, tal vez ya no los necesitemos.
«¿Avery?». ¿Qué tenía que ver ella con todo esto?
—¿Testimonios adicionales? —repitió.
—Cuando su amiga dijo que usted se pasaría por aquí, no imaginé que se refería a esta mañana —le explicó a Leda en un tono casi amigable.
—¿Avery ha estado aquí? —Eso explicaba que en la comisaría hubiera más actividad de la que ella se esperaba a estas horas, que la atmósfera estuviera un tanto agitada, como si hubiera venido alguien muy importante y hubiera causado un gran revuelo.
—Hará media hora que se marchó —le informó Reynolds, para después añadir en voz baja—: Ninguno de nosotros sospechaba siquiera lo que esa chica escondía.
El comentario hizo saltar a Leda.
—Ni siquiera son parientes, ¿vale? ¡Déjenla en paz! ¡Ya le han echado encima bastante… bastante mierda!
Reynolds levantó una ceja.
—No hablaba de la situación de su familia. Me refería a lo que hizo. Ha venido a confesar los asesinatos de la señorita Dodd-Radson y la señorita Valconsuelo. Se le ha concedido la libertad provisional bajo fianza y sus padres se la han llevado a casa.
«¿Qué?», Leda se mareó. Apretó las manos contra el mostrador de recepción para no desplomarse.
—Avery no mató a esas chicas —dijo con un hilo de voz.
—Lo ha confesado. Lo tenemos registrado.
—No, ella no… Avery nunca…
Reynolds articuló una tos discreta.
—Señorita Cole, estoy seguro de que quiere ayudar a su amiga, pero ya ha recibido bastante ayuda. No olvide quién es su padre. Es demasiado pronto para que le tome declaración y, de todas maneras, parece cansada —dijo en un tono comprensivo, tras lo cual señaló su uniforme—. ¿No debería estar en la escuela?
Leda asintió, aturdida. Con un nudo en la garganta, su mente estaba saturada y en blanco, todo a la vez. Salió de la comisaría sin saber en qué dirección caminaba, como un borracho, o como alguien que se hubiera perdido.
¿Cómo se le había ocurrido a Avery hacer esa confesión?
—Toque a Avery —dijo para sus lentes de contacto, pero al ver que saltaba el buzón de voz, modificó la orden—. Toque a Atlas. —Atlas sabría lo que estaba pasando, le contaría cuál era la situación en el piso mil.
Sin embargo, las lentes de Atlas no recibieron la solicitud. La única respuesta que Leda obtuvo fue un tono plano y un error de «Comando no válido».
Anduvo dando tumbos hasta que se apoyó en un banco cercano para recuperar el equilibrio. No tenía sentido. Atlas se había marchado. Atlas, la única persona en la que Avery podía refugiarse de verdad. Había huido de nuevo. ¿O tal vez sus padres se habían deshecho de él?
Se acordó de lo que Avery le había dicho el día anterior, cuando señaló que Leda siempre había sido la valiente, que siempre cuidaba de los demás. Y entonces entendió lo que había sucedido.
Avery había confesado para librarla a ella.
Se había atribuido la culpa de Leda. Había asumido toda la responsabilidad para que Leda quedara libre. Le estaba devolviendo su vida, se estaba sacrificando por ella, en un último y definitivo gesto de amistad. Y si había hecho algo así, infirió Leda alarmada, solo podía suceder una cosa.
Dio media vuelta y echó a correr hacia el ascensor de la Cima de la Torre más próximo, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde.