WATT
Era viernes por la noche y Watzahn Bakradi estaba allí donde se le podía encontrar todos los viernes a esa hora: en un bar.
Esta noche se había decantado por el Helipuerto. La clientela del Cinturón de la Torre debía de pensar que era un nombre muy moderno y chistoso, pero Watt manejaba otra teoría: el local se llamaba así porque nadie se había molestado en buscarle un nombre más original.
Aunque Watt debía admitir que el sitio estaba genial. Durante el día funcionaba a modo de helipuerto auténtico (en el suelo grisáceo de compuesto de carbono podían observarse las marcas de unos patines de hacía escasas horas) y por la noche, una vez que despegaba la última aeronave, se convertía en un bar clandestino.
El techo se levantaba sobre ellos como un cavernoso costillar de acero. Tras una mesa plegable, los camareros humanos mezclaban las bebidas que guardaban en unas neveras; nadie se atrevía a subir aquí un bot barman, puesto que una máquina denunciaría todas las violaciones de las normas de seguridad. Decenas de jóvenes que vestían tops que les dejaban el estómago al descubierto o parpadeantes camisetas instaimpresas se apiñaban en medio del recinto. El ambiente vibraba con la emoción, la atracción y el pulso grave de los altavoces. Lo más llamativo de todo, no obstante, eran las puertas dobles del helipuerto, que se encontraban abiertas y permitían apreciar su contorno irregular, como si un tiburón gigantesco le hubiera dado un mordisco a la fachada de la Torre. El aire fresco de la noche se agitaba en torno al costado del edificio. Watt podía oírlo a pesar de la música, un extraño murmullo incorpóreo.
Los clientes no dejaban de mirar en esa dirección, embelesados por el aterciopelado cielo nocturno, pero ninguno de ellos se aventuró a acercarse demasiado. Existía una regla tácita que recomendaba permanecer a este lado de la línea roja de seguridad, a unos veinte metros del filo desprotegido del hangar.
Si uno rebasaba ese límite, la gente podría imaginarse que consideraba la idea de saltar.
Watt había oído que, a veces, de improviso, los helicópteros podían aterrizar aquí por la noche, cuando alguien necesitaba atención médica urgente. Si se daba esa situación, corría la voz por todo el bar, que en cuestión de cuatro minutos quedaba vacío. A la gente que frecuentaba este sitio no le importaba que se produjera esa eventualidad. Era parte del atractivo, la emoción de jugar con fuego.
Cambió de postura, sin soltar en ningún momento la botella de cerveza helada. No era la primera de la noche. Cuando empezó a salir así, después de que Leda rompiera con él, se recogía al fondo de los bares a los que iba, intentando ocultar su dolor, sin conseguir otra cosa que castigarse todavía más. Al menos ahora la herida había cicatrizado lo suficiente para que no le importara colocarse en medio de la multitud. Lo ayudaba a sentirse un poco menos solo.
«Tus niveles de alcohol en sangre superan el límite legal», le avisó Nadia, el ordenador cuántico que Watt llevaba incorporado en el cerebro. El dispositivo proyectó el mensaje en sus lentes de contacto a modo de notificación parpadeante, el tipo de comunicación que empleaba siempre que Watt se encontraba en un entorno público.
«Dime algo que no sepa», pensó Watt, de un modo un tanto inmaduro.
«Es solo que me preocupa que bebas a solas».
«No estoy bebiendo a solas. —Watt señaló a la clientela, sin alegría—. Me acompaña toda esta gente».
Nadia no se rio con el chiste.
Watt desplazó la mirada hacia una chica guapa de piernas esbeltas y tez aceitunada. Tiró la botella vacía de cerveza al cubo de reciclaje y se acercó a ella.
—¿Bailas? —le preguntó una vez que se hubo acercado a ella. Nadia guardaba un silencio absoluto. «Venga ya, Nadia. Por favor».
La chica se mordió el labio inferior y miró en torno a ella.
—No hay nadie más bailando…
—Por eso mismo deberíamos ser los primeros —insistió Watt, justo en el momento en que el equipo de sonido pasaba abruptamente a una irritante canción pop.
La chica, cuya reticencia se había evaporado de forma notoria, se rio.
—¡La verdad es que esta es mi canción favorita! —exclamó a la vez que tomaba a Watt de la mano.
—¿En serio? —dijo Watt, como si no lo supiera ya. Era él (o, mejor dicho, Nadia) quien había seleccionado la pieza. El ordenador se había infiltrado en la página de la chica que figuraba en los agregadores a fin de determinar su música preferida, para después tomar el control de los altavoces del bar y empezar a reproducirla, todo en menos de un segundo.
«Gracias, Nadia».
«¿Seguro que quieres agradecérmelo? Esta canción es una mierda», le espetó Nadia, con tal vehemencia que Watt no pudo reprimir una sonrisa.
Nadia era el arma secreta de Watt. Cualquiera podía explorar la i-Net a través de sus lentes de contacto digitales, desde luego, pero incluso los últimos modelos de lentes funcionaban por medio de comandos de voz, de manera que si uno quería realizar una consulta, tenía que formularla en voz alta, del mismo modo en que se enviaba un parpadeo. Pero Watt podía explorar la i-Net de forma encubierta, porque solo él llevaba un ordenador incorporado en el cerebro.
Cada vez que conocía a alguien, Nadia analizaba al instante la página de esa chica en los agregadores y después le recomendaba cómo orientar la conversación para ganársela. Si la chica era una artista gráfica y llevaba tatuajes, Watt fingiría que le encantaban los viejos bocetos en dos dimensiones y el whisky selecto. Si la chica era una estudiante extranjera de intercambio, Watt se haría pasar por un chico atento y sofisticado; y si la chica tenía fuertes convicciones políticas, Watt aseguraría que apoyaba su causa, fuera cual fuese. El guion cambiaba en cada caso, pero siempre era fácil de interpretar.
Estas chicas siempre buscaban a alguien afín a ellas. Alguien que comulgase con sus opiniones, que les dijera lo que querían oír, que no las presionara ni las contradijera. De todas las chicas que Watt había conocido, Leda era la única que no buscaba algo así, que en realidad prefería que la interrumpiesen si decía alguna sandez.
Se sacó a Leda de la cabeza y se centró en la chica de ojos destellantes que tenía ante él.
—Me llamo Jaya —se presentó la joven, que se acercó un poco más para rodear con los brazos los hombros de Watt.
—Watt.
Nadia le propuso varios temas de conversación, cuestiones acerca de los intereses de Jaya y sobre su familia, pero Watt no tenía ganas de charloteo.
—Tengo que irme pronto —se oyó decir.
«Vaya, sí que tienes prisa esta noche», observó Nadia con sequedad. Watt no se molestó en responderle.
Jaya se sobresaltó un tanto, pero Watt reaccionó al instante.
—He sacado un cachorrito del refugio —dijo—, y debo ir a ver cómo está. Tengo uno de esos bots cuidadores de mascotas, pero no me quedo tranquilo dejándolo con él. Todavía es muy pequeño, ¿sabes?
La expresión de Jaya se había ablandado de inmediato. Soñaba con ser veterinaria.
—Claro, lo entiendo. ¿De qué raza es?
—Creemos que es un border terrier, pero no estamos seguros. Al parecer, lo encontraron abandonado en Central Park.
—Por alguna razón, incluso a Watt le pareció una mentira repulsiva.
—¡No puede ser! ¡Yo también he adoptado un border terrier! Se llama Frederick —exclamó Jaya—. Lo encontraron debajo del antiguo puente de Queensboro.
—Menuda coincidencia —dijo Watt con voz monótona.
Jaya no pareció reparar en el hecho de que Watt no se sorprendiera. Lo escrutó haciendo aletear sus espesas pestañas.
—¿Quieres que vaya a ayudarte? Se me dan bien los animales abandonados —se ofreció.
Esto era exactamente lo que Watt había estado buscando; sin embargo, ahora que Jaya lo había sugerido, él descubrió que no tenía el menor interés. Sentía que nada ni nadie podría volver a sorprenderlo nunca.
—Creo que no hará falta —rehusó él—. Pero gracias.
Jaya se apartó.
—Como quieras —dijo sin alterarse, y se alejó de él, airada.
Watt se pasó una mano por la cara, cansado. ¿Qué le pasaba? Derrick nunca dejaría de restregárselo si supiera que ahora se dedicaba a rechazar a las chicas guapas que se le ponían a tiro. Sin embargo, en realidad a él no le interesaban esas chicas, porque ninguna le servía para olvidar a la que había perdido. La única que de verdad le había importado.
En lugar de dirigirse hacia la salida, se encaminó en el sentido opuesto. Se detuvo sobre la línea de seguridad. Las estrellas titilaban en el cielo. Y pensar que su luz viajaba disparada hacia él, nada menos que a trescientos millones de metros por segundo. Pero ¿y la oscuridad? ¿A qué velocidad se abalanzaba la negrura sobre uno cuando una estrella moría y su resplandor se extinguía para siempre?
Por muy rápido que viajase la luz, concluyó Watt, la oscuridad siempre parecía estar ahí primero.
No pudo evitar que sus pensamientos volvieran a llevarlo con Leda. Esta vez ni siquiera intentó distraerse con cualquier otra cosa.
Era culpa suya. Debería haber estado más pendiente de ella, durante aquellas primeras semanas tras el viaje a Dubái. Leda insistía en que necesitaba pasar un tiempo a solas, después de todo lo que había ocurrido. Watt quiso respetar su voluntad, hasta que supo que Leda había sufrido una sobredosis e iba a someterse a rehabilitación.
Cuando semanas más tarde Leda volvió a casa, no parecía arder en deseos de verlo.
—Hola, Watt —dijo inexpresivamente mientras mantenía abierta la puerta principal. Llevaba un jersey de color carbón que le quedaba grande y unos pantalones cortos negros de plástico, y estaba descalza en medio del suelo de madera noble del recibidor—. Me alegro de que hayas venido. Tenemos que hablar.
Estas tres últimas palabras acuchillaron a Watt como un mal presentimiento.
—Estaba… Estaba preocupado por ti —trastabilló al tiempo que daba un paso adelante—. En la clínica no me permitían hablar contigo. Creía que estabas…
Leda lo interrumpió sin miramientos.
—Watt, tenemos que dejar de vernos. No puedo estar contigo, no después de todo lo que he hecho.
A Watt se le cayó el alma a los pies.
—No me importa —le aseguró él—. Sé lo que has hecho y no me importa, porque…
—¡No tienes ni idea de lo que dices! —estalló Leda—. Watt, Eris y yo teníamos el mismo padre. ¡Maté a mi hermanastra!
Sus palabras reverberaron en el aire. Watt se quedó en blanco. De repente, todo cuanto quería decirle parecía inapropiado.
—Necesito empezar de cero, ¿vale? —A Leda le temblaba la voz y parecía decidida a no mirarlo a los ojos—. No podré recuperarme si nos seguimos viendo. Eres uno de mis desencadenantes, el peor de ellos, y mientras siga contigo, me será imposible abandonar mis antiguos hábitos. No puedo permitírmelo.
—Eso no es verdad. Nos hacemos bien el uno al otro —intentó protestar él.
Leda meneó la cabeza.
—Por favor —le rogó ella—. Solo quiero seguir adelante. Si de verdad te importo, aléjate de mí, por mi bien.
La puerta se cerró con un clac definitivo.
—¡Eh, apártate de ahí! —gritó alguien. Aturdido, Watt se dio cuenta de que había rebasado la línea de seguridad, en dirección a la salida abierta del helipuerto.
—Lo siento —masculló según retrocedía. Ni siquiera se molestó en explicarse. ¿Qué iba a decirle a aquella gente? ¿Que le relajaba asomarse al borde? ¿Que le recordaba lo pequeño e insignificante que era, al verse rodeado por esta vasta ciudad? ¿Que su dolor carecía de importancia dentro del gran entramado del universo?
Giró sobre los talones y salió del bar, del mismo modo que se había obligado a salir de la vida de Leda hacía ya tantos meses.