9

Los últimos pasos de la muerte son veloces, a toda vela.

Nedra estaba enferma. No lo admitía, salvo que de pronto se sintió incómoda en la ciudad. Quería respirar aire puro, quería lo invisible. Como esos animales anádromos que echan a andar sin conocer su destino final, que de algún modo, atravesando distancias increíbles, hallan el camino hasta su hogar, ella fue a Amagansett —era a principios de primavera— y alquiló una casita que había sido antaño el cobertizo de una granja. Había algunos manzanos, secos desde hacía tiempo. Los tablones del suelo estaban aplanados por el uso. En el pueblo y los campos reinaba un vacío silencioso. Allí asentó su ashram[6], bajo los cielos abiertos, junto a fuegos ocasionales, cerca del borde en forma de dedo del continente.

Tenía cuarenta y siete años, el cabello hermoso y abundante y las manos fuertes. Parecía que todo lo que había conocido y leído, sus hijas, sus amistades, cosas que en algún momento habían sido dispares y discrepantes, se había aquietado por fin y hallado su sitio en el interior de Nedra. La embargaba un sentimiento de cosecha, de abundancia. No tenía nada por hacer y esperaba.

Despertó en el silencio de un dormitorio aún frío y oscuro. No tenía sueño, se daba cuenta de que la noche ya había pasado. Un viento inaudible removía las ramas pequeñas y nudosas de los manzanos. El sol no había salido. El cielo, hacia el oeste, era azulísimo, con nubes que casi brillaban demasiado y eran excesivamente espesas. En el este era casi blanco.

Tenía el cuerpo y la mente descansados y en paz. Se estaban preparando para una transformación definitiva que Nedra solamente adivinaba.

En Roma, la mujer de la limpieza de Lia estaba llorando. Tenía ochenta años. Era lenta pero todavía apta para el trabajo. Tenía las manos embotadas por la edad.

—¿Qué tiene? —le preguntó Lia—. ¿Qué le pasa?

La anciana siguió llorando desconsoladamente. Su cuerpo sollozaba.

Ma come, Assunta?

Signora —gimió ella—, no quiero morir.

Estaba sentada en una silla de la cocina, acongojada.

—¿Morir? ¿Está enferma?

—No, no. —Su cara ajada y suplicante era la de una niña vieja—. No estoy enferma.

—¿Pues a qué viene eso?

—Es que tengo miedo.

—Oh, vamos —dijo suavemente Lia—. Venga, no se apene. No sea tonta. —Tomó la mano de la anciana—. Todo irá bien, no se preocupe.

Signora

—Sí.

—¿Usted cree que después hay algo?

—Assunta, no llore.

Qué conmovedores son los viejos, pensó. Qué sinceros son, qué desprovistos de engaños y orgullo.

—Tengo miedo.

—Le diré cómo es —le dijo Lia, para calmarla—. Es como estar cansada, muy, muy cansada, y quedarse dormida.

—¿Usted cree?

—Un sueño hermoso —dijo ella—. Un sueño que sólo merecen los que han trabajado mucho, y que no se acaba.

La consolaba con el calor y la fuerza de quienes no tienen nada que perder. Para ella era inimaginable el final de su propia vida. Tenía decenios por delante, viajes a París en diciembre con su marido, cenas en hotelitos cerca de la Place Vendôme, con las luces y los adornos navideños en la calle y ostras —sus primeras— en la tarde fría, las mitades de limón ante ellos, los cuadraditos de pan.

—Un sueño delicioso —dijo.

La anciana se secó los ojos. Ahora estaba más tranquila.

—Sí —asintió—. Sí, eso es.

—Por supuesto.

—Pero… —dijo Assunta—, qué bonito es despertar por la mañana y tomar un café recién hecho…

—Sí.

—Huele tan bien.

—Pobre mujer —dijo Viri más tarde.

—Le he dado algo de vino —dijo Lia.

—¿Tiene familia?

—No, todos han muerto.

Aquel verano, Franca fue a visitar a su madre una vez más. Se sentaron debajo de los árboles. Nedra tenía dinero, había comprado un vino de marca.

—¿Te acuerdas de Ursula? —preguntó.

—¿La poni? Sí.

—Era ingobernable. Yo quería venderla, pero tu padre no lo consintió.

—Lo sé. La quería muchísimo.

—La quería en determinados momentos. ¿Te acuerdas de Leslie, de Leslie Dahlander?

—Pobre Leslie.

—Es extraño. He pensado en ella últimamente —dijo Nedra.

—Pero no la conocías muy bien.

—No, pero conocí aquellos años.

Miró a su hija y la invadió un sentimiento de envidia y de felicidad, una ráfaga tan densa como el aire. Hablaron de la casa, de los días idos, y las horas se tendían junto a ellas como un arroyo que apenas se moviese. Todo alrededor se extendía, el vasto terreno de la granja, estremecido a causa del mar oculto. Había conejos comiendo en los campos polvorientos, había aves marinas en la orilla. Todo aquello se esfumaría, pasaría a pertenecer a dueños de caniches, como había dicho Arnaud. Su ubicación recóndita lo había salvado, pero ahora las granjas se fundían como hielo en la primavera; se estaban desmenuzando, deshaciendo para siempre. Todo aquel confín lejano, aquella comarca yerma desaparecería. Vivimos demasiado tiempo, pensó Nedra.

—¿Te acuerdas de Kate? —preguntó Franca.

—Sí. ¿Qué ha sido de ella?

—Tiene tres hijos.

—Era tan flaca. Era casi un chico, un chico guapo y perverso.

—Vive en Poughkeepsie.

—Exiliada.

—Su padre es famoso —dijo Franca—. ¿Has visto el artículo?

Entró en la casa a buscar el ejemplar de Bazaar.

—Leí algo —recordó Nedra.

Franca estaba pasando las páginas.

—Ten —dijo. Se lo entregó. Era un texto largo—. Hizo una exposición en el Whitney.

—Sí, ya recuerdo.

La miró fijamente una cara ancha, gris, de poros visibles en la nariz y barbilla. Era como si estuviese mirando a una especie de pasaporte, el único que importaba.

—Realmente es un pintor muy bueno —dijo Franca.

—Tiene que serlo. Aquí mismo está con las condesas francesas.

—Te estás burlando de él.

—No, no me burlo. Bueno, adiós, Robert. —Pasó la página y encontró fotos vívidas y verdes de las Bahamas, verde y azul, muchachas largas y bronceadas, con caftanes y sombreros blancos.

—Sólo que es difícil creer en la grandeza —dijo—. Sobre todo en la de los amigos.

Tendidas al sol sagrado que las envolvía, los pájaros las sobrevolaban, la arena les caldeaba los tobillos y las pantorrillas. Ella también, como Marcel-Maas, había llegado. Había llegado por fin. Una voz de enfermedad le había hablado. Como la voz de Dios, ella no conocía su fuente, sólo sabía lo que le estaba ofreciendo, que era degustarlo todo, verlo todo con una última y larga mirada. Había alcanzado el sosiego, la calma de un magno viaje acabado.

—Léeme —pedía.

En la alta yerba parda de las dunas, sentada en un sofá pagano que dominaba el mar, abrazándose las piernas, escuchaba a Franca leyendo, como Viri había leído tantas veces para sus hijas y también para ella. Era la vida de Tolstoi escrita por Troyat, un libro como la Biblia, tan rico en sucesos, en tristeza, en despedidas, tan lleno de luchas que en cada página resurgía la fuerza. Los capítulos se fundían con tu piel, se apropiaban de ti; las tribulaciones te purificaban. Al calor, resguardada del viento, escuchaba la voz clara de Franca describiendo el paisaje de Rusia, prosiguiendo la lectura hasta cansarse finalmente y detenerse. Guardaron silencio, como leonas en la hierba seca, poderosas, saciadas.

—Es bueno, ¿verdad? —preguntó su hija.

—Cuánto te quiero, Franca —dijo Nedra.

De todos ellos, aquel era el auténtico amor. De todos ellos, era el mejor. El otro, aquel suntuoso amor que te embriagaba, que uno anhelaba, envidiaba y en el cual creía, aquel amor no era la vida. Era lo que la vida buscaba; era una suspensión de la misma. Pero estar próximo a un hijo, por quien uno lo consumía todo, cuya vida estaba protegida y nutrida por la tuya propia, tener a ese hijo a tu lado era la alegría verdadera, la más profunda, la única.

Descalzas a lo largo de la orilla silbante, a veces tocándose, cadera con cadera, en el interior sombreado de automóviles, entrando en tiendas, había parejas abismadas en sí mismas, henchidas de la satisfacción de poseer, lastrados por ella, rebosantes. Ella las vio pasar por delante insulsamente, como un peregrino ve a las almas ordinarias. No le interesaban. Eran mustias, translúcidas como pétalos. Aún no les había llegado su hora. Había perdido por completo el conocimiento que antiguamente pensaba que habría de conservar siempre: el gusto, la exaltación de los días que el amor volvía luminosos; con eso lo tenías todo.

—Es una ilusión —dijo.

Sus pensamientos se remontaron atrás, profundamente clementes, afectivos. Había cosas que casi había olvidado, que nunca había dicho. Acudían a su mente inesperadamente, quizá por última vez.

Tu abuelo —dijo—, mi padre, estuvo en la marina, ¿lo sabías? Era el campeón de boxeo de su barco. Contaba historias de eso. Cuando yo era una niña, le recuerdo boxeando, reviviendo el combate. Lo ganó, ¿sabes? Estaba el almirante, y todos sus compañeros. Y al otro lado del ring, con la cara reluciente y los dientes de oro, el cubano…

—Nunca me lo has contado.

—A mí me encantaban aquellas historias. Supongo que él quiso un varón. Cuando yo tenía unos doce años, cuando estaba clarísimo que era una chica, entonces dejó de hacerlo. Era un hombre difícil. No era fácil de conocer. ¿Sabes?, lo más extraño es que lo supe por casualidad: la madre de Eve y la mía están enterradas en el mismo cementerio de Maryland. Es un cementerio muy pequeño. En pleno campo.

—Ella era de allí. Conoció a mi padre en un picnic. Hace tantos años. Y ahora están muertos. La familia de mi madre eran tenderos. Procedían de Virginia. Ella tenía dos hermanas y un hermano, pero el hermano murió cuando era niño. Era el predilecto. Se llamaba Waddy.

—Me hubiera gustado conocerla.

—Tenía unas manos preciosas. Creo que echaba de menos Maryland. No era una mujer muy fuerte.

—¿Cuál era su apellido de soltera?

—McRae.

—Sí, McRae.

—Ninguno de ellos tenía dinero —dijo Nedra—. Esa es la pena. Honrados, sí, pero no se puede vivir de la honra.

—O sea que tengo sangre escocesa.

—Sobre todo rusa, creo. Te pareces muchísimo a tu padre.

—¿Lo dices en serio?

—Sí, y es bueno.

—¿Por qué?

—Déjame que te mire. Bueno —dijo—, porque hay algo insondable ahí. —Extendió la mano para tocar la mejilla de Franca—. Sí —dijo—. Insondable y divino.

Franca cogió la mano y la besó.

—Mamá… —empezó. Estaba al borde de las lágrimas.

—¿Sabes? Me alegro tanto de que pudieras venir este año —dijo Nedra—. Sigo pensando que no vendremos aquí muchas más veces, tendremos que encontrar otro sitio. Deberíamos salir a cenar de vez en cuando. Catherine me dice que hay un restaurante griego que llevan dos hermanos y que no está mal. Podemos tomar musaka. La probé en Londres. Hay un restaurante maravilloso allí. Iremos algún día.

—Sí.

Estaba acariciando el pelo de su hija.

—Me gustaría —dijo Franca.