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¿Dónde va a parar?, pensó, ¿dónde se va?

La desconcertaban las distancias de la vida, todo lo que se perdía en ellas. Ni siquiera lograba recordar —no llevaba un diario— lo que le había dicho a Jivan la primera vez que almorzaron juntos. Se acordaba sólo de la luz del sol que la incitaba al amor, la certeza que sentía, el vacío del restaurante mientras hablaban. Todo lo demás se había erosionado, ya no existía.

Las cosas que ella creyó imperecederas —imágenes, olores, el modo en que él se ponía la ropa, los actos profanos que la habían pasmado— se oscurecían ahora, se tornaban falsas. Apenas escribía cartas, no conservaba casi ninguna.

—Crees que sigue ahí, pero no es cierto. Ni siquiera recuerdas los sentimientos —le dijo a Eve—. Trata de recordar a Neil y lo que sentías por él.

—Es difícil de creer, pero estaba loca por él.

—Sí, lo dices, pero ya no lo sientes. ¿Te acuerdas por lo menos de cómo era?

—Sólo por fotos.

—Lo extraño es que al cabo de un tiempo tampoco crees en las fotos.

—Todo ha cambiado tanto.

—Yo siempre presupuse que las cosas importantes sobrevivirían —dijo Nedra—. Pero no sobreviven.

—Recuerdo mi boda —dijo Eve.

—No te creo.

—Oh, sí. Estuvo mi madre.

—¿Qué te dijo?

—No paraba de decir: «Mi pobre niña».

—Yo tenía diecisiete años cuando vine a Nueva York. —Nunca le había contado esto a Eve—. Vine con un hombre de cuarenta años. Era concertista de piano y había pasado por Altoona. Cuando me escribió para invitarme, puso una rosa dentro de la carta. Estuvimos en su casa de Long Island. Vivía con su madre, y vino a mi habitación de noche, tarde. Ya ves, ni siquiera recuerdo su cara.

Todo la abandonaba con movimientos lentos, imperceptibles, como la marea cuando uno le vuelve la espalda: todo y todos los que ella había conocido. De forma que los pesares y las dichas, lejos de enterrarlos con uno, se desvanecían antes, salvo pedazos dispersos. Ella vivía entre episodios olvidados, caras desconocidas desprovistas de nombre, desgajadas del universo mismo que ella había creado; así llegaban a ser las cosas. Pero no tengo que mostrar nada de esto, pensó. No debía revelárselo a sus hijas.

Componía su vida día tras día, usando como materiales la vacuidad y el pánico, así como los arranques de júbilo, similares a una fiebre. He superado el miedo a la soledad, pensó, estoy más allá.

La idea la estremecía. Lo he superado y no naufragaré.

Esta sumisión, este triunfo la hicieron más fuerte. Era como si, a la postre, tras haber rebasado etapas inferiores, su vida hubiese cobrado una forma digna. Lo artificioso quedaba atrás, junto con las esperanzas y las expectativas insensatas. Había veces en que era más feliz de lo que nunca había sido, y le parecía que aquella felicidad no era algo que le hubiese sido concedido sino algo que ella había obtenido, había buscado, sin conocer su forma, algo por lo que había renunciado a todo lo que era más fácil de alcanzar: incluso a las cosas insustituibles.

Su vida era suya. Ya no estaba a merced de quien quisiera tomarla.