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—Hay cosas del matrimonio que me encantan. Me encanta la familiaridad que tiene —dijo Nedra—. Es como un tatuaje. En su momento querías tener uno y ahora que lo tienes, implantado en la piel, no puedes deshacerte de él. Casi ya no te das cuenta de que lo tienes. Supongo que soy muy convencional —concluyó.

—En algunos aspectos…

—Si preguntaras a la gente lo que quiere, ¿qué diría la mayoría? Sé lo que diría: dinero. Me gustaría tener un montón de dinero. Es de lo único que nunca he tenido suficiente.

Jivan no dijo nada.

—No soy materialista, tú lo sabes. Bueno, supongo que lo soy. Me gusta la ropa y la comida, no me gusta el autobús ni los sitios deprimentes, pero el dinero es muy agradable. Tendría que haberme casado con alguien de dinero. Viri no lo tendrá nunca. Nunca. ¿Sabes?, es terrible estar atada a alguien que no puede darte lo que quieres. O sea, la cosa más nimia. Realmente no estamos hechos para vivir juntos. Y sin embargo, ya ves, le miro haciendo marionetas para las niñas, allí sentadas con la cabeza cerca de la suya, absolutamente absortas.

—Lo sé.

—Está ilustrando El elefantito entero.

—Sí.

—El pájaro Kola-kola, el cocodrilo, todo. Tiene talento, realmente. Dice: «Franca…», y ella dice: «Sí, papá». No sé explicarlo.

—Franca es preciosa.

—Esa terrible dependencia de otros, esa necesidad de amar.

—No es terrible.

—Oh, sí, porque al mismo tiempo está la estupidez de esta clase de vida, el aburrimiento, las riñas.

Él estaba colocando una almohada. Ella se incorporó sin decir una palabra.

—Con la leche va la vaca —dijo él—. Con la vaca va la leche.

—La vaca.

—Tú me entiendes.

—Si quieres leche tienes que aceptar la vaca, un establo, pastos, todo eso.

—Así es —dijo él.

Se movía sin prisas, como un hombre que pone una mesa plato por plato. Hay momentos en que uno es importante y otros en que uno casi no existe. Ella notó que él se arrodillaba. No le veía. Tenía los ojos cerrados, la cara apretada contra la sábana.

Karezza.

Él, solemne, no le oía.

—De acuerdo —dijo.

Actuaba con lentitud, concentrado, como un analfabeto que intenta escribir. No la tenía en cuenta; empezaba el acto como si se tratase de una cura. La parsimonia, la deliberación la anonadaron como si fueran golpes.

—Sí —murmuró él. Tenía las manos en los hombros de ella, en la prominencia de sus nalgas, con tanta fuerza que ella se sentía impotente. El peso, la presunción del peso era abrumadora. Sus gemidos comenzaban a subir de tono.

—Sí —dijo él—, grita.

No hubo el menor movimiento, salvo una lenta dilatación a la que ella reaccionó como al dolor. Se revolcaba, sollozando. Sus gritos eran apagados. Él no hacía nada y después hizo más y más.

Posteriormente fue como si hubiesen corrido millas. Tumbados cerca el uno del otro, no podían hablar. Un día vacío, las gaviotas sobre el río, azul y reflejando azul como capas de mica.

—Cuando me haces eso —dijo ella—, a veces tengo la sensación de que me voy tan lejos que no podré volver. Siento como si yo… —De improviso se incorporó parcialmente—. ¿Qué es eso?

La puerta vibraba. Él escuchó.

—Son los gatos.

Ella dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada.

—¿Qué quieren?

—Quieren entrar —dijo él—. Es su única ambición.

El ruido en la puerta continuaba.

—Déjales entrar.

—Ahora no —dijo él.

Estaba tendida como una mujer que duerme. Tenía la espalda destapada, los brazos por encima de la cabeza, el pelo suelto. Él le tocó la espalda como si fuese algo adquirido, como si la descubriese por primera vez.

Ella no podría prescindir de él, se lo había dicho. Había veces en que le odiaba porque él era libre de una forma en que ella no lo era; no tenía hijos ni estaba casado.

—¿No vas a casarte tú? —dijo ella.

—Bueno, claro, pienso en ello.

—A ti no te hace falta. Ya tienes el fruto del matrimonio.

—El fruto. El fruto es otra cosa.

—Tienes cantidad de tiempo —insistió ella—. Soy una estúpida. Te he dicho la cosa que más miedo me da.

—No tengas miedo.

—No puedo evitarlo. No puedo hacer nada al respecto. Dependo de ti.

—Nuestra vida está siempre en manos de otros.

Ella tenía el coche aparcado fuera. Era una tarde de invierno, los árboles estaban pelados. Sus hijas estaban en clase, escribiendo con letras grandes, haciendo mapas plateados y verdes de los estados.

Viri volvió a casa en la oscuridad, el fulgor de los faros proclamaba su llegada, iluminaba los árboles, la casa, y se apagaba como estrellas fugaces.

Cerró la puerta tras él. Entró procedente del aire vespertino, frío y blanqueado, como si llegase del mar. Tenía fuera de su sitio el pelo lavado. Venía de hacer dibujos, de hablar con los clientes. Estaba cansado, un poco torcido.

—Hola, Viri —dijo ella.

Había un fuego encendido. Las niñas estaban poniendo tenedores.

—¿Te apetece beber algo? —preguntó ella.

—Sí.

Besó a sus hijas una después de otra, conforme pasaban por su lado. Comió una pequeña aceituna verde, agria como té.

Ella le preparó la bebida. Él advirtió que a ella, esa noche, le gustaba su vida. Irradiaba contento. Lo llevaba en la boca, en el sombreado de sus comisuras.

—Franca —dijo ella—. Ven aquí, abre el vino.

Sonaba la radio. Las velas de la mesa estaban encendidas. Eran las primeras noches de invierno, frías como la marea. Desde fuera la casa parece un barco oscuro, inmóvil, con todas las ventanas encendidas.