7

Danny sucumbió por azar, como un pájaro ante un gato.

Era invierno. Estaba con una amiga. Se encontraron con Juan Prisant en la calle, cerca del Filmore. Él llevaba un tosco suéter blanco, nada más. Hacía frío. Los dientes de su boca barbada eran perfectos; se asemejaban a las manos blandas que traicionan a aristócratas en fuga. Tenía veintitrés años. Desde el primer instante ella estuvo dispuesta a olvidar sus estudios, su perro, su hogar. Él no le prestaba esa clase de atención que los enamorados acostumbran a esperar. Ella se sabía demasiado joven, demasiado clase media; no era lo bastante interesante para él. Llevaba un abrigo que odiaba. Miró a la acera, y a intervalos osaba aventurar una mirada para confirmar la cara cuyo poder la aturdía. Hiciera lo que hiciese, Danny parecía incapaz de recordarla, no podía mirarla mucho tiempo, como frente al sol. Él irradiaba una energía que a ella la aterraba y expulsaba de su mente todos los demás pensamientos.

—¿Quién es? —preguntó después.

—Un amigo de un amigo.

—¿Qué hace?

Eran preguntas impotentes, se avergonzaba de hacerlas.

Él vivía en Fulton Street. A la primera oportunidad, ella hojeó febrilmente la guía telefónica: figuraba su nombre. El corazón le daba brincos locos, no creía en su suerte. Él no estaba más próximo, pero tampoco le había perdido, sabía dónde estaba.

El amor debe esperar; tiene que romperte los huesos. Ella no le veía, no concebía por medio de qué coincidencia ocurriría. Al final —no había otra manera— telefoneó con un pretexto. La voz de él sonó desconcertada, fría.

—Nos conocimos cerca del Filmore —dijo ella, torpemente.

—Ah, sí. Tienes un abrigo morado.

Ella se apresuró a denigrarlo. Iba a estar por su barrio ese día y se preguntaba si…

—Sí, muy bien.

Fue para ella el momento más feliz de su vida.

Se encontraron en un local de la esquina, una sala larga y antigua como las que antaño existían en todas partes de la ciudad, con su suelo gastado de baldosas, el mostrador desierto. Ahora había una cocina al fondo. El aire olía a sopa. Él estaba sentado a una mesa.

—Llevas el mismo abrigo —dijo él.

Ella asintió. El abrigo odiado.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó él—. ¿Una sopa?

No. No podía comer nada, como un perro que ha sido vendido.

—Bueno, ¿qué haces? ¿Trabajas? —preguntó él.

—Estudio.

—¿Para qué?

—No lo sé —dijo ella.

—Vamos.

Era una tarde de invierno, luminosa y fría. Cruzaron una calle ancha, casi una plaza en cuyo centro había gaviotas. Eran gaviotas de cimas de tejados blancos de excrementos.

Caminaron aprisa y después corriendo. Ella trataba de seguirle el paso. Sobrepasaron los escaparates sucios de comercios, atajaron por solares vacíos donde él encontraba las maderas para su trabajo, la llevaba corriendo, arrastrando a través de los escombros. El suelo estaba sembrado de ladrillos; ella tropezó y cayó. Se le rompió el tacón de un zapato.

—No es nada —dijo ella. Se llevó en la mano la pieza rota.

Él siguió corriendo, extendiendo la mano hacia ella. Danny renqueaba a su zaga. La llevó a una entrada llena de cristales rotos; las puertas estaban vacías, había un colchón destripado en el suelo y junto a él botellas. Ella subió cojeando la escalera.

Él vivía en una habitación enorme, un almacén de ventanas mugrientas y de suelo de madera astillada. Había alguien más allí, de pie cerca de la estufa.

Ella miró alrededor. En la oscuridad donde la luz no penetraba había estructuras parcialmente ensambladas. Era como un astillero; había martillos, virutas por el suelo. La cama estaba montada sobre cuatro columnas, elevada, próxima a las flores de lis estampadas en el techo de metal. Clavados con chinchetas en la pared, había bocetos, anuncios, fotos.

Ella permaneció en silencio mientras ellos hablaban de trabajo, de estanterías que había que instalar en una galería de la calle sesenta. Tenían que cubrir toda la longitud de la habitación y estar pintadas de blanco. Ella no miró a ninguno de los dos, que se estaban calentando las manos. Le daba miedo mirar, la sangre le fluía a saltos en los brazos, las rodillas, no se atrevía a mirarle la cara. Él le tendió una taza de algo ligeramente coloreado y aromático. Dio un sorbo. Té. Él llevaba pantalones de un azul desvaído, y sus zapatos tenían suelas de taco.

—¿Quieres azúcar? —preguntó.

Ella declinó con la cabeza. Él no se había molestado en presentarla, pero estaba muy cerca de ella mientras hablaba, como para incluirla. Sus miembros desplegaban su autoridad. Ella procuró no pensar en ellos. Se sentía débil, como una enferma. No sabía lo que hacía su propia cara, su cuerpo; estaba demasiado perpleja para acordarse de ellos. Cepillarían los bordes de la madera, estaban diciendo, pero sin eliminar las asperezas de la superficie. Los ladrillos de las paredes estaban enyesados, no podrían usar clavos corrientes. Ella escuchaba sin comprender, como un niño que escucha a los adultos, sabía que ellos eran más sabios, más poderosos que ella.

Finalmente se marchó el otro hombre. Ella no estaba nerviosa, no estaba asustada, simplemente era incapaz de hablar.

—Vamos a acostarnos —dijo él. Le quitó la taza de la mano y la ayudó a subir a la cama. Era una cama de hombre, sin hacer, con un edredón sucio y sábanas con vetas grises. Ella no sabía qué hacer. Se arrodilló y esperó. Pensaba en las casas construidas sobre pilotes en Tailandia, en Filipinas. El techo estaba apenas a un palmo de su cabeza.

Él se arrodilló a su lado y le acarició el pelo. Ella temblaba bajo sus besos. No había una segunda persona en su interior que se preguntase qué sucedería, qué haría él a continuación; cada parte de su consciencia consentía, forzada. Casi no comprendió lo que él estaba haciendo. Sus brazos se marchitaron, como sin fuerza, cuando él le levantó el vestido. El zapato roto se cayó al suelo. Las manos de él se introducían suavemente por el elástico de las bragas, su cuerpo tenía allí una marca, impresa en rojo en torno a la cintura. Aflora a la luz el maravilloso montículo mudo, con vello aplastado. Él la toca; es como si ella estuviese muerta, no se puede mover. Lo único que recuerda es haber murmurado:

—No he hecho nada.

Él no respondió. Ella logró repetirlo.

—No te preocupes —dijo él.

Estaba desnudo, su cuerpo abrasaba el de ella. No pudo hacer nada cuando él le separó las piernas.

Cuando todo acabó, ella se quedó tendida a su lado, ensoñada, satisfecha. Notaba las grietas en las sábanas, debajo, olía que eran viejas. Estaba mojada, temerosa de tocarse. El cuerpo del chico era duro, erizado de músculos. El olor de su pelo, como humo de leña, la mareaba.

No se movió. Lo he hecho, pensó. Era invernal la luz que filtraban las ventanas. El aire quemaba como una brasa. Arriba, débil, el sonido de un reactor que cruzaba la ciudad, rumbo a Canadá, Francia.

Él la observó mientras ella se vestía.

—¿Dónde vas?

Ella no pudo continuar. Se sentó medio desnuda, con los brazos expuestos y los pechos llenos, firmes. Estaba tranquila ante su mirada, casi inánime.

—Tengo que irme.

—Oye, quiero hacerte un pedido.

—¿Un pedido?

—Tú repartes, ¿no? Tres litros a la semana, y medio de nata.

—Podría venir el miércoles —dijo ella.

—Vale.

Él le había puesto la vida patas arriba. Ella quiso besarle las manos; no sabía con certeza si él la apreciaba lo bastante para que ella mostrara sus sentimientos. Se sintió avergonzada mientras se vestía. Las ropas le parecían pueriles, artificiales.