7

Los terrores del destierro, de un mundo desconocido. Lo que al principio era nuevo, curioso, poco a poco forma una costra vital inextricable, la risa cesa, es como una escuela difícil, que nunca terminará. Él no reconocía las fiestas. Hasta los domingos carecían de sentido, eran temibles, cerrados como un libro.

Adorato, susurraba ella, amore. Perdona este cortejo incesante. Le quedaba muy poca contención, dijo. Tenía apetitos que sólo una huérfana podía saber. Había empezado a perder la esperanza. Esto, de algún modo, la fortaleció. Ahora eliminó el pavor del ansia desesperada que había desplegado ante Viri. En su lugar había una especie de sumisión aristocrática. Fue a Milán con sus padres. Fueron a la ópera. Se cortó el pelo. El dueño del hotel quiere que su hija se lo corte como yo, escribió. Fueron a exposiciones, de compras. Ni siquiera eso suprime del todo la soledad. Te añoro. Fumo un puro habano por las noches. Me llaman «Cigarello», moreno y flaco. Regresó ocurrente y preciosa. Sus ojos eran serenos. Le deseaba, dijo. Estaba viviendo una pasión dannunziana, de aceptación y desesperanza. Me gustaría ser para tus manos tu jabón favorito. Estaban sentados en un banco de la Villa Borghese, comiendo chocolate con leche de un papel de aluminio. Del color de sus pezones, dijo ella más tarde. Tenía que irse a cenar a casa. Ciao mi cisne, sonrió.

Se casaron un domingo. La madre de Lia regaló a Viri un anillo francés esmaltado que había pertenecido a su familia. Confiaba en Viri. Estuvo alegre en el banquete nupcial, el mayor de sus temores se había desvanecido. Hasta el hermano se mostró cordial.

Empezaron una nueva vida. Vivían en Via Giulia, en un apartamento en un tercer piso. Al fondo del zaguán, había que subir una escalera oval. No era muy grande, pero tenía un estudio. Había sol por la mañana, una cocina pequeña, un baño. Lia era muy feliz. Un apartamento intelectual, decía.

Estaban en calma, estaban en paz en la Vecchia Roma, la parte de la ciudad que a él le gustaba. Comenzó a pasear por sus tiendas y calles, recorría el trayecto a la Piazza Navona, a Sant’Eustachio. Dormía bien. Estaba delgado. Trabajaba con Cagli y Rova. Parecía más joven, tenía menos arrugas en la cara o se le estaban quitando, después de que la incertidumbre se las hubiese arado como surcos. Quizás era sólo la luz.

La puerta tenía dos cerraduras.

—Roma está llena de ladrones —dijo Lia.

Él permanecía a su lado mientras ella giraba la llave dos, tres, cuatro veces, introduciendo más adentro el cerrojo. Había también una llave del portal y dos del coche. Él se acordaba de cuando nunca cerraban nada, excepto cuando iban a la ciudad. Recordaba el río, prados secos de otoño calentados por el sol. Añoraba su hogar.

Era consciente de su situación. ¿He sido libre sólo aquel breve lapso?, pensaba. Al mirar atrás le parecía engañosamente dulce. Su vida estaba circundada por muros antiguos, familias con las que no estaba emparentado, hábitos que nunca cambiarían. En el reducido espacio de la casa, en las calles angostas, los defectos de Lia parecían aparecer de un brinco, ponerse de manifiesto: su nerviosismo, su necesidad de dependencia, su insistencia en que la amaran. Él supo que ella no sabía divertirse sola, que estaba perdida sin él.

—Te quiero —explicaba—. Quiero estar cerca de ti, amore. No me abandones, no me tengas ansiosa.

Él no podía desengañarla. Veía en su ojos la seriedad con que ella lo decía. Su devoción, demasiado fuerte, tenía un sello patético.

Fueron en coche a comer al campo, a un lugar sencillo llamado Montarozzo. Era un día templado, como el primero de una convalecencia. Lia llevaba una falda azul marino y una blusa sin mangas. Había niñas jugando en los campos, vestidas de primera comunión, blancas al sol, mientras sus familias comían. Había vías de tren más allá. De vez en cuando, atrayendo las miradas, pasaba un gran expreso.

Como de costumbre, Lia comía poco, él se había habituado. Había llegado finalmente a una veta honda de entendimiento. No estaba de viaje, iba a pasarse la vida allí, a vivir aquella vida y ninguna otra. Paciencia, se decía; se ensanchará. El pan era delicioso. Untaba pedazos en el vino, como un campesino. Aquel era el mar de Lia, aquel sol que les bañaba a través de las hojas de la parra. Brillaba en él; tenía el pelo corto y reluciente, había perdido la timidez. Los tenues cercos debajo de los ojos, azules, duraderos, le prestaban un aire sensual. Era como una refugiada, una mujer que ha visto pasar a ejércitos, destrucción, absurdos. Había sobrevivido a todo aquello, estaba indemne.

—Eres un arquitecto muy bueno. Sabes que te respetan mucho.

—¿De veras?

—Te aprecian mucho.

Él sonrió vagamente, pero estaba complacido.

—Sería curioso, ¿no crees?, que aquí consiguiera hacer algo después de haber fracasado en América.

—No. Tu llegada estaba predestinada…

—Supongo.

—Para descubrirme —dijo ella.

—Para descubrirte…

—Sí, como a una seta. Apartaste las hojas y allí estaba yo. —Hablaba con calma, sumisa—. Tienes el olfato de esos cerdos que buscan las trufas, amore.

—¿Tú crees?

—Tienes intuición —dijo ella—. Muy fuerte, muy desarrollada. Me interesan esas cosas, ya sabes, las estudio. A la larga me convertiré en una mística —confesó—. Cuando llegue el momento. Cuando me hayan abandonado los últimos apetitos carnales —añadió, con una ligera sonrisa.

Visitaba a menudo a una clarividente que vivía rodeada de animales. Viri la acompañó. Era en un barrio residencial, en un edificio como otro cualquiera, moderno y frío. El apartamento estaba lleno de plantas, pájaros, cuadros estrafalarios, peceras. Había otras visitas: parejas que querían tener hijos, mujeres con hijos enfermos. La signora Clara les tocaba. Les hablaba con la voz de alguien que se debate, lejos. El débil borboteo de los ventiladores se alzaba detrás de ella. A Viri le dijo:

—Venga a ver esto. ¿Habla italiano?

Estaban delante del agua borrosa, perlada de un reguero de burbujas. Ella llevaba pantuflas de felpa y un suéter desabrochado.

—Estos son mis hijos —dijo.

Los peces gravitaban en la sombra luminosa, y sus movimientos eran extrañamente bruscos. Dio un golpecito contra el cristal.

—Vamos, niños, vamos —dijo y, metiendo la mano lentamente en la pecera, cogió a un pez en la palma y lo sacó del agua. Lo tuvo inmóvil en su mano mojada—. Toda la vida es igual —dijo.

Vivía con su sirvienta. Tenía marido y familia, dijo Lia, pero los había dejado para consagrarse a su oficio.

Dentro de usted hay dos semillas, le dijo a Viri: una viva y otra muerta. Usted ama más a la muerta. Él no supo qué quería decir ella.

—Cura a la gente —dijo Lia—. Lo sabe todo.

—Me ha parecido fría —dijo Viri—. Muy distante.

—Sí, es fría. Entenderlo todo es no amar nada —recitó Lia.

Le preparaba el té, le mantenía la ropa ordenada, le ponía el agua del baño. Los estantes del botiquín estaban repletos de sus cremas y lociones. En el patio al que daban las ventanas del baño nunca había el menor cambio. Atardecía. Cuando él salió, ella estaba acostada, con su piel aceituna desnuda, enjuta como una línea. Viri se cepillaba los dientes con pasta dentífrica italiana, comía comida italiana, se perdía días tras día en las calles vetustas, en las multitudes de rostro atezado. Subía a los grandes autobuses verdes, con sus números de plata, y pasaba por delante, fijándose cada vez menos, de las columnas erosionadas, las estatuas en llanto, negras. Se extraviaba entre ellos, pasajeros, públicos, muchedumbres, condenado al igual que ellos a los más humildes actos cotidianos. Doblaba esquinas a la luz del sol, desaparecía bajo la sombra de toldos que anunciaban TRATTORIA, se demoraba ante librerías.

Había horas entre la tarde y la noche en que lloraba amargamente por sus hijas. Les escribía cartas febriles que apenas conseguía terminar, y veía delante los rostros de ellas, los días pasados juntos. Sus manos eran como las de un enfermo. Sed generosas, escribió, conoced lo que significa la alegría, mi amor os acompaña durante toda la vida.

Era amable, sereno. Iban de una comida a otra y de un sitio a otro, almuerzos que se volvían silenciosos sobre las tazas vacías.

—¿Kari kiri? —sugería ella, solemnemente, empuñando el cuchillo.

Él logró sonreír.

—Ten paciencia conmigo —le dijo. No pensaba en otra cosa.

Y por la noche, tarde, ella le hablaba. Le despertaba, si era necesario, y él la escuchaba.

—Sí —decía ella—, estás asustado. Sé que estás asustado. Conozco tus costumbres, conozco tus pensamientos. Te has casado conmigo por mi bien, pero no por el tuyo… todavía no. Eso llegará. Oh, sí. Llegará porque esperaré. Soy una cornucopia. Desbordo. No soy dulce, no, no de la manera en que algo sabe al principio. Pero las cosas dulces se olvidan en seguida, las cosas dulces son débiles. Tengo paciencia para esperar, sí, todo el tiempo que sea necesario. Esperaré un mes, un año, cinco, me sentaré a jugar como una viuda una especie de napoleone, porque lentamente, poco a poco, te esclavizaré. Lo haré cuando llegue el momento, cuando sepa que ha llegado y que puedo hacerlo. Hasta entonces estaré sentada a tu mesa, acostada a tu lado como una concubina… sí, me entregaré a ti del modo que tú quieras, haré una batida de tus fantasías, las saquearé y guardaré los pedazos para hipnotizarte con ellos. Diré: «Esas cosas que sueñas yo las haré reales». Seré tu muchacha árabe, te serviré desnuda, sí, te sostendré la comida entre mis dientes, seré tu hija, seré tu puta. No te creerías lo que sé, no, nunca, lo que he imaginado. Amore, el secreto consiste en tener el valor de vivir. Si lo tienes, tarde o temprano todo cambiará.

Él se levantó y fue a refugiarse en el cuarto de baño. La intensidad, la soledad en la voz de Lia le agobiaban. Vio en el espejo a una hombre con la cara pálida de quien acaba de despertarse. Su aspecto le pareció mortal, débil. Vio claramente que algo impensable comenzaba ya a expresarse: iba a transformarse en un viejo. No se lo creía, tenía que impedirlo, no podía permitirlo; pero, al mismo tiempo, aquello constituía el sentido de toda su vida.

Ella estaba repicando en la puerta.

—¿Estás bien, amore?

—Sí. —Abrió la puerta. Ella se había puesto la bata—. Sí, estoy bien.

—Ven —dijo ella—. Voy a prepararte un té.

Progresaba despacio, como el decurso de los días, pero llegó el momento en que ya no notaba la frialdad de los suelos de terrazo, el timbre estridente del teléfono, los grifos por los que el agua salía sin fuerza, como en mitad de una sequía. Tras una depresión interminable, noches de insomnio, conciencia de que la vida que había emprendido era una calamidad sin esperanza, lentamente llegó a la lucidez, incluso al sosiego. Podía leer y pensar. Los días amanecían en silencio. Lo he superado, pensaba. Como el superviviente de un naufragio, hizo un balance personal. Se tocó los miembros, la cara, e inició el proceso esencial de olvidar lo que había ocurrido.

Atravesaba un período de conformidad con la vida cotidiana, un período de paz. Miraba alrededor con gratitud. Lo que veía no era para él totalmente real, era como un paisaje que se contempla desde un tren, en parte vivido, desfilando, y en parte vacío.