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Franca tenía doce años. Con aquellos vestidos escuetos que se ajustaban a un cuerpo todavía sin caderas no era fácil adivinar su edad. Estaba perfectamente formada, aunque aún no existía ni el más leve indicio de pechos. Sus mejillas eran frescas. Su expresión era de mujer.

Les inventaba cuentos y les hacía dibujos. Margot era una elefanta. Juan era un caracol. Margot amaba muchísimo a Juan, y Juan estaba loco por ella. Se sentaban y simplemente se miraban. Un día Margot le dijo: Juan.

Sí, Margot.

Juan, tú no eres muy inteligente.

¿No?

No has visto el mundo.

No —dijo Juan—, no tengo un avión

La escritora niña, solemne, serena. Viri sacó una fotografía de Franca con el conejo en sus brazos, una pezuña blanca descansando en su muñeca.

—No te muevas —susurró.

Se aproximó, enfocando. El conejo estaba tranquilo, inmóvil. Sus ojos, negros y relucientes, daban la impresión de que no veían; estaban hipnotizados, fijos. Sus orejas replegadas sobre el lomo parecían apio mustio. Sólo su hocico temblaba de vida. Lentamente, Franca apretó la cara contra la del animal, los labios contra su pelaje abundante. Viri sacó la foto.

Franca estaba en contacto con el misterio, como su madre. Sabía contar cuentos. El don se había manifestado pronto. O era un verdadero talento o era precoz y se extinguiría. Estaba escribiendo un cuento titulado La reina de plumas. Se sentaba en el escalón de la entrada a observar a las gallinas. La casa estaba en silencio. Las gallinas percibían su presencia y al mismo tiempo eran incapaces de mantener la atención. Buscaban pizcas de grano, con la mente errabunda, mientras ella, paciente, adquiría sus secretos. De repente alzaban la cabeza. Escuchaban; venía alguien.

Era Danny. La acompañaba Hadji. Empezó a ladrar en cuanto Danny abrió la puerta.

—Oh, Dios, Danny.

—¿Qué estás haciendo?

—Nada. Sácale de aquí. Está espantando a las gallinas.

Las dos le gritaron. Las gallinas estaban acurrucadas debajo de una mesa de hierro llena de plantas. El perro estaba en la entrada, ladrando. Las orejas se le aplanaban a cada ladrido, con las patas plantadas firmemente.

—No le gustan —dijo Danny.

—Hazle callar.

—No puedo. Tú sabes que no hay manera de callarle.

—Entonces llévatelo.

Se abalanzaron sobre él con las manos y lo ahuyentaron por el pasillo. Él cedió terreno a regañadientes, ladrándoles a ellas, al solario, a las gallinas escondidas.

—Empieza a oler mal aquí —dijo Danny.

Como hermanas no estaban muy unidas. Se quejaban una de otra, detestaban compartir. Franca era más hermosa, más admirada. Danny florecía más despacio.

Opinaron lo mismo, sin embargo, de Robert Chaptelle cuando fue a cenar: no era interesante.

Estaba nervioso cuando llegó. Había cogido el tren hasta Irvington, pero era como si hubiese hecho un viaje de mil millas. Estaba deshecho. Viri intentó que se sintiera a gusto y hasta intentó hablar de Valle-Inclán, cuyas obras había leído, pero Chaptelle reaccionó como si no oyese una palabra. En cuanto entraron en la casa, dijo:

—¿Tenéis música?

—Sí, por supuesto.

—¿Podemos oír algo? —dijo Chaptelle.

Aguardó, sin hacer caso de las niñas, mientras Viri seleccionaba algunos discos. Empezó a sonar la música. Fue como un medicamento poderoso. Chaptelle se sosegó.

—Valle-Inclán era manco —declaró—. Se amputó un brazo para parecerse a Cervantes. ¿Te interesan los escritores españoles?

—No sé gran cosa de ellos.

—Ya veo.

Comía con la cara cerca del plato, como un hombre en un comedor de beneficencia. No comió mucho. No tenía hambre, comentó, había comido un bocadillo en el tren. En cuanto al vino, no lo probó. Tenía prohibido beber alcohol.

Después jugaron a la banca rusa. Chaptelle, casi indiferente al principio, acabó animándose mucho.

—Ah —dijo—. Sí, tengo talento para las cartas. Cuando tenía veinte años casi no hacía otra cosa. ¿Qué es esto? ¿La sota?

—El rey.

—Ah. Le roi —exclamó—. Sí, ya recuerdo.

Viri le llevó en coche a la estación de tren. Esperaron en el andén largo y desierto. Chaptelle oteaba las vías vacías.

—Viene por el otro lado —le dijo Viri.

—Oh.

Chaptelle miró hacia la otra dirección.

Entraron en una pequeña sala de espera donde había una estufa encendida. Los bancos estaban marcados con iniciales de viajeros, y las paredes repletas de determinados dibujos primitivos.

—¿Puedes prestarme unos dólares para el taxi? —dijo Chaptelle, inesperadamente.

—¿Cuánto necesitas?

—No llevo nada encima. Sólo tengo el billete. Por lo menos no pueden robarme.

Viri había sacado el dinero que llevaba. Le tendió dos dólares.

—¿Es suficiente?

—Oh, sí —dijo Chaptelle, grandiosamente—. Toma, me basta con un dólar.

—Podrías necesitarlo.

—Nunca doy propinas —explicó Chaptelle—. Tu mujer es muy inteligente, ¿sabes? Más que inteligente.

—Sí —asintió Viri.

Du chien. ¿Conoces esa expresión?

El suelo bajo sus pies había empezado a temblar. Las altas ventanas iluminadas del tren desfilaron veloces y aminoraron la marcha bruscamente. Chaptelle no se movió.

—No encuentro mi billete —anunció.

Viri estaba agarrando la puerta. Unos pocos pasajeros se habían apeado; el revisor miraba a ambos lados.

—¿Por qué no subes y lo buscas luego?

—Lo tenía en mi poche… Ah, merde! —comenzó a murmurar en francés.

Se oyó el sonido hiriente de un silbato. Chaptelle se enderezó.

—Ah, aquí está —dijo.

Se apresuró y se detuvo, indeciso, buscando las puertas que estaban abiertas. Sólo había una, donde estaba el revisor.

—¿Por dónde se sube? —preguntó Chaptelle.

El revisor no le hizo ningún caso.

—Allí, donde está él —le indicó Viri.

—Pero está dos vagones más allá. ¿Sólo abren esa puerta?

Echó a andar hacia ella. Viri esperaba de un segundo a otro que las ruedas se pusieran en marcha. Eran trenes eléctricos y aceleraban rápidamente.

—¡Espere, hay un pasajero! —gritó. Se detestó a sí mismo.

Chaptelle estaba subiendo los peldaños con la mayor parsimonia. El tren empezó a moverse antes de que hubiese ocupado un asiento. Se inclinó ligeramente en el pasillo para decir adiós con un movimiento torpe, con la palma hacia delante, como una tía que parte. Después desapareció.

—¿Le has subido al tren? —preguntó Nedra.

—Menuda pieza —dijo Viri—. Espero que sí.

—Me ha invitado a ir a Francia.

—Sería un viaje que nunca olvidarías. ¿Cómo es eso de que te ha invitado? ¿No sabe que estás casada? Esta noche, por ejemplo, ¿se ha pensado que estábamos aquí juntos por pura coincidencia?

—No tiene nada que ver con el matrimonio. Es decir, como hombre no me atrae en absoluto. No se lo ocultaría.

Estaba acostada sobre almohadas blancas, con un libro en la mano. Parecía totalmente razonable.

—Nos alojaríamos en casa de su madre —dijo.

—Nedra, ni siquiera hablas francés.

—Lo sé. Por eso sería tan interesante. —No pudo evitar una sonrisa—. Su madre tiene un apartamento en Place St. Sulpice. Es una plaza preciosa. Puedes asomarte, dice, hay un balcón todo alrededor con una barandilla de hierro.

—Fabuloso. Una barandilla.

—Chimeneas en las habitaciones. No es oscuro, dice. Es el piso más alto.

—Ropa de cama incluida, supongo.

—Su madre vive allí.

—Nedra, la verdad, eres increíble. Sabes que te quiero.

—¿Me quieres?

—Pero lo de ir a Francia…

—Piénsalo, Viri —dijo ella.