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Viri estaba en Roma, y había llegado a la ciudad despacio, como un pedazo de papel baja a la calle. Se hospedaba en el Inghilterra. Le planchaban la ropa, las camareras le llevaban su colada, y encima de todo sus camisas plegadas con esmero. Las camareras se llamaban Angela, Luciana, nombres de heroínas de fábula. La habitación era pequeña, el cuarto de baño, grande, y en el umbral había una tira de latón muy deslustrada. La bañera era estrecha, el suelo, de azulejos blancos, el grifo del agua caliente tenía un punto rojo y uno azul el de la fría. En el pasillo, Angela llamaba a Luciana. Se oían portazos. Un portero suspiraba.
Había deshecho el equipaje. Sus zapatos estaban ordenados debajo de la cama, había fotos en la mesa recubierta de cristal que le servía de escritorio, un cristal que amplificaba el tictac de su reloj de pulsera cuando lo depositaba encima. Estaba exiliado en aquel país de camareros y criadas cojas. No tenía ocupaciones. Fingía visitar sitios, ver por fin todas las cosas que había omitido. Estaba leyendo una biografía de Montaigne. Una o dos veces habló de escribir un libro.
Amanecer. El tráfico había empezado. Cubría ya el día una luz opaca, italiana, como las puertas de un teatro que se abre por la mañana. Estaba solo. Con la solemnidad de un campesino, partía los panecillos ligeramente pálidos y polvorientos en la base, que le servían con el desayuno. Esparcía en silencio los suaves rizos de mantequilla y bebía el té. En la ciudad lejana gruñían los coches y resonaba el tenue e insistente martilleo de obreros contra piedra.
En las calles angostas y descuidadas por donde le gustaba pasear, miraba los escaparates de tiendas de antigüedades, llenos de reflejos de transeúntes. En el frío del interior, entre sillas enormes, los anticuarios hablaban sentados mientras la mañana transcurría, haciendo gestos ocasionales con las manos, sin advertir la mirada de curiosidad de Viri.
Tenía cuarenta y siete años. Tenía el pelo fino mientras paseaba bajo el sol de Roma. Se había extraviado en las ciudades de Europa, palomas se apiñaban en cada nicho, dormidas en las rodillas de santos. Él era un hombre que esperaba a que llegase el Tribune a los quioscos, que comía solo. Se sobresaltaba cuando se veía la cara en las vitrinas bañadas de luz. Era la cara de antiguos políticos, de pensionistas, con arrugas que parecían negras como tinta. No me desprecien por ser viejo, suplicaba.
Almorzaba en un restaurante, sentado cerca de la ventana. Luz fría de un mediodía frío. Los árboles de fuera ya habían perdido sus hojas. Era en la Villa Borghese; el aire del gran parque estaba húmedo e inmóvil, el rumor de las cosas a lo lejos llegaba como remotas cascadas de hielo. Ante él tenía un pedazo de papel en donde escribía, durante los largos intervalos entre platos, una lista de las cosas que pudiesen salvarle, siquiera por un rato, es decir, los placeres que quedaban. Fuegos de leña, había escrito, The London Times, cenas con amigos…
El tiempo se le había agriado a Viri. Le apestaba en los bolsillos. Tenía proyectos un tanto vagos, citas, pero nada que hacer. No fijaba la mirada en cosas, resbalaba sobre ellas como un insecto moribundo. Se tambaleaba, oscilaba entre aquellos tiempos en que no tenía ni un gramo de fuerza, ningún motivo, ningún impulso de lucha, en que sentía, ay, que ojalá pudiera correr hacia la muerte como un fanático, un creyente, delirante, atolondrado, con aquellos pies acelerados que corrían hacia el amor… y luego, en la quietud de las primeras horas de la tarde, sentado en cualquier sitio, al abrir el periódico, era una persona completamente distinta.
Permanecía en el cuarto de baño entre la silla blanca, el alféizar de mármol gris, las enormes ventanas heladas que parecían intensificar la luz. La curva hacia adentro del borde del bidé, su tersura le daban por un instante la sensación de la añoranza más profunda. La curva complementaba la porción del cuerpo que encajaba en ella, y se debilitaba como alguien que ve una prenda vacía o la ropa interior, fresca y mínima, tendida en el suelo, de una mujer amada.
No se veía claramente a sí mismo, ahí estaba la cosa. Sabía que tenía talento, inteligencia, que no iba a perecer como un molusco arrojado a la orilla. Se dijo a sí mismo que todo el pasado, todo lo que había sido arduo, todo aquello contra lo que había luchado, como un viajero con demasiadas maletas —idealismo, lealtad, todas sus cualidades, su decencia— lo necesitaría cuando fuese viejo, le conservaría, le mantendría vivo; esto es, interesaría a alguna otra persona. Y luego, un día después, la enfermedad llegaba; era algo que él no reconocía ni entendía. De repente nunca había estado tan nervioso, asustado, deprimido. Tuvo un atisbo de lo que era una depresión nerviosa: el acto de perder el control de la vida. Le dolía el pecho, tenía las piernas frías, tragaba saliva, la mente cobraba un ritmo febril. Contemplaba los patios traseros en las tardes de invierno, patios con balcones y rellanos acristalados. Su único contacto con el mundo, más allá del débil rumor del tráfico, de las voces incesantes en el pasillo, era el teléfono negro, un instrumento aterrador, estridente como una pesadilla, y por el cual llegaban voces bruscas, voces cuyo estado de ánimo apenas discernía. No tenía fuerzas, ganas de salir. Pensar en la gente le empavorecía. No quería hablar italiano; no era su lengua ni su sensibilidad. Quería ver de nuevo a sus hijas, una sola vez, antes del fin.
Al día siguiente, bajo la luz del sol, todo mejoró. El cielo era templado, la gente sonriente y amistosa. Era como si viesen que él era un inválido, el superviviente de un naufragio.
Fue al estudio de dos arquitectos con quienes se había carteado. Eran jóvenes y serios. A uno de ellos le había conocido en Nueva York. La recepción era tranquila y suntuosa, del lujo que se compone de elecciones infalibles. Irradiaba orden, comprensión, se sintió inmediatamente a gusto. La fiebre había pasado.
La secretaria alzó la vista.
—Buon giorno.
—Soy el señor Berland.
—Buenos días, señor Berland. —Su cara miraba hacia arriba, era un rostro pequeño e inteligente, y tenía el pelo corto y negro como el ala de un pájaro—. Le esperábamos —dijo—. El señor Cagli tiene una visita; es cuestión de minutos.
—Muy bien.
Se miraron. Le pareció que ella asentía ligeramente, a la manera oriental.
—¿Lleva mucho tiempo en Roma? —preguntó ella.
—Varias semanas.
—¿Le gusta?
—Es extraño; creo que todavía no me he aclimatado del todo.
—¿Habla italiano?
—Bueno, he empezado.
—Bene —se limitó a decir ella.
—Soy pésimo para el italiano.
—No, no lo creo. Trova quale piit facile, parlare o capire?[5]
—Capire.
—Si —convino ella.
Sonrió. Tenía una boca pequeña como la de un niño. Se llamaba Lia Cavalieri. Tenía treinta y tres años. Vivía cerca del cementerio protestante. ¿Había estado allí?, le preguntó.
Él tardó en contestar.
—No —murmuró.
—Keats está enterrado allí.
—¿Sí? ¿Aquí en Roma?
—¿No ha visto entonces su tumba? Es muy conmovedora. Está a trasmano, apartada. No tiene ningún nombre, ¿sabe?
—¿Ningún nombre?
—Una inscripción muy bonita, pero sin nombre.
Estuvo a punto de decir: «Le llevaré a verla, si quiere», pero se contuvo. Se lo dijo en la segunda visita.
Caminaron hacia la tumba un día tibio de invierno. El suelo estaba seco bajo los pies. Lejos, cerca de un árbol, Viri vio las dos lápidas. Después fueron a comer.
Al igual que Montaigne, cuya vida estaba leyendo, había conocido a una italiana durante un viaje y se había enamorado de ella. Lo único que faltaba eran los baños de Lucca. Montaigne tenía entonces cuarenta y ocho años. Un arroyo al que daban por muerto había resucitado.