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Se divorciaron en el otoño. Yo hubiera deseado que no sucediera. La claridad de aquellos días otoñales les afectó a los dos. Para Nedra, fue como si por fin se le hubiesen abierto los ojos; lo veía todo, la embargaba una gran fuerza pausada. Hacía todavía calor suficiente para sentarse a la intemperie. Viri paseaba acompañado por el viejo perro. La hierba que se mustiaba, los árboles, la luz misma le mareaban, como si fuera un inválido o estuviese desnutrido. Captaba el aroma de su propia vida transcurriendo. Durante todos los trámites, vivieron como siempre, como si nada ocurriese.

El juez que dictó el fallo definitivo pronunció mal el nombre de ella. Era alto y decrépito, y se le veían los poros en las mejillas. Leyó mal varias cosas; nadie le corrigió.

Era noviembre. Su última noche juntos escucharon música —Mendelssohn— como un compositor moribundo y su esposa. Bellos sonidos llenaban la habitación en paz. Ardían los últimos troncos.

—¿Te apetece un ouzo? —preguntó ella.

—Creo que no queda.

—¿Lo hemos acabado?

—Hace tiempo.

Ella calzaba zapatillas y llevaba pantalones de terciopelo marrón. En la muñeca lucía pulseras de plata y bambú, y tenía el pelo suelto. Partía para emprender una nueva vida, aun cuando tenía cuarenta años. Utilizaba la cifra cuarenta, pero en verdad tenía cuarenta y uno. Era infeliz. Estaba contenta. Haría yoga, leería, se sosegaría como se sosiega a un gato. Los monos crían treinta, treinta y dos veces por minuto, los monos viven veinte años. Las ranas crían, dos, tres veces por minuto, en invierno se meten debajo del barro, viven doscientos años.

—Eso es un disparate —había dicho Viri—. Las ranas no viven doscientos años.

—Él está pensando en otra cosa.

—Serían tan grandes como nosotros.

Nedra tendría dificultades, por supuesto, pero no las temía. Miraba con confianza el futuro. Quizá —tantos pensamientos e ideas se le ocurrían, la mayoría breves— hasta lograse, a la larga, una especie de entendimiento nuevo y más sincero con Viri; su amistad cobraría hondura, por fin libre de trabas. En todo caso, se lo imaginaba, al igual que muchas otras cosas. Se alejaba de todo lo que ya no era útil; se aprestaba a encarar lo que viniera.

Al día siguiente partió hacia Europa. El coche estaba parado delante de la casa al final de la tarde. A distancia parecía otra partida más, una de las miles que la habían precedido.

—Bueno, adiós —dijo ella.

Puso el motor en marcha. Encendió la radio y partió rápidamente. La carretera estaba vacía. Las luces de las casas vecinas estaban encendidas. En la oscuridad temprana, rebasó la fantasmal valla blanca del campo donde Leslie Dahlander había montado su poni. El silencio de aquel prado le dio la despedida de una forma distinta a todo lo demás. Era solemne, silencioso, como el emplazamiento de un barco hundido. La poni vivía todavía. Había zozobrado; estaba en un campo más allá de la casa. Y entonces se echó a llorar sin inclinar la cabeza, lágrimas que le mojaban la cara por la muerte de la hija de otros cuando empezaba el noticiario de las seis.

Viri se quedó en la casa. Cada objeto, incluso los que habían sido de ella, que él nunca tocaba, parecía compartir su pérdida. Estaba de repente desgajado de su propia vida. Aquella presencia, amorosa o no, que llena las habitaciones vacías, las suaviza, las aligera, aquella presencia había desaparecido. La simple avaricia que nos hace aferramos a una mujer le dejaba de pronto desesperado y atónito. Un espacio fatal se había abierto, como el que separa a un buque del muelle y que de improviso es demasiado ancho para salvarlo de un salto; todo sigue presente, visible, pero no es posible recobrarlo.

—Quizá deberíamos salir a cenar —le dijo a Danny.

Apenas hablaron. Cenaron en silencio, como viajeros. Cuando volvieron a la casa, estaba iluminada y vacía como un hotel de las afueras, abierto pero perdido.

—Hola, Hadji —dijo él—. Te hemos traído algo rico de comer. Pobre Hadji, tu madre se ha ido.

Sostuvo al perro en sus brazos. Apoyaba el hocico gris contra su pecho, le colgaban las patas rígidas. Danny estaba cortando en tiras el filete que le habían llevado.

—No te preocupes, Hadji —dijo Viri—. Te cuidaremos. Seguiremos encendiendo el fuego. Cuando nieve bajaremos al río.

—Toma, papá.

Danny le tendió el plato; estaba llorando.

—Pobre Danny.

—Estoy muy bien. Sólo que todavía no me he hecho a la idea.

—No, claro que no.

—Voy arriba.

—Encenderé el fuego —dijo él—. Quizá quieras bajar dentro de un rato.

—Sí, quizá —dijo ella. Era como su madre, provisional, discreta. Tenía una figura más compacta que Nedra y una boca algo cruel, de labios blandos, complacientes consigo mismos, y sonrisa irresistible, taimada. Su cara tenía la resignación huraña de chicas que examinan objetos en los que no ven utilidad, chicas traicionadas por las circunstancias, obligadas a trabajar los domingos, chicas en burdeles extranjeros. Era una cara adorable.