4

Robert Chaptelle tenía treinta años. Raleaba su cabello, y sus labios eran de un color tan rojo que no parecía natural. Debajo de sus ojos se perfilaba la débil tonalidad azul de enfermedad, asma entre otras cosas, el asma de Proust. Un rostro intelectual en que brillaba el hueso. Era amigo de Eve. La había conocido en una cena durante la cual él estuvo sentado casi todo el tiempo solo. Ella trató de hablar con él; Robert tenía acento.

—Eres francés.

—¿Cómo lo has adivinado? —dijo él.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

Él se encogió de hombros.

—Sí, es hora de irse —asintió él.

—Me refiero a si llevas mucho tiempo en Norteamérica.

—Lo mismo digo —dijo él.

Era indulgente consigo mismo, un fracaso. No había abandonado el fracaso; era su dirección, su calle, su único consuelo. Su vida se componía de intimidad y traición. De sí mismo escribió: derrochador, falso. Era poco práctico, adusto, una anomalía. Sufría y amaba como una mujer; recordaba el clima y el menú de un restaurante, las horas que eran como un collar roto en un cajón. Lo guardaba todo —anunció—, lo guardaba aquí, —dijo dándose una palmada en el pecho.

Chaptelle era un apellido que en su origen había sido ruso. Su madre se había trasladado a París en los años veinte, durante la guerra civil. Había conocido a Beckett, Barrault, a todo el mundo. Hay una clase de amor propio que rompe muros de hielo. Lo cual no quiere decir que no se le recordara; su intensidad, sus ojos oscuros, nimbados de sombras, la seguridad que llevaba dentro como un tumor, todas esas cosas no se olvidaban fácilmente.

Hablaron de escritores: Dinesen, Borges, Simone de Beauvoir.

—Es una mujer lúgubre —dijo él—. Sartre, en cambio, tiene esprit.

—¿Conoces a Sartre?

—Tomamos el café en el mismo sitio —dijo Chaptelle—. Mi mujer, mi exmujer, le conoce mejor. Trabaja en una librería.

—Has estado casado.

—Somos buenos amigos —dijo él.

—¿Cómo se llama? —preguntó Eve.

—¿Ella? Paule.

Habían pasado su viaje de bodas en todas las ciudades provincianas que Colette había visitado en los años en que bailaba en revistas. Viajaban como hermano y hermana. Era un hommage.

—¿Sabes lo que es ser realmente íntimos, sentirse a salvo con alguien que nunca te traicionará, nunca te obligará a actuar distinto de como eres? Nosotros éramos así.

—Pero no duró —dijo Eve.

—Había otros problemas.

Cuando Nedra lo conoció, él estaba tranquilo; parecía aburrido. Ella notó que llevaba sucios los puños de la camisa y las manos limpias; le reconoció inmediatamente. Era judío; lo supo nada más verle. Compartían un secreto. Él era como su marido: de hecho parecía ser el hombre que Viri ocultaba, la imagen en negativo que de alguna manera había huido.

Chaptelle tomó una demi-tasse de café en la que removió dos cucharadas de azúcar. Era un hijo soltero que vuelve a casa por la mañana, el hijo que lo ha perdido todo. Inhaló. No tenía nada que decir. Estaba tan vacío como quien ha cometido un crimen pasional. Era su propio cadáver. En él se veía tanto al asesino como a la mujer semidesnuda ovillada en el suelo.

—Tu marido es arquitecto —dijo finalmente.

—Sí.

Él volvió a inhalar. Se tocó la cara con una servilleta. Se había olvidado de Eve, era evidente; bastaba con mirarlos para darse cuenta.

—¿Tiene talento?

—Mucho —dijo Nedra—. Tú eres escritor.

—Soy dramaturgo.

—Perdona mi ignorancia, pero ¿han representado alguna de tus obras?

—¿Representado? ¿Producido, te refieres?

—Sí.

—Todavía no —dijo Chaptelle, con calma. Su concisión, su desdén, eran lo que resultaba convincente—. ¿Me prestarías un cigarrillo?

La desesperación de ciertas personas es tal que comprendemos que incluso cuando están inactivas, cuando duermen, su vida se está consumiendo. No ahorran nada para más adelante. No necesitan ahorrar. Cada hora es una especie de degradación, una tentativa de tirarlo todo por la borda.

Aplastó el cigarro al cabo de un par de caladas.

—Escribo obras de teatro, pero no para la escena, no para la escena actual —dijo—. ¿Sabes quién es Laurent Terzieff? Estoy escribiendo una obra para Laurent Terzieff. Es el más grande actor nuevo que ha aparecido en veinte años.

—Terzieff…

—Yo voy a sus ensayos, nadie sabe que estoy allí. Me siento en la fila de atrás o a un costado. Hasta ahora no he conseguido detectar un solo fallo en él, una sola deficiencia.

Estaba ansioso de hablar. Quienes hemos nacido para hablar no tenemos que preparar nada, las líneas están hechas, todo está a punto. Sondeó los conocimientos que ella tenía sobre el teatro. Él le dijo quiénes eran los grandes escritores, enumeró las obras maestras desconocidas de la época.

—Viri —dijo ella—. He conocido a un hombre maravilloso.

—¿Sí? ¿Quién?

—No le conoces —dijo ella—. Es escritor. Es francés…

—Francés…

Una noche por semana, alegando el trabajo como excusa, y a veces dos noches por semana, siempre que podía, Viri se quedaba hasta tarde en la ciudad. Poco a poco su vida se estaba dividiendo. Era verdad que parecía el mismo, exactamente el mismo, pero a menudo eso es lo que se ve. El colapso está escondido, debe alcanzar un cierto grado antes de irrumpir en la superficie, de que las columnas empiecen a ceder y las fachadas a derrumbarse. Su enamoramiento de Kaya era como una herida. Él quería mirársela a cada minuto, tocársela. Quería hablar con ella, postrarse de rodillas ante ella, abrazarle las piernas.

Estaba sentado al lado del fuego. Los carbones resplandecían a los pies de los dos Hessian de hierro fundido que sostenían los leños ardientes. Nedra estaba ovillada en una butaca.

—Viri —dijo—, tienes que leer este libro. Cuando lo acabe te lo paso.

Un libro con el borde de las páginas teñido de color malva y el título en letras borrosas. Empezó a leérselo en voz alta, mientras la leña chisporroteaba débilmente, como disparos, en la chimenea.

—¿Cómo se titula? —dijo él finalmente.

Paraíso terrenal.

Se sintió débil. Las palabras le dejaban inerme; era como si describieran las imágenes que le agobiaban, el silencio del apartamento prestado en que Kaya dormía, la amplitud de la cama, sus miembros puros e indolentes.

Por la mañana se iba temprano. El sol, blanco, caía de soslayo, el río estaba pálido. Recorría las largas y lisas curvas y rectas, cegado por la fiebre de la expectativa. El gran puente fulguraba a la luz de la mañana; más allá se extendía la ciudad, ancha como el mar, con sus trenes y mercados, sus periódicos, sus árboles. Estaba componiendo frases, hablando con ella, cuchicheándole al oído Te amo como amo la tierra, los edificios blancos, las fotografías, las lunas… Te adoro, dijo. Circulaban coches paralelos al suyo. Se miraba la cara en el espejo retrovisor; sí, estaba bien, era digna.

Empezó a enmudecer. Las calles de la ciudad estaban vacías. Su quietud y su desolación daban testimonio de la noche que había transcurrido, lo confesaban con rostro fatigado. Empezó a sentirse inquieto. Era como una antesala que daba a un lugar donde algo terrible había acontecido; lo olfateaba como los animales olfatean el matadero. De pronto tuvo miedo. Encontraría el apartamento vacío. Era como si hubiese divisado un zapato de ella en el exterior de un edificio; no soportaba imaginar más cosas.

Una mañana blanca de invierno. Hacía frío en la calle. Abrió con llave el portal y subió corriendo la escalera. En el apartamento, sin saber por qué, llamó suavemente.

—¿Kaya?

Nada. Volvió a llamar, suave, repetidamente. De repente, como un golpe, comprendió. Era verdad; ella había dormido en otra parte.

—Kaya.

Metió la llave en la puerta y abrió. La cadena de seguridad frenó bruscamente la puerta.

—¿Quién es? —dijo ella.

La vislumbró, únicamente.

—Viri. —Hubo un silencio—. Abre la puerta —dijo.

—No.

—¿Qué ocurre?

—Hay alguien aquí.

Por un momento él no supo qué hacer. Era temprano. Estaba enfermo, se estaba muriendo. Las paredes, las alfombras, le absorbían la vida.

—Kaya —suplicó.

—No puedo.

Estaba estupefacto porque él era inocente. Todo era igual que siempre, todas las cosas del mundo seguían en su lugar, pero no acertaba a reconocerlas, su propia existencia se había desvanecido. El desnudo de Kaya, las cenas a deshoras, su voz en el teléfono: le dejaban con eso, como migajas que ella hubiese abandonado. Empezó a bajar las escaleras. Me estoy muriendo, pensó. No tengo fuerzas.

Se sentó en el coche. Tengo que verle, decidió, tengo que ver quién es. Un camión de correos descendió la calle. La gente se dirigía al trabajo. Estaba demasiado cerca de la puerta. Había un hueco libre para aparcar más adelante. Puso en marcha el coche y avanzó hacia el hueco.

De improviso salió alguien, un hombre de cara redonda con un maletín y un loden. No, pensó, Viri, imposible. Un momento después salieron otros dos —¿iba a ser aquello una comedia?— y luego un tercero. Tenía cincuenta años y aspecto de abogado.

Sentado en la oficina, no podía pensar. Llegaban los delineantes. ¿Estás bien?, le preguntaron. Sí. La luz del sol bañaba ya las mesas de dibujo, espaciosas y planas. Colgaron sus abrigos. Parecía que los teléfonos blancos, las butacas de cromo y cuero, los lápices afilados habían perdido su importancia; eran como objetos en un negocio que ha cerrado. Los recorrió con la mirada en un silencio sonoro, un silencio impenetrable a pesar de que él hablase, asintiese, oyera la conversación.

Ella llegó a las diez.

—Por favor, no puedo hablar —dijo.

Vestía un suéter exiguo, acanalado, del color del cartón de embalaje; tenía la cara blanca. Al cruzar ella la habitación, él tuvo conciencia de sus piernas, del sonido de sus tacones en el suelo, de los huesos de sus muñecas. No se atrevió a mirarla, todo lo de Kaya que él había conocido y a lo que había tenido acceso, se evaporaba.

Él salió a una reunión antes del mediodía. La llamó en cuanto estuvo fuera. La guía telefónica de la cabina tenía páginas arrancadas. La puerta no cerraba.

—Kaya —dijo—. Por favor. ¿Qué quiere decir eso de que no puedes hablar?

Ella pareció desamparada.

—Te necesito —dijo él—. No puedo hacer nada sin ti. Oh, Dios —musitó. Los ojos se le llenaban de lágrimas. No acertaba a decirle lo que sentía. Era como un fugitivo—. Oh, Dios, conozco a esta chica…

—Basta.

—He ido a la cárcel por ella, se me ven las costillas. He entregado mi vida…

—¿Cómo iba yo a saber que venías? —dijo ella—. ¿Por qué no me llamaste? —Empezó a llorar—. ¿No tienes cerebro? —gritó.

Él colgó. Sabía perfectamente que hablar no servía de nada, que había habido un momento en que habría debido abofetearla con toda su alma. Pero él no era de esos hombres. Su odio era débil, pálido, ni siquiera le oscurecía la sangre.

Diez minutos más tarde se disculpó ante su cliente y corrió a llamarla. Procuró guardar la calma, no ceder al pánico.

—Kaya.

—Sí.

—Te veo esta noche.

—No puedo.

—Mañana, entonces.

—Quizá mañana.

—Promételo, por favor.

Ella no contestaba. Él le suplicó.

—Sí, de acuerdo —dijo ella por fin.

No pudo volver al trabajo. Fue al apartamento de ella y llamó al timbre. No hubo respuesta. Entró. Le asaltó un escalofrío, un escalofrío profundo como el shock que sigue a un accidente. El sol brillaba. La radio transmitía el parte meteorológico, el noticiario.

La cama estaba sin hacer, no pudo aproximarse. En la cocina había vasos sucios, una bandeja de hielo que ahora contenía solamente agua. Fue al cuarto de baño. Las cosas de Kaya, a su alrededor, parecían endebles, desprovistas de sustancia. Con mano temblorosa, consiguió recortar el corazón de un vestido largo, oscuro, el más hermoso de los que poseía. Temió que ella volviese mientras lo hacía; no tenía explicación que darle ni sitio en que refugiarse. Después se sentó junto a la ventana. Su respiración era superficial, como la de un tritón. Permaneció inmóvil; el vacío, el sosiego de las habitaciones comenzaron a calmarle. Ella estaba tendida a la luz gris de la mañana, con la espalda tersa y luminosa y las piernas débiles. Tenía los miembros desnudos, irreflexivamente. Él le separó las piernas. Nunca.

Nedra estaba contenta esa noche. Parecía complacida consigo misma.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—¿Qué? Sí, ha sido un largo día.

—Vamos a tener huevos nuestros —anunció ella.

Las niñas, en éxtasis, gritaron:

—¡Ven a ver!

Le llevaron de la mano hasta el solario con el suelo de grava. Las gallinas corrieron hacia los rincones y luego a lo largo de la pared. Danny, por último, consiguió apresar a una.

—Mírale, papá, ¿no es precioso?

La gallina en sus brazos estaba empavorecida y le parpadeaban los ojillos.

Osa —dijo Viri.

—¿Te digo cómo se llaman? —preguntó Franca.

Él asintió vagamente.

—¿Papá?

—Sí —dijo él—. ¿De dónde las habéis sacado?

—Esta es Janet.

—Janet.

—Dorothy.

—Sí.

—Y esta otra es Madame Nicolai.

—Esta…

—Es mayor que las demás —explicó Franca.

Viri se sentó en el escalón. Había ya un ligero olor amargo en el solario. Un jirón de pluma cayó flotando misteriosamente. Madame Nicolai estaba plantada sobre un montón de plumas grandes y calientes, marrones, beige, que cobraban un tinte más pálido, un tostado claro, conforme descendían.

—Es más lista —dijo él.

—Oh, es muy lista.

—Una sabia entre gallinas. ¿Cuándo empiezan a poner huevos?

—Ya mismo.

—¿No son un poco jóvenes? —Sentado ociosamente en el escalón, observaba los cautos y medidos movimientos de las aves, el tirón con que estiraban la cabeza—. Bueno, si no, ponen huevos, hay otras cosas. Pollo asado…

—¡Papá!

—Tú no harías eso.

—Ellas lo entenderían.

—No, no entenderían.

—Madame Nicolai sí lo entendería.

La gallina estaba de pie ahora, separada de las otras, y le miraba. En su cabeza de perfil había un ojo que no parpadeaba, negro y circundado de un halo ámbar.

—Es una mujer de mundo —dijo él—. Miradle el busto, mirad la expresión del pico.

—¿Qué expresión?

—Ella entiende la vida —dijo él—. Sabe lo que es ser una gallina.

—¿Es tu predilecta?

Él trataba de encandilarla para que se acercase a su mano semicerrada.

—¿Papá?

—Creo que sí —murmuró él—. Sí. Es una gallina entre las gallinas. Una gallina de gallinas —dijo.

Ellas se le colgaron de los brazos, en un arranque de felicidad y afecto. Él seguía sentado. Las gallinas cacareaban, producían borboteos como de agua hirviendo. Viri continuó ensalzándola. —Madame Nicolai ahora se había dado media vuelta y se alejaba, cautamente—; Viri el adúltero, el hombre desvalido.