8

Es una mañana de verano, los árboles verdes se fustigan entre sí, las hojas suspiran al viento, hay equipaje junto a la puerta. El desayuno fue apresurado; no podían tomárselo con calma.

—¿Tienes el pasaporte, Viri? ¿Tienes los billetes?

Iban por fin a Inglaterra.

Danny les despidió en la puerta y de nuevo en el coche, con las ventanillas bajadas. Hadji no estaba contento. Ella le tenía en brazos.

—¡Dios mío, cuánto pesa!

El animal tenía los ojos nublados por la edad.

—Escríbenos al hotel —le recordó Nedra.

—Lo haré.

—Vamos, Viri, llegaremos tarde —exclamó Nedra.

La mañana abierta a la luz, intacta, se extendía ante ellos como el mar. Se pusieron en marcha, con Franca a bordo para llevar el coche de vuelta. Tenía diecinueve años. Iba a irse de viaje a Vermont.

—Qué pena que no vengas con nosotros —dijo Nedra—. Supongo que no sería tan divertido.

—Ojalá pudiera ir a los dos sitios.

—Viri, no puedo creerlo —dijo Nedra.

—Que vayamos a…

—Por fin.

Él carraspeó y buscó en el espejo la cara de Franca.

—La próxima vez iremos juntos —le dijo.

El automóvil estaba saliéndose de la carretera.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Nedra.

—Perdona.

El día era como un río que naciese muy lejos. Poco a poco, alimentado por riachuelos y afluentes, se hacía más ancho, más rápido, hasta que por fin llegaba a una cuenca donde el ruido y la confusión de la multitud se alzaban como niebla.

Los motores habían arrancado; la gran cabina, dando ligeros bandazos, enfilaba hacia el extremo de la pista. Nedra, ya cerciorada de que no había nada de interés que ver por la ventanilla, estaba hojeando las páginas de Vogue, mientras Viri examinaba una tarjeta que ilustraba las salidas de emergencia del avión. Era como si hubiesen hecho aquel vuelo una docena de veces. Aguardaron un rato en una hilera reluciente de aviones y luego, arrastrando una estela de fragor que incluso dentro resultaba prodigiosa, y en la que hasta los asientos retemblaban, despegaron.

Nedra quiso champán.

—¿Tomamos un poco? —preguntó a su marido.

—Por supuesto.

Pasaron seis días en Londres y dos días en Kent, en una casa preciosa, con jardines que bajaban hasta el mar. Había un patio de grava y una verja de hierro. La casa era de ladrillo pintado de color crema y blanco. Era propiedad de Thomas Alba, un amigo de los Troy. Tenía un rostro fuerte, con todas las facciones anchas, cultivado, relajante. Su dicción era lenta y clara.

—Llevamos una vida tranquila, me temo —dijo.

En la casa abundaban las pinturas y grabados. De una parte a otra de las ventanas del estudio había repisas con una colección de tazas de té. Las vistas desde todas las habitaciones eran magníficas, panoramas de campo remoto y ordenado, del mar inglés. Pero lo mejor de todo era la mujer de Thomas; ella era la pieza de más valor. Había vivido en Burdeos. Había estado casada antes, como había hecho toda la gente de valía, según afirmaba Nedra.

—¿Esta charla sobre Londres no te abre el apetito de ir? —preguntó Claire.

—No —dijo Alba, con calma.

—Hace un mes que no pisamos Londres.

—¿Hace ya un mes?

—Por lo menos. Tommy odia Londres —dijo ella.

—Bueno, supongo que antes me gustaba. Ahora prefiero esto.

—¡Oh, las farolas de Londres! ¡Sus orfebres, sus imprentas, sus jugueterías, sus ferreteros, el cementerio de St. Paul, Charing Cross, el Strand!

—Vaya embrollo que has hecho.

—Es algo así —dijo ella. Tenía una cara maravillosa.

Estaban cenando, era la clase de cena que a Nedra le gustaba dar, no sofisticada, sino una en la que demorarse horas. Las ventanas al jardín estaban abiertas, la fría noche inglesa había entrado en la habitación.

—Me gusta el jardín —dijo Alba—. Salgo a verlo todos los días. Si no lo hago no soy feliz. Soy soportable, pero no feliz. A veces viajamos. Fuimos a Chester, ¿te acuerdas? —preguntó a Claire—. No me importa viajar de cuando en cuando.

—Con tal de que no sea muy lejos.

—En realidad, me gusta visitar los jardines botánicos. A veces alguna ruina bonita. Están muy bien si no hay nadie. Verán, la cosa es que no conduzco. Claire conduce y nos gusta ir despacio. Puede que hagamos cien kilómetros en un día.

—¡En un día! —dijo Nedra.

—Solamente.

—Figúrese.

—Bueno, nos gusta parar —explicó él.

Claire estaba sirviendo café.

—¿Qué clase de vida llevan en América? —preguntó Alba—. ¿Qué hacen allí?

—Bueno, tengo mi familia —dijo Nedra.

—Aparte de eso.

—Oh, estudio cosas.

—¿No es extraño? —dijo él.

—¿Qué?

—Que las norteamericanas parece que siempre están estudiando cosas.

Nedra no protestó. Le gustaba Alba, su franqueza, su pelo descolorido.

—En realidad, hablamos de Norteamérica con frecuencia. Hasta leemos sus periódicos —dijo—. Estoy más o menos obsesionado con la idea de su país, que, en definitiva, ha significado tanto para el mundo entero. Me trastorna mucho ver ahora lo que está sucediendo. Es como una puesta de sol.

—¿Cree que Norteamérica está agonizando? —preguntó Viri.

—Querida, ¿podemos tomar un poco de coñac con el café? —dijo Alba—. ¿Hay coñac?

Ofreció la botella que ella le llevó.

—No creo realmente que las naciones agonicen —dijo—. Un lugar y una historia tan vastos como los de ustedes no pueden desaparecer, pero sí eclipsarse. Y parece que es lo que está ocurriendo. Quiero decir que las pasiones totalmente ciegas, la falta de moderación… esas cosas son como una fiebre. Bueno, es más que eso. Quizá nos alarme algo que no hemos advertido antes, que siempre ha existido, pero no lo creo. ¿Conocen la historia de la Guerra Civil española? No me refiero al aspecto militar.

—También nosotros estamos muy preocupados —dijo Viri—. Todo el mundo lo está.

—Lo cierto es que dependemos mucho de ustedes. Ahora somos un país muy pequeño. Se acabó para nosotros.

—No lo creo.

—Nos quedan nuestros recuerdos, por supuesto.

Siguieron charlando sentados. Alba y su mujer estaban el uno al lado del otro. El brazo de ella descansaba en el respaldo del sofá, un brazo largo y hermoso, bien hecho, blanco como hueso. La cara de ambos era igualmente blanca y se recortaba contra la densidad de libros en penumbras, cortinas, ventanas de la noche. Su vida era apacible y bien organizada; no había pasión en ella, al menos no en la superficie, pero había una gran bondad, casi indolencia, como en las fieras cuando están descansando.

—Hacemos nuestras bromitas —dijo Alba—, ¿verdad, Claire?

—De vez en cuando.

Eran hombre y mujer. En aquel momento componían una foto inmejorable; los perales del jardín, la grava absorbente del sendero de entrada, los problemas con su hija adulta quedaban en suspenso, en paz bajo la jurisdicción de la pareja.

A Viri le dejó atónito la imagen —que tan a menudo él había producido en otros— de la vida conyugal en su faceta más pura y generosa. De repente se sentía vulnerable, desvalido. Parecía que no sabía nada, que lo había olvidado todo. Intentó ver máculas en la dicha de sus anfitriones, pero la superficie le cegaba. Los dedos de Claire no llevaban anillo, la enjuta desnudez de aquellos dedos lo confundía, así como la forma de sus mejillas, sus rodillas. Le asaltó ese momento de pavor inconfesable en que uno comprende que su vida no es nada.

Nedra también lo vio, pero para ella significaba algo distinto: la prueba de que la vida exigía egoísmo, aislamiento, y que, incluso en otro país, una perfecta desconocida pudiese revelárselo con tanta claridad, porque estaba segura de que los Alba eran partidarios de una clase de vida sobre todas las demás, y la habían hallado, felizmente juntos. En Portobello Road, en Londres, compró un hermoso frasco de cristal Lalique, de color heno. Se lo envió a Claire de regalo.

Era verano, el humo azul del tubo de escape de los automóviles teñía la ciudad congestionada. Comían bocadillos de pepino con el té. Cenaban en restaurantes italianos. Visitaron Chelsea y la Tate Gallery. En un barrio de Nueva York desierto a partir de las cinco de la tarde, Danny estaba sentada con su dios. Las calles estaban despobladas. La terrible tristeza de los días fenecidos lo impregnaba todo, pero aquella tristeza no les afectaba, era su escenario vacío. Estaban sentados a una mesa solos, dibujando en una servilleta de papel: inscripciones, una inicial, un nombre. Él dibujó la boca de ella. Ella dibujó la de él. Él dibujó una D compuesta de hojas y vides, un matorral, y, dentro de la D, ella dibujó a los dos, un Adán y una Eva sexuales.

—Me estás halagando.

—Es como lo veo —murmuró ella.

Pasaban caminando por delante de almacenes cerrados y figuras patéticas desplomadas en portales, con las manos sucias y las ropas mugrientas. El cielo estaba exhausto, sangrado por el calor. En su contorno inferior había gaviotas posadas en hileras, y sus patas pisaban tejados blancos como tiza.

La habitación siempre estaba fresca y en penumbra. Despedía un olor salobre, como la bodega de un barco. Él había fabricado una mesa y había pintado la pared junto a la cama. Ella era una muchacha aturdida por el amor. Tenían la misma edad, eran casi iguales. No es imaginable la hondura, el silencio, de aquellos días estivales. Ella iba a verle casi todos los días. Él le daba empleo con el mayor placer del mundo.

Los padres de Danny cenaron en Marlow, una ciudad a una hora de Londres. El restaurante estaba concurrido. El calor del día remitía por fin. Ocuparon una mesa en el rincón. Al otro lado de las ventanas, embarcaciones de recreo navegaban por el Támesis, estrecho en aquel punto. Leyeron el largo menú. Llegó la camarera. Viri alzó la vista hacia ella. Tenía una cara lozana, incluso pecosa, y grandes ojos azules. Ella no pareció reparar en él, se movía con una concentración profunda, y la mano le temblaba ligeramente mientras colocaba las cucharas con cuidado en la mesa —tenía memorizado cada uno de sus actos— y doblaba ante ellos las servilletas en forma de conos.

—¿Nos toma nota? —preguntó Viri.

Una larga pausa en la que ella continuó su trabajo. Dirigió a Viri una mirada inexpresiva.

—No —dijo.

Se retiró, con su débil sonrisa todavía en los labios. Tenía las piernas torneadas y llevaba una falda muy corta. Cerca del dobladillo había una mota de nata batida.

—¿Has visto a esa chica? —preguntó Nedra.

—Sí. Esto promete ser una señora comida.

Al final resultó que ella se limitaba a servir y a escanciar el vino. El jefe de camareros, un extranjero cuya mandíbula tenía un lustre oscuro, tomó el pedido. Todas las mesas estaban ocupadas. Había parejas mayores, silenciosas, y chicas con los ojos pintados de un modo extravagante. El intervalo entre platos era largo. Bebieron el vino blanco.

—¿Te has fijado en esa gente? —dijo Viri—. Mira alrededor. ¿No es increíble?

—¿Lo feos que son?

—No se libra ni uno. Si no tienen la nariz larga, tienen mala dentadura. Si no tienen mal los dientes, tienen caspa en el cuello. ¿Es creíble que procedan de la misma arcilla que los Alba? ¿Que son de la misma raza?

—Me impresionó Alba —dijo Nedra—. ¿Viste sus manos? Tiene manos muy fuertes.

—Es extraño cómo notas de inmediato que ciertas personas son amigas tuyas, ¿no?

—Sí, muy extraño.

La camarera, con lento desconcierto, servía en otras mesas. Cuando se inclinaba se veía lo que había más arriba de las medias. Por fin les llevó el pescado.

—Sabes, este viaje ha sido de lo más maravilloso —dijo Nedra—. Ha sido exactamente tal como sabía que sería, he disfrutado cada minuto. Mira el río. Todo es perfecto. Y todas las cosas que hemos visto son sólo una ojeada. Quiero decir que comprendes que Inglaterra tiene tantas cosas; riquezas sin fin. Me encanta esa sensación.

—¿Te gustaría que intentemos conseguir entradas para el Teatro Nacional mañana por la noche?

—No creo que podamos.

—Podemos intentarlo.

—No, creo que no. De todos modos, es nuestra última noche aquí y no quiero pasarla en el teatro.

—Tienes razón, supongo.

—Quiero solamente agradecerte este viaje fantástico.

—Lamento que no lo hiciéramos hace mucho tiempo. Siempre quisimos hacerlo.

—Me alegro de no haberlo hecho. Piensa que ahora es mucho mejor. Es como abrir una puerta en tu vida. —Dio un sorbo de vino—. Y eso sólo ocurre cuando llega el momento. Bueno, hay algo que he decidido definitivamente…

—¿Sí?

—No quiero volver a nuestra antigua vida.

Lo dijo como de paso. La camarera estaba tratando de escanciar más vino, pero la botella estaba vacía. Miró el cuello un momento, como si no entendiese, y luego la puso volcada en el cubo de hielo.

—¿Te apetece más vino? —preguntó ella.

—Uf, no, gracias —dijo Viri.

Comieron en silencio. El río estaba plano e inmóvil.

—¿Desean que les muestre la bandeja de postres? —recitó la chica.

—¿Nedra?

—No.

Después cruzaron caminando el puente hacia la pequeña ciudad de mercado donde vivió un tiempo Shelley. La blancura del día perduraba en los cielos. Las tiendas estaban cerradas.

Se detuvieron en las cercanías de la iglesia.

—Dicen que en la capilla está la mano de san Jaime —dijo Viri.

—¿La mano auténtica?

—Sí. Una reliquia.

Viri seguía trastornado por las palabras de Nedra; no había estado preparado para oírlas. De pronto sintió terror, en el calor del verano, en el silencio del pueblo con sus casas oscuras.

Estaba alcanzando, se encontraba al borde de esa edad en que el mundo se torna súbitamente más hermoso, en que se revela de un modo especial, en cada detalle, techo y pared, en las hojas de árboles que se agitan levemente antes de una lluvia. El mundo se abría como para conceder, ahora que la vida se acortaba, una larga mirada apasionada, y todo lo que había sido denegado sería concedido finalmente.

En aquel momento en que estaban en el frondoso cementerio, evocador de ingleses convertidos en polvo, de ceremonia murmurada, tuvo una visión nauseabunda de lo que podían depararle los años: el restaurante archiconocido, un pequeño apartamento, atardeceres vacuos. No podría afrontarlo.

—¿Qué entiendes por nuestra antigua vida? —dijo.

—Mira esta lápida —dijo Nedra. Estaba leyendo una fina placa erosionada, llena de palabras—. Viri, tú sabes lo que quiero decir. Es una de las cosas que más me gustan de ti. Sabes lo que quiero decir en todos los casos.

—En este no estoy seguro —dijo él, titubeante.

—No te preocupes de eso ahora —dijo ella, tranquilizadora.

—Ha sido como un golpe. Una sorpresa enorme.

—No, no ha sido una sorpresa.

—Cuando dices nuestra antigua vida, no sé exactamente qué pensar. Nuestra vida ha ido cambiando constantemente.

—¿Tú crees?

—Pero si tú lo sabes, Nedra. Con el paso del tiempo, siempre ha cobrado una forma que más o menos nos satisface, nos permite estar satisfechos. No es igual que cuando empezamos.

—No, no lo es.

—¿Entonces de qué hablas?

Ella no respondió.

—Nedra.

Ella se volvió hacia el puente.

—Hablaremos de esto en su momento —dijo.

Regresaron al anochecer. El río dormía debajo de ellos. Apenas había ya embarcaciones.

Durmieron en Brown’s, y la medianoche fue por fin fría, y envolvía la ciudad únicamente el sonido de un avión que pasaba. Se bañaron y se desvistieron en las habitaciones confortables creadas por un pueblo que ama la caza, que conoce al dedillo las normas de conducta, es lacónico en sus conversaciones personales y triunfante en público. Durmieron en camas separadas, blandas, contiguas, como monarcas de reinos distintos.

Ella le escribió a André: No hemos paseado por Hyde Park, que es una de las cosas que me dijiste que te gustaría hacer cuando me enseñaras Londres. Claro que no ha sido difícil evitar el parque, pues hay tantas cosas que ver. Es una ciudad tan grande que es imposible agotarla.

Recorro estas calles maravillosas, pienso en tu cara y en lo que te quiero, en esas cosas que tú dices y que de alguna manera son todas las cosas. Pienso en ti a menudo y de una forma que te dejo imaginar. Por algún motivo aquí me siento muy próxima a ti, y no soy realmente infeliz porque estemos separados. Por tu causa no puede llegarme ninguna desdicha, ese es el sol que me has introducido (el único hijo, espero). Te añoro, te ansío, te veo en todas partes.

Lo estamos pasando de maravilla. Hablamos de edificios, los rastreamos. Soy como la mujer de un coleccionista de bichos. Estamos en esta isla extraordinaria de bosques, conciertos, restaurantes… y todo son bichos. Pero siempre he creído sé que es cierto, que cada rama principal te lleva derecho al tronco. Si conoces algo por entero, ese algo lo toca todo. Pero, por supuesto, tienes que conocerlo.

Te amo muchísimo hoy. Te abrazo con todo mi corazón.