8
Peter Daro había vivido de joven en el hotel Alsace de París, donde murió Oscar Wilde. En la misma habitación, de hecho; había dormido en la misma cama. Todo aquello había desaparecido.
Era un hombre de costumbres y una sola expresión cómica: dejaba caer bruscamente la boca, con una falsa consternación. La usaba para todo, para expresar confusión, incredulidad. Volvía de la ciudad en tren los viernes por la noche, en vagones vetustos que se deshacían y cuyos ejes chirriaban. Se oían voces en las estaciones donde paraban en la niebla, la exuberancia y rudeza cuando los policías y los técnicos de reparaciones se apeaban en sus ciudades. A continuación, el largo traqueteo del trayecto a lo largo de los llanos, los campos que por fin aparecían, restaurantes que él reconocía, comercios. Catherine le esperaba en el coche; volvían a casa bajo los frondosos árboles estivales.
Su casa, similar a un establo, estaba abierta, desprotegida.
Su incuria formulaba una súplica, como un viajero que se ha quedado sin dinero. La carretera de tierra se ensanchaba ante la casa, formando un islote en el que había un cementerio de piedras inclinadas, nombres que se habían esfumado, hombres ahogados en el mar. El coche entraba en un sendero de guijarros lisos. Las luces estaban encendidas dentro, el fuego ardía en la chimenea, los perros cobradores, pálidos, ladraban.
Un ser de costumbres y, sí, excéntrico. Preparaba la cena, sus hijos jugaban en sus habitaciones de arriba. Su mujer estaba en el cuarto de estar, hablando con Nedra. Los andenes de las pequeñas estaciones estaban ya desiertos, oscurecía, las casitas estaban iluminadas por doquier.
Se desenvolvía bien en la cocina; vieiras frescas y Graves blanco, frío. Sabía hacer cosas: una bebida, un fuego, una cena, qué clase de cocina había que tener. Desde su casa se divisaban campos largos y vacíos en donde a veces se posaban gaviotas.
Su gran amor era la pesca. Había pescado en Irlanda, en Restigouche, había pescado la sartén y el Esopo.
—Allí conquisté a Catherine —recordaba—. Un día milagroso. Bajamos al río y ella se sentó en la orilla y leía mientras yo pescaba. Al final dijo: «Tengo hambre». Y exactamente en aquel momento, como a la carta, saqué dos truchas preciosas.
—Pero la mejor historia de pesca que conozco —dijo— le sucedió a un amigo mío que vive en Francia. Su suegro tiene una gran casa de campo con un estanque, y en ese estanque vivía un lucio enorme. Un pez muy astuto, muy viejo. El jardinero lo perseguía desde hacía años, había jurado su muerte. Un día Dix estaba pescando allí, sin pensar en nada, y al recoger sedal enganchó por accidente la cola del lucio. Insólito, pero a veces ocurre. Una lucha intensa. El lucio medía casi un metro de largo. Dix forcejeaba y pedía ayuda a gritos. El jardinero corrió a la casa y volvió con una escopeta, y antes de que alguien pudiese detenerle estaba disparando al lucio. Había sangre por todas partes, un gran revuelo. El pez estaba aturdido pero vivo. Lo pusieron en una bañera, donde flotaba herido. Esa noche murió. Hubo discusiones sobre la manera exacta en que había muerto, porque había marcas de cuchilladas, pero en cualquier caso no tenía remedio, lo congelaron en un bloque de hielo —era invierno— y más tarde lo mandaron a París para que hiciesen una sopa de pescado para una cena importante que iba a dar el suegro. Dix asistió, y todo el mundo, incluso el ministro de Educación, que probó un pedazo de pescado, se llevó la mano a la boca, desconcertado, y se sacó fragmentos de perdigón. El suegro miró a Dix y Dix… ¿qué podía decir? Se limitó a encogerse de hombros.
—A las mujeres no les gusta pescar, ¿verdad? —decidió.
—Pues claro que nos gusta, querido —dijo su mujer.
—No les gusta madrugar. En realidad, a mí tampoco.
Le gustaba el brandy, los vasos de cristal, el vermú con cassis en The Century. Su vida era sólida, bien organizada, tal vez no feliz pero confortable; había excesos de confort, como noches en coches cama con sábanas limpias y ciudades flotantes en la oscuridad. Los primeros anacronismos aparecieron en sus ropas, las primeras manchas de la edad en el dorso de sus manos. Rara vez había música en su casa. Libros y conversaciones, reminiscencias. Usaba camisas azules a cuadros, descoloridas a fuerza de lavarlas. Zapatos ingleses un tanto anticuados. En la cara lucía una expresión de alerta maravillosa, en el iris de un ojo, una pequeña tonalidad oscura como una mácula sagrada. Había viajado, había cenado, hablaba de hoteles con el afecto que uno reserva normalmente a las mujeres o a los animales. Sabía exactamente en qué museo colgaba tal cuadro. Su francés era un andamiaje destartalado, compuesto de vocabulario de comida y bebida. Lo hablaba pomposamente.
Las horas pasaban aprisa. La neblina se estaba formando, el brandy se había acabado.
—Dios mío —dijo Nedra—, ¿qué hora es?
Peter miró su reloj de pulsera. Tras un momento de reflexión, dijo:
—La una.
—He bebido demasiado brandy —dijo—. Ya no puedo beber más.
—Bueno, se ha acabado.
—Me baja a las piernas.
Silencio. Peter asintió con la cabeza.
—Nedra… —dijo finalmente.
—¿Qué?
—No les hace ningún daño —dijo.
Una imagen final de él plantado en la entrada iluminada, la niebla borraba todo lo demás, la casa, incluso las ventanas, los perros se apelotonaban detrás de él.
—Déjame que te lleve a casa —decidió de pronto—. Esta niebla es espantosa. Recoges tu coche mañana.
—No, no te preocupes.
—Conozco las carreteras —dijo él. Su expresión era seria, le resbalaban las palabras—. ¡Malditos perros! ¡Espera un segundo! —gritó—. No deberías conducir sola —dictaminó.
Sólo llegaron hasta el final del sendero, donde él chocó contra un poste.
—Tenía razón. No habrías podido sola —dijo él.
Aquel otoño, en noviembre, se le empezaron a hinchar las piernas. Era algo inexplicable. Le afectaba a las rodillas y los tobillos. Fue al hospital, le hicieron pruebas, le hicieron de todo pero sin resultado, hasta que al final, como por sí solo, el líquido desapareció y tras él, como una sequía mortal, se inició un cambio terrible. Sus piernas empezaron a cobrar rigidez y a endurecerse.
Los médicos ahora sabían lo que era.
—Es la gota —decía él a la gente, sosegadamente, acostado en la cama—. Siempre la he tenido. Va y viene por épocas.
Era la exuberancia de la vida, explicaba, el destino de los reyes del sol. Sufría dolores, aunque nadie lo advertía. El dolor aumentaba. Se extendía. La piel y el tejido subcutáneo se endurecían. Se estaba convirtiendo en madera.
—¿Qué tiene? —preguntaban a Catherine los amigos.
No tenía nombre.
—No sabemos —respondía ella.
Nedra no le vio hasta la primavera. Era domingo. Catherine salió a abrir cuando llamó a la puerta.
—Se alegrará de verte —dijo.
—¿Cómo está?
—Igual —dijo Catherine—. Está en la habitación de al lado.
—¿Entro a verle?
—Sí, entra. Estamos bebiendo algo.
Nedra oyó voces. Desde la entrada vio a un hombre de carrillos gruesos a quien no reconoció. Al entrar en la habitación y acercarse se dio cuenta de pronto de que aquella cara hinchada era la de Peter. ¡No le había conocido! En seis meses había dado un paso gigantesco hacia la muerte. Tenía los ojos más hundidos, su nariz parecía más pequeña. Hasta su pelo… ¿llevaba una peluca?
—Hola, Peter —dijo ella.
Él se volvió y la miró inexpresivo, como un desconocido disoluto, arrellanado en una silla. Nedra tuvo ganas de llorar.
—¿Cómo estás?
—Nedra —dijo él, por fin—. Bueno, teniéndolo todo en cuenta, no estoy mal.
Debajo de las mangas de su chaqueta estaban los brazos consumidos de un paralítico. Todo su cuerpo se había endurecido, era como la tapa de un arcón, apenas podía moverse.
—Toca —le dijo él. Le obligó a tocarle la pierna. A ella se le encogió el corazón. Era la pierna de una estatua, la rama de un árbol. La carne que la envolvía se había convertido en una caja. Dentro de ella estaba el hombre, como un preso.
—Te presento a Sally y a Brook Alexis —dijo él.
Una mujer joven, pelirroja. Su marido era flaco, plegado como una mantis religiosa bajo una ropa indescriptible. Sus hijos estaban jugando con los de los Daro al fondo del apartamento.
La conversación era inocua. Llegaron otras personas, un primo de Peter y una anciana que tenía un ojo de cristal. Era la baronesa Krinsky.
—Los médicos —dijo ella—, querido, los médicos no saben nada. Cuando yo era niña caí enferma y me llevaron al médico. Estaba malísima. Tenía fiebre y la lengua negra. Bueno, dijo él, una de dos: o te has empachado de mermelada de moras o tienes el cólera. No era ni lo uno ni lo otro, por supuesto.
Nedra tuvo ocasión de hablar con Catherine a solas.
—¿Pero qué es? —preguntó.
—Escleroderma.
—No lo he oído en mi vida. ¿Es sólo en los brazos y piernas?
—No, puede extenderse. Puede cubrirlo todo.
—¿Qué se puede hacer?
—No mucho, me temo —dijo Catherine.
—Pero habrá medicinas.
—Bueno, le están dando cortisona, pero mírale la cara. En realidad, no hay nada. Todos dicen lo mismo: no pueden prometer nada.
—¿Tiene dolores?
—Casi continuamente.
—Pobrecita mía.
—Oh, yo no. Pobre él. Se despierta tres o cuatro veces por la noche. No duerme, realmente.
—¡Catherine! —la estaba llamando—. ¿Puedes abrir una botella de champán?
—Claro —respondió ella. Fue a buscarla.
—¿Qué haces últimamente? —estaba preguntando el primo.
—Pensar —dijo Peter.
—¿Cosas en general?
—Estoy pensando en cuáles serán mis últimas palabras —dijo él—. ¿Sabes cómo murió Voltaire?
Le interrumpió Catherine, que volvía con una bandeja y copas. Abrió la botella y empezó a escanciar.
—No —dijo Peter en cuanto hubo probado el champán—. Hay algún error.
—¿Qué?
—Este champán no es bueno.
—Sí es, querido.
—No es.
—Querido —protestó ella—, es el que bebemos siempre.
Estaba en un cubo plateado. Sacó la botella para mostrarle la etiqueta.
—¿Qué le da este gusto tan raro? —Se dirigió a la baronesa—. ¿A usted qué le parece?
—Muy bueno.
—Ya. No me diga que estoy perdiendo el paladar. Eso sería grave.
Sonrió a Nedra, y al hacerlo era una figura extraña, de imitación, rubicunda y corrupta.
Su voz era lo único que no había cambiado, su voz y su carácter, pero la estructura que los albergaba se estaba disolviendo. Todos los conocimientos antiguos, interconectados —la arquitectura unida a la zoología y al mito persa, las recetas de liebre, la relación con pintores, museos, ríos de tierra dentro rebosantes de truchas— se volverían polvo en cuanto fallasen las grandes cámaras internas, cuando en la hora postrera las habitaciones de su vida se derrumbaran como se demuele un edificio. Su cuerpo se había vuelto contra él; la armonía corporal que reinó antaño se había desvanecido.
—Los grandes especialistas de esto están en Inglaterra —dijo—. El doctor Bywaters. ¿Cómo se llama el otro, Catherine? En el hospital de Westminster. Se me ha olvidado. Pensé en ir a Inglaterra, pero ¿para qué hacer un viaje tan largo si conozco la respuesta? El momento de haber ido fue cuando fuisteis tú y Viri. Deberíamos haber ido, lamento no haberlo hecho. Adoro Inglaterra.
—Nos hospedamos en Brown’s.
—Brown’s —dijo él—. Tomé el té allí una vez. Ya sabes lo rigurosos que son para el té de la tarde: el fuego en las chimeneas, los pasteles. Bueno, en la mesa de al lado había una inglesa con su hijo. Rondaría los cuarenta, y era una de esas pijas que montan a caballo hasta los ochenta. Habían ido al teatro, y durante una hora estuvieron comentando la obra que habían visto, que era El huerto de cerezas. Yo estaba escuchando, claro, y en aquella hora dijeron unas cuatro frases. Fue una conversación fabulosa. Ella empezó diciendo, tras un largo silencio: «Una obra muy buena». Nada más durante quince minutos. Al final él dijo: «Hum, sí, muy buena». Una larguísima pausa. Luego ella dijo: «Esos maravillosos silencios…». Pasaron otros diez minutos. «Sí, muy efectistas», dijo él. «Tan típicos del temperamento esclavo», dijo ella. Ya sabes que los ingleses tienen una actitud absolutamente inflexible respecto a la pronunciación. Esclavo, fue exactamente lo que dijo, en lugar de eslavo.
Guardó silencio, como si se arrepintiera de algo que hubiese dicho.
—Me encantaría volver a Inglaterra —dijo Nedra.
—Oh, sí. Volverás.
Su voz se fue apagando.
Al final su mujer se lo llevó fuera de la habitación. A pasitos, arrastrando los pies, como sobrellevando lo que le quedaba de existencia.
—Le ha alegrado tanto verte —dijo Catherine en la puerta.
No podemos imaginar esas dolencias que se llaman idiopáticas y son de origen espontáneo, pero sabemos instintivamente que tiene que haber algo más, alguna debilidad oculta que ellas explotan. Es imposible pensar que surgen por azar, es insufrible pensarlo.
Nedra llegó a la calle. Estaba inquieta, como si el aire que había estado respirando, la copa de la que había bebido estuviesen contaminados. ¿Qué sabemos realmente de todo esto?, pensó. Había tocado la pierna de Peter. Le pareció que tenía la garganta un poco inflamada. Tendría que vigilarse para ver si aparecían indicios infrecuentes. Insensato, pensó, indigno. Al fin y al cabo, los hijos de Peter vivían en el mismo apartamento, su mujer dormía en la misma alcoba. Pasó por delante de farmacias abarrotadas, al fondo de las cuales trabajaban farmacéuticos. Cosméticos, medicamentos, inhaladores para el asma: vio su imagen reflejada entre ellos, los objetos sagrados que curaban, restituían la felicidad. Y en algún lugar, arriba, tal vez durmiendo ahora o postrado en lo que aparentaba ser sueño, estaba la víctima con la que todos los remedios y las curas eran vanos.
¿Es la enfermedad un accidente, o es una especie de elección, del mismo modo en que el amor lo es: escondido, involuntario, pero cierto como una huella dactilar? ¿Morimos a causa de algún acto de volición, aunque no la entendamos?
—Ven a verle otra vez —le había dicho Catherine.
Un mes más tarde él estaba peor, había vuelto al hospital. Su familia había perdido la esperanza; estaban aguardando el fin. El clima era ya caluroso. Muerte en verano, en una ciudad macilenta de la que todo el mundo quería huir, muerte sin sentido, sin aire.
Resistió seis semanas. Era demasiado fuerte para morir.
El médico que entró formaba parte de su rutina.
—Bueno, ¿cómo se encuentra hoy? —preguntó.
—Dicen que estoy bien —acertó a decir Peter.
—¿Pero usted qué dice?
—No puedo disentir del mundo entero, ¿no?
El médico le palpó el abdomen, las piernas.
—¿Se siente muy incómodo?
—No.
—¿Pero le duele?
—Me duele muchísimo.
—Es usted un tipo duro, Peter.
—Sí.
Quería salir del hospital e ir a su casa junto al océano. Su vida era ahora una serie de incidentes menudos; había perdido toda perspectiva. Tenía una ambición, dijo, una sola meta. Apenas podía moverse, no podía doblar los brazos ni las piernas, y tenía las articulaciones tan hinchadas como las de Tutankamon. Había jurado caminar hasta el mar.
—Lo harás, querido —dijo su mujer.
—Lo digo en serio —le dijo él.
—Ya lo sé.
Él volvió la cabeza hacia la pared.
En septiembre le llevaron en coche a Amagansett. No hay mes más hermoso allí. Los días vierten su calor y por las mañanas se huele el otoño. La casa era de veraneo; en invierno estaba siempre cerrada. Las paredes eran delgadas. Era como adentrarse en el mar en una frágil barca; el primer frío, las primeras tempestades la desarmarían.
Yacía acostado en el piso de arriba. La habitación estaba orientada al este, hacia el vasto Atlántico. Bajo sus ventanas, una enfermera de uniforme blanco tomaba el sol en el césped.
Había muchas discusiones ahora; a cada hora del día había una riña. Por debajo de estas disputas había agravios más hondos. Acusaba a su mujer de abandonarle, de darle por muerto.
—Se ha portado de maravilla —le confesó a Nedra—, como un ángel, pocas mujeres hubiesen hecho lo que ella, pero ahora quiere irse, quiere irse a la ciudad a descansar unos días, ahora que la necesito. Y unos días… sé lo que significan. ¿Cómo está Viri?
Apenas prestó atención a la respuesta. Viri leía biografías, tenía tres o cuatro a su lado en la mesilla: Tolstoi, Cocteau, George Sand.
—¿Cómo está Franca? —preguntó—. ¿Y Danny?
Él le contaba historias de su familia, le hablaba de cosas de las que nunca le había hablado antes, de la primera esposa a la que escribía algunas veces, de su hermana, de los planes que tenía para el invierno.
Cenaron en su habitación. Su amigo John Veroet, con quien pescaba a menudo, había preparado la cena. Comieron sobre un mantel rosa. Vasos brillantes, servilletas rígidas, un fuego de leña, el frío del atardecer en las ventanas. Peter estaba en la cama con el pelo peinado y el cuello de la camisa abierto. Fue una cena deliciosa, festiva, perversa, como una cena de Año Nuevo en St. Moritz en que el anfitrión se había, por desgracia, roto una pierna.
Él no comió nada. Llevaba casi una semana sin poder comer; no le entraba. Sólo un poco de yogur, de té. Hablaba con ellos incorporado sobre almohadas.
—¿Qué obras buenas hay, John? —preguntó.
Veroet comía los guisantes nuevos, mezclados con setas, que había guisado él mismo. Era un hombre corpulento y con una lengua ácida. Hacía críticas de teatro. Era propietario de una pequeña casa. Su mujer y su amante eran amigas.
—No hay ninguna —dijo finalmente.
—Oh, vamos. Tiene que haber algo bueno.
—¿Bueno? A ver, ¿qué entiendes tú por bueno? Hay un montón de obras malísimas que la gente cree que son buenas. Dios mío, es una auténtica vergüenza. Todos los años publican las obras de tipos como John Whiting, Bullins, Leonard Melfi, obras que no fue a ver absolutamente nadie, que los críticos condenaron unánimemente, es un delito ponerlas en tapa dura, pero lo hacen y la gente empieza a decir que son obras maestras, clásicos modernos. Luego te enteras de que las están representando en el repertorio de la universidad de Montana, o adaptando para la televisión.
Hablaba para la bandeja. Rara vez miraba a alguien a la cara.
—John, siempre dices lo mismo —dijo su mujer.
—Tú no te metas —dijo él.
—Nadie va a ver tampoco las obras que a ti te gustan —dijo ella.
—La gente fue a ver Marat-Sade, ¿no?
—A ti no te gustó.
—No me gustó, pero no me disgustó.
Bebió un poco de vino. Tenía húmedo el labio superior.
Nedra le preguntó si había oído hablar de Richard Brom.
—¿Brom?
—¿Qué piensa de él? —dijo ella.
—Bueno, no tengo mucho en su contra. No le he visto nunca.
—Creo que es el actor más increíble de nuestra época.
—Tiene usted suerte. La mayoría de las veces vas a verle actuar y acabas en alguna calle de antiguas tintorerías y tiendas de muebles usados. A todos nos interesa lo invisible, pero en este caso se pasan un pelo.
—Él cree en un público comprometido.
—¡Cómo no, cómo no! —exclamó Veroet—. Está cansado del público antiguo, y yo también de formar parte de él. Pero en realidad no existe el teatro no visto, es la negación del teatro mismo. Al final tiene que salir a la luz. Si no sale no es teatro, es otra cosa, vidas recitadas.
—¿Quién es ese Brom? —preguntó Peter.
Nedra comenzó a describírselo. Le habló de sus representaciones, de la fortaleza de su cuerpo, de su inagotable energía. Veroet se había desplomado hacia un costado y estaba durmiendo en la silla junto a la ventana.
—Siempre lo hace —explicó su mujer.
—John, despierta, escucha esto —le llamó Peter—. No me extraña que no encuentres nada interesante en el teatro. ¡Despierta, John! Nedra, no importa, no tiene remedio, sigue…
Los Veroet la llevaron a casa. Eran las once pasadas. Ella les preguntó qué pensaban.
—¿De Peter?
—Sí.
—Puede que viva un mes —dijo Veroet—. O puede que viva cinco años. Hay una mujer en Sag Harbor que tiene lo mismo desde que yo la recuerdo. No tan grave, desde luego. Depende de si ataca a un órgano vital. Esta noche se encontraba muy bien.
—Ha estado estupendo.
—Como en los viejos tiempos —dijo Veroet.
Peter Daro no caminó hasta el mar. Murió en noviembre. En el entierro, su cara dentro del féretro estaba maquillada con cosméticos, como una anciana invencible o como la cara de un payaso.