3

El apartamento de Nedra estaba cerca del Metropolitan. Era el anexo de un edificio y estaba a ras de la calle. Sólo tenía dos habitaciones, pero había un jardín; más que eso, una pared compuesta enteramente de ventanas, como un invernadero. El jardín se había mustiado; estaba seco, las enredaderas eran frágiles, las jardineras de piedra estaban vacías. Pero le daba el sol todo el día, y en el interior, detrás del talud de cristal, Nedra tenía muchas plantas, protegidas, cuidadas. Las bañaba la luz; desprendían exuberancia y sosiego. La puerta del jardín, como la de una casa en Francia, era de hierro pintado, con cristal en la mitad superior. Había una chimenea en el dormitorio y un cuarto de baño estrecho y desastrado. Por las mañanas se sentaba a una mesita, sola, descalza, y dejaba correr la imaginación. El silencio, la luz del sol la envolvían. Comenzó —no en serio, se dijo; era demasiado orgullosa para arriesgarse a un temprano fracaso— a escribir cuentos para niños. Viri había inventado algunos maravillosos. A menudo pensaba en él como lo haría la viuda de un hombre famoso; le veía de nuevo tomando el té por la mañana, fumando con cierta desmaña, y su ligero mal aliento y su pelo ralo únicamente se sumaban al recuerdo. Era tan dependiente, tan tonto. En una época de agitación o penuria, se habría hundido en seguida, pero había tenido la fortuna de vivir siempre en tiempos protegidos, en años de calma. Al rememorarle veía sus manos pequeñas, su camisa azul rayas, su ineficiencia, sus manías. Pero a la hora de inventar cuentos, era exacto y seguro como un hombre que conoce horarios ferroviarios. Comenzaba con frases magníficas, levemente ingeniosas. Sus cuentos eran ligeros pero no frívolos; poseían una claridad extraña, eran como una parte del océano de la que se veía el fondo.

Ella se vio en el espejo. La luz era suave. Un lunar cerca de su mandíbula se había oscurecido. Las arrugas de su cara ya no eran indecisas. Era innegable que parecía más vieja, que aparentaba la edad de alguien a quien se admira pero no se ama. Había realizado su peregrinaje a través de la vanidad, las páginas de revistas, a través de la envidia, hasta un universo más vasto y tranquilo. Al igual que un viajero, tenía muchas cosas que contar, pero otras muchas que nunca podría referir.

A algunas mujeres jóvenes les gustaba hablar con ella, estar en su presencia. La tomaban como confidente. Estaba a gusto con ellas. Había una compañera de trabajo de Franca, Mati, cuyo marido la había abandonado y que se comportaba como si ella hubiese perecido ahogada. Una tarde, Nedra la enseñó a pintarse los ojos. En una hora, tal como Kasine había dicho que se había convertido en una actriz, transformó un rostro feo y derrotado en una especie de Nefertiti capaz de sonreír.

Veía claramente la vida de aquellas jóvenes, cosas invisibles u ocultas para ellas. Y un día conoció a una muchacha japonesa, de huesos pequeños y misteriosa, que había nacido en St. Louis pero era indeleblemente extranjera, un ser totalmente de otro mundo. Era como observar a un animal exótico que come a su manera, que tiene andares propios. Se llamaba Nichi. Iba a verla a menudo y a veces se quedaba dos o tres días. Sus eses eran suaves, dotadas de un secreto oriental. Era grácil como un gato, podía caminar sobre platos sin hacer el menor ruido. Había vivido cinco años con un médico.

—Pero se acabó —dijo—. Un siquiatra, no ejercía, estaba investigando. Un hombre muy inteligente, brillante.

—Pero no os casasteis.

—No. Poco a poco me di cuenta de que… la respuesta no está en la siquiatría. Son extraños, ¿sabes?, tienen ideas muy raras. Ni siquiera quiero decírtelas. Se hará famoso —dijo—. Está escribiendo un libro. Lleva mucho tiempo trabajando en él. Es sobre las curaciones no convencionales. Tiene que ver con la mente, por supuesto, el poder del pensamiento. Ya sabes que hay hombres que pueden hacer lo que nosotros consideramos milagros. Había uno famoso en Brasil; fuimos a verle. Era recepcionista en un hospital, pero después del trabajo recibía a pacientes que venían de todas partes, desde cientos de kilómetros de distancia. Incluso les operaba sin anestesia. Y no sangraban. Es cierto. Hicimos una película.

—No he oído hablar de él.

—Oh, el gobierno lo reprime todo —dijo ella. Hablaba con intensidad, certeza—. Los médicos intentan desmentirle.

—¿Pero cómo trabaja? ¿Qué le dice a un paciente?

—Bueno, yo no hablo español[4], pero les pregunta: «¿Qué te ocurre? ¿Dónde te duele?». Les toca, igual que un ciego lo toca todo, y luego se para y dice: «Es aquí».

—Increíble.

—Les abre con un cuchillo corriente.

—¿Lo esteriliza?

—Un cuchillo de cocina. Yo lo he visto.

Se hipnotizaban mutuamente con la charla y la admiración. Las horas transcurrían lentamente, horas en que la ciudad se hundía en la tarde, horas que les pertenecían a ellas solas. Nedra sentía un interés por Oriente que quizá le había inoculado Jivan, y ahora, en presencia de aquella chica esbelta que aseguraba que tenía nueve sentidos y se quejaba de no tener pechos, se sentía atraída nuevamente. Nichi tenía los dientes pequeños, una dentadura fatal, juraba ella, acababa de pagar al dentista doscientos dólares y aun así le había hecho un precio especial.

—Le dije que cuando estuviese anestesiada podía hacer lo que quisiera.

—¿Y?

—No estoy segura.

Tenía una figura perfecta. Era, como se suele decir tan a menudo, una muñeca. Sus dedos eran flacos, y los de los pies huesudos como las patas de un gorrión. En su apartamento quemaba incienso; su ropa estaba levemente impregnada de ese olor. Era licenciada en sicología, pero aparte de sus estudios no había leído nada. Nedra mencionó a Ouspensky. No, no le conocía. No había leído a Proust, Pavese, Lawrence Durrell.

—¿Qué escribieron? —dijo.

—¿Y a Tolstoi?

—Tolstoi. Creo que he leído algo de él.

Se reunían en el jardín del Museo de Arte Moderno, con la ciudad muda más allá de sus muros. Almorzaban, hablaban. Por debajo de la brillante cabellera negra, llameante al sol, por detrás de sus ojos intensos, por un momento Nedra vio algo que la conmovió profundamente: aquella cosa rara, haber hecho una amiga cuando el corazón ya ha comenzado a cerrarse.

Era como un árbol frutal —pensaba para sí misma—, estéril ya pero todavía fuerte, como los árboles del huerto en pendiente de Marcel-Maas, largo tiempo atrás. Su nombre había aparecido recientemente en la prensa. Tenía una exposición importante, había artículos sobre él. Por fin le reconocían, era lo que había soñado y deseado, las cosas que no pudo decir, los amigos que no había tenido, la aclamación: todo ello se hallaba ahora a los pies de los lienzos que había pintado. Por fin estaba a salvo. Existía, no podía desaparecer. Aquello incluso salvó a su exmujer. Ella formaba parte del triunfo, hacía hecho mutis por el foro antes del último acto, pero hablaría de ello mientras viviera: en cenas, en restaurantes, en las grandes y vacías habitaciones del granero, si todavía lo habitaba.

Iban a verla mujeres jóvenes. Llamadas de teléfono, conversaciones con amigas, una carta ocasional de Viri. Se percataba de que la vida se componía de aquellos guijarros. Le dijo a Nichi que había que someterse a ellos…

—… pisarlos —le dijo—, herirse los pies.

—¿Qué entiendes por guijarros? Creo que lo sé.

—… tumbarte encima de ellos, derrengada. ¿Sabes cómo notas las mejillas calientes por el sol que les ha dado?

—Sí.

—Déjame que te lea la palma de la mano.

La mano era estrecha, sus líneas asombrosamente hondas. Aquella palma parecía desnuda, como la de una mujer de más edad. Trazó las líneas principales. Sentía la inteligencia, la angostura, la inmovilidad de aquellos ojos mates levantados hacia ella, con fascinación y credulidad, pero no lo dio a entender.

—Tu mano está a caballo entre la emoción y el intelecto —dijo—, dividida entre los dos. Eres capaz de verte fríamente, hasta en los períodos en que te riges por las emociones, pero al mismo tiempo eres romántica, te gustaría entregarte totalmente, sin pensarlo. Tu intelecto es fuerte.

—Es la emoción lo que me preocupa.

—¿Que no haya suficiente?

—Sí.

—Hay suficiente. Hay más que de sobra. Oh, sí.

Las dos estaban examinando la palma parva y desnuda.

—Pero eso ya lo sabes —murmuró Nedra. Estaba creando la verdad, ideándola. A su espalda refulgían las plantas y la luz del sol, rasgaban el aire franjas de luz en la que flotaba un polvo luminoso. Ella no respondió, como habría podido: «No, lo cierto es que eres una mujer que nunca estará satisfecha. Buscarás, pero no encontrarás nunca».

Estaba próxima a cosas que eran demasiado poderosas. Intuía un ascendiente sobre aquella joven dócil, era fácil propasarse. De repente comprendió cómo era posible que matase un pinchazo de alfiler en una muñeca.

Se lo dijo a Eve más tarde, como si se tratase de un accidente que había sido evitado.

—Bueno, ¿qué hiciste?

—La llevé a comer a L’Étoile.

¿L’Étoile?

—Me sentí culpable —dijo Nedra—. Por supuesto, me sentí algo menos cuando vi la cuenta. Me costó treinta dólares.

—¿Qué comisteis?

—No sé lo que me impulsa a gastar dinero de ese modo. He combatido ese impulso.

—De cuando en cuando.

Nedra sonrió. Sus dientes eran todavía blancos, los dientes de una mujer que los cuida.

—No, lo he intentado. Por alguna razón me resulta difícil. Sé que voy a morir en la pobreza…

—Nunca.

—… sin un céntimo. Después de haberlo vendido todo, las joyas, las ropas. Vendrán a llevarse los últimos muebles.

—Es imposible imaginar eso.

—Para mí no —dijo Nedra.