5
En otoño —era octubre, un día de viento— fue en automóvil a almorzar con Jivan. El río era de un gris brillante, la luz del sol parecía de escamas.
Jivan se había mudado. Había comprado una casita de piedra al final de un sendero con surcos, un largo camino de entrada que cruzaba un arroyo. Había árboles por doquier, el sol se derramaba entre ellos. Ella vestía un vestido blanco, fresco como fruta.
El brillo de Asia Menor llenó la habitación cuando ella abrió la puerta. Había una mesa de patas plateadas que contenía, como un catálogo, objetos perfectamente inusitados: libros de arte, esculturas, guijarros, boles de cuentas. En la pared había cuadros. Ella se había encargado de la decoración; su huella estaba en todas partes. Las butacas estaban cubiertas de almohadones de hermosos colores: limón, magenta, tabaco.
Jivan avanzó a su encuentro. Con cortesía.
—Nedra —la recibió, extendiendo los brazos.
—Hace un día precioso.
—¿Cómo está tu familia?
—Todos bien.
Había un hombre sentado en silencio, con un traje de hombre de negocios, a quien ella no había visto.
—Te presento a André Orlosky —dijo Jivan.
Una tez pálida y mandíbula prominente. Llevaba gafas de montura dorada, y también un chaleco. Había una extraña discordancia entre su persona y su ropa, como si se hubiera vestido para una fotografía o como si el traje fuese prestado. Una cara impasible, la cara de un fanático.
—André es poeta.
—Acabo de llevar a uno en mi coche —dijo Nedra. Había visto a un hombre de pelo blanco trotando por la carretera—. «¿Adónde va?» —le había preguntado ella, reduciendo la velocidad. Él se lo dijo. Era como una milla más lejos. Trabajaba allí de jardinero. ¿Y por qué corría? Vivía en Nanuet; venía corriendo desde allí—. Era viejo, pero tenía una cara maravillosa, toda tostada.
—Y piernas muy fuertes.
—Era interesante, en serio. Californiano. Me ha recitado uno de sus poemas. Sobre astronautas. No era gran cosa —admitió.
Jivan le llevó un vaso de vino.
—Lo que admiro es su valor —dijo Nedra. Sonrió con aquella sonrisa fulgurante y amplia. Miró a André—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Jivan.
—Nos vamos a Europa —anunció ella.
—¿Cuándo? —dijo él, un poco débilmente.
—Vamos a París, la primavera que viene, espero.
—La primavera que viene.
—Alquilaremos un coche para hacer un recorrido. Quiero verlo todo.
—¿Cuánto tiempo estaréis?
—Tres semanas, por lo menos. Quiero ir a Chartres y al Mont-Saint-Michel. Al fin y al cabo, es la primera vez.
—Pero Viri ya ha estado.
—Eso dice.
—André conoce Europa.
—¿Es cierto?
—Estudié de niño allí —dijo André. Tuvo que carraspear.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Cerca de Ginebra.
—Es curioso —dijo Jivan—. No tengo ninguna gana de ir a Europa. Me gustaría ir a ver a mi madre, pero para mí este es el país de las maravillas. Haya lo que haya en Europa, aquí hay más.
—Pero tú ya has estado —señaló Nedra.
—Ya lo verás.
Ella tomó un sorbo de vino. Jivan había servido una primorosa comida fría. Servía mientras hablaban.
—Europa… —continuó.
—Vale ya —dijo ella.
—¿No quieres más carne?
—Vale ya de Europa. No quiero que lo estropees. —Abrió su servilleta y aceptó un plato—. Me encanta almorzar —dijo—. Es tan agradable comer con amigos.
—Eso es verdad —dijo André.
—Pero la gente es suspicaz al respecto.
Él hizo un vago movimiento de cabeza.
—¿Vives en la ciudad? —preguntó ella.
—Sí.
En la ciudad y solo. Era muy interesante para ella, dijo Nedra, la idea de vivir sola. ¿Cómo era?
—Un lujo —dijo André.
—Te acostumbras —añadió Jivan.
—Depende mucho de a quién se lo preguntas, ¿no? —dijo ella.
—Si no tienes una mujer tienes que tener alguna otra pasión —dijo Jivan—. Una cosa u otra.
—Pero no las dos —murmuró André.
Hablaba poco y con voz suave, casi con indiferencia. Comía muy poco. En vez de comer, fumaba un cigarrillo y bebía vino. El aroma de tabaco en la habitación iluminada por el sol era tenue y delicioso. Jivan sacó platillos de uvas confitadas que le había enviado su madre, y junto a ellos puso cucharillas plateadas. Sirvió el café. El cigarro del poeta azulaba el aire.
—¿Qué has escrito? —preguntó Nedra.
—Esos huuesos en la caama —deletreó él.
—¿Es un poema?
—Un poema y un libro.
Ella dio un sorbo de café.
—Me encantaría leerlo —dijo. Le gustaba cómo iba vestido André, como un hombre de negocios. Con la taza en la mano, la claridad de su voz, la blancura de su vestido, sus movimientos, sus sonrisas, ella era el centro de la habitación. Debajo de su brillo, las mujeres poseen un poder, al igual que las estrellas poseen gravedad. En el fondo de su taza reposaba el limo cálido, suntuoso.
—¿Más café? —preguntó Jivan.
—Por favor.
Sirvió el líquido negro como lo había hecho tantas veces, turco, denso, no hacía ningún ruido.
—¿Sabes? En todo el tiempo que he vivido en América, que para mí es como un día largo —dijo—, no he conseguido que me guste el café. Ni amigos. He hecho muy pocos amigos.
—Has hecho muchísimos.
—No. Conozco a todo el mundo, pero no son amigos. Un amigo es alguien con quien puedes hablar de verdad… llorar, si hace falta. Tengo muy pocos. Uno.
—Más de uno.
—No.
—Bueno —dijo Nedra—. Creo que los encuentras cuando los necesitas.
—Eres tan americana. Crees que todo es posible, que todo llegará. Yo pienso distinto.
Era como un vendedor que ha perdido un contrato. Había cierta resignación en él; tenía el mismo aspecto, hacía los mismos gestos, pero su energía había desaparecido. Al lado de él, pensativo, como un estudiante de la divinidad, un saltador de pértiga —no podía caracterizarle, le habría gustado contemplarle y memorizar su rostro—, estaba sentado un hombre de… —trató de adivinar— ¿treinta y dos, treinta y cuatro años? Sus miradas se cruzaron brevemente. Ella se sabía hermosa —su cuello, su amplia boca—, lo notaba como se nota la fortaleza propia. Había estado nadando sin rumbo, resignada a perderse en el mar, y de repente estaba almorzando en una habitación iluminada cuya luz relucía de cuando en cuando en los vasos.
Cuando se marchó, Jivan la acompañó fuera.
—Ha sido como los almuerzos que hacíamos —dijo ella.
—Sí. Parecido.
—Me gusta tu amigo.
—Nedra, tengo que verte.
—Bueno, ¿no ha sido muy agradable?
—Te echo en falta horriblemente.
Ella le miró. Vio sus ojos negros, inciertos. Le besó en la mejilla.
Condujo el coche a través de la luz de otoño. Los caballos que rebasó estaban en paz, vagaban, bañados por un día más resplandeciente que cualquier otro del año. Los árboles, sensitivos, destilaban calma. La hondura del cielo parecía infinita, hirviente de luz.
Se sentó a leer en la butaca blanca. Ciudades abandonadas muy arriba del Amazonas, ciudades con palacios de ópera, grandes barcos europeos encallados en el verde. Se imaginó viajando a aquellos parajes, huésped de los viejos hoteles. Caminaba en la mañana temprano cuando las calles estaban frescas, y sus talones herían el pavimento como aplausos. La ciudad era gris y plata, el río, oscuro. Antes de cenar, se arreglaba sentada ante espejos que nunca habían visto su cara. Había automóviles sin neumáticos circulando por las vías del ferrocarril, aceras de mosaico, putas como Eve a los veinte años en la penumbra de los cafés. Volaba a Brasil como viaja la luz, como las palabras de una canción llegan al alma. Llevaba el vestido blanco que había llevado durante el almuerzo, y se había quitado los zapatos. Se acercaba el invierno de ese año, el invierno de su vida. Allí era verano. Atravesabas una línea invisible y todo se transformaba. Caía el sol, los brazos estaban bronceados. Ella era una mujer de un país lejano, en parte ya leyenda, ignoto.
Estaba abismada en las fantasías que se desplegaban ante ella; la saciaban. A las cuatro de la tarde, apagado, como el timbrazo que anuncia el intermedio de un concierto, sonó el teléfono. Se levantó para contestarlo.
—¿Nedra?
Ella reconoció la voz al instante.
—Sí.
—Soy André Orlosky.