7
Fue un día soleado y frío, el día en que, seis años antes, sus padres habían muerto. Estaba sentado ante su escritorio. Los dos delineantes estaban trabajando frente a sus tableros. En la habitación reinaba el silencio, y eso disparó sus pensamientos; de repente había calma. Su padre y su madre yacían bajo tierra, parda como las reliquias de santos, las ropas del entierro se estaban pudriendo. Tenía treinta y dos años y estaba solo en el mundo. Sueños y trabajo.
¿He dicho que era un hombre de talento menor? Había nacido después de una guerra y antes de otra, en 1928, de hecho, un año de crisis, un año en la senda del siglo. Había nacido sin tener en cuenta la época, como todo el mundo; el hospital ya no existe, el médico se ha jubilado, se ha trasladado al sur.
Creía en la grandeza. Creía en ella como en una virtud, como si pudiese alcanzarla. Era sensible a las vidas que poseían, por debajo de la superficie, como una roca o una sombra enormes, una gloria que sería descubierta, que afloraría algún día. Tenía buen ojo y un criterio justo para apreciar la valía del trabajo ajeno. Por el suyo propio profesaba un moderado respeto. En su fe, en lo más profundo de sus ilusiones, estaba la estructura que aparecería en las fotografías de su tiempo, el edificio célebre que él había creado y que nada, ni la crítica, ni la envidia, ni la demolición siquiera, podría alterar.
No hablaba de esto con nadie, por supuesto, salvo con Nedra. El tema se volvía cada vez más invisible con el paso de los años. Desaparecía de su conversación, aunque no de su vida. Perduraría siempre, hasta el final, como un gran barco que se oxida en la distancia.
Era apreciado. Habría preferido que le odiaran.
—Soy demasiado blando —dijo.
—Es tu modo de ser —le dijo Nedra—. Tienes que usarlo.
Él respetaba las ideas de ella. Sí, pensó, tengo que seguir. Tengo que construir un edificio, aunque sea pequeño, que todo el mundo vea. Luego uno más grande. Debo ascender paso a paso.
Un día perfecto comienza por la muerte, por la apariencia de la muerte, de una honda capitulación. El cuerpo está flojo, el alma se ha expandido, todo fortaleza, incluso aliento. No existe la facultad del bien o del mal, la luminosa superficie de otro mundo está cerca, envolvente, las ramas de los árboles tiemblan fuera. Por las mañanas él despierta despacio, como si el sol le tocara las piernas. Está solo. Huele a café. El pelaje tabaco de su perro absorbe la luz ardiente.
Para que el día se despliegue tiene que esconder en su firmamento azul, en su inmensidad, la conspiración en la que él vive, esconderla pero abarcarla, invisible, como las estrellas ocultas en el cielo diurno.
Quería una cosa, la posibilidad de ella: ser famoso. Quería ser crucial para la familia humana, ¿qué otra cosa se puede anhelar, qué otra esperanza? Caminaba ya modestamente por las calles, como a sabiendas de lo que se avecinaba. No tenía nada. Tenía tan sólo el bagaje escrupulosamente programado de la vida burguesa, el cráneo que empezaba a asomarle por debajo del pelo, sus manos inmaculadas. Y el conocimiento, sí, tenía el conocimiento. La Sagrada Familia le era tan familiar como el establo a un granjero, las «nuevas ciudades» de Francia e Inglaterra, catedrales, dovelas, cornisas, claves. Conocía la vida de Alberti, de Christopher Wren. Sabía que Sullivan era hijo de un profesor de baile, Breuer, médico en Hungría. Pero el conocimiento no te protege. La vida desprecia el conocimiento; le obliga a esperar sentado en la antesala, a esperar fuera. Pasión, energía, mentiras: eso es lo que la vida admira. Todo es soportable, empero, si la humanidad entera observa. Lo demuestran los mártires. Vivimos dentro de la atención ajena. Nos volvemos hacia ella como flores hacia el sol.
No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos pierda entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños… hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Pues cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es despilfarrar nuestra vida…
Él no era él mismo, en cierto modo. La radio que sonaba débilmente cerca del tablero de los delineantes constituía una distracción extraña. No podía pensar, erraba, a la deriva.
Arnaud pasó por allí al final de la tarde. Se sentó sin desabrocharse el abrigo. Parecía un vinatero, un terrateniente.
—¿Algo va mal?
—Sólo estaba pensando —murmuró Viri.
—Hoy he almorzado en The Toque.
—¿Estaba bueno?
—Estoy engordando muchísimo —se quejó Arnaud—. Almorzar no es comer, es una profesión. Te ocupa toda la vida. He almorzado con una chica muy agradable. No la conoces.
—¿Quién es?
—Ha sido tan… inesperado todo lo que decía. Estudió en un convento. Los colchones eran de paja.
—¿Eso es inesperado?
—Ya sabes, hay una clase de educación, de crianza, que es ruinosa, pero si sobrevives a ella es lo mejor del mundo. Es como haber sido heroinómano o ladrón. Intentamos salvar a demasiada gente, eso es lo malo. La salvas, pero ¿qué has conseguido?
—Dime más cosas que ha dicho.
—No sólo era lo que decía. Ha comido, y es lo que me ha gustado de ella, ha comido tanto como yo. Éramos como dos campesinos cerrando un trato. Pan, pescado, vino, de todo. He empezado a mirarla como si ella fuera el plato siguiente. Y es una de esas chicas que rellenan totalmente su ropa. Era… ¿sabes cómo hacen esas empanadas de ternera y jamón en Inglaterra?
—Una chica en croûte. Y lo más interesante de todo: es coja.
—¿Coja?
—¿Sí?
—No camina muy bien. Cojea. No es nada corriente. Una mujer coja… Louise de La Valliére era coja. Louise de Vilmorin también. Tenía tuberculosis de cadera.
—Creo que sí. Algo también muy bonito es una mujer ligeramente bizca.
—¿Bizca?
—Un poquito. Y los dientes. La mala dentadura.
—¿Te gustan esas tres cosas?
—No, no, claro que no —dijo Arnaud—. No en la misma mujer. No se puede tener todo.
Había algo oculto en su expresión, la sonrisa de alguien que no va a revelarlo.
—Es terrible —suspiró.
—¿Qué?
—No puedo hacerle esto a Eve. No puedo serle infiel por una…
—Pierna coja.
—Es que no está bien —dijo Arnaud—. Quiero decir, ella guisa para mí. Tiene un sentido del humor maravilloso.
—Y no tiene los dientes muy bien.
—Son pasables. No los tiene demasiado mal.
Se removió ligeramente en la silla y buscó otra postura. La ropa le quedaba algo apretada.
—Es tan fácil extraviarse —dijo—. Eve es buena para mí.
—Te quiere.
—Sí.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Miró alrededor, como buscando algo que le implicara—. Yo quiero a todo el mundo. A tus hijas las quiero, Viri. Hablo en serio.
—Bueno, es recíproco.
—Tengo celos de ellas. Celos de tu vida. Es una vida razonable. Es armoniosa, es lo que intento decir y, lo más importante, está íntimamente relacionada con el futuro a causa de tus hijas. O sea, estoy seguro de que te das cuenta, de la trascendencia que eso da a cada día.
—¿Por qué no tienes hijos?
—Sí. Bueno, en primer lugar, digamos, necesito una esposa. Y, por desgracia, tú también tienes la que a mí me gusta. Nedra no tiene una hermana, ¿verdad?
—No.
—Qué lástima. Me gustaría casarme con su hermana. Sería realmente un acto de adulterio. —Su voz no era insultante—. No, tienes mucha suerte —dijo—. Pero tú lo sabes. Bueno, si sucediera algo…
Viri sonrió.
—No, lo digo en serio. Si te ocurriera algo… yo me ocuparía de tu mujer, tus hijas. Seguiría queriéndolas en tu lugar.
—No creo que vaya a suceder nada.
—Bueno, nunca se sabe —dijo Arnaud, alegremente.
—Oye —dijo Viri—, ¿por qué no vienes a cenar este fin de semana?
—Estupendo.
—Tú y Eve.
—Me olvidaba de algo —dijo Arnaud de pronto. Buscaba en su bolsillo—. Tengo un regalo para Franca. Lo compré en Azuma, es una sortija en forma de rana.
—¿Por qué no se la das tú?
—No, llévatela. Quiero que la tenga esta noche.
—Le diré que es de tu parte.
—Dile que es de parte de Yassir Rashid, el rey del desierto. Dile que la enseñe, si alguna vez está en peligro, y estará a salvo en medio de las tribus.
—Escucha, Yassir, ¿qué te parece un dedo de whisky antes de irte?
—Hay cosas en el desierto que no pueden esconderse —dijo Arnaud—. Un camello, humo y… ¿sabes una cosa? Vemos demasiadas películas.
—¿Con hielo? —preguntó Viri.
—Matan la imaginación. Tú has oído hablar de narradores ciegos. Los mitos nacen en la oscuridad. El cine no puede crearlos. ¿Te he hablado de la chica con la que he almorzado? Era realmente maja. Verás, en un sentido ella es así. No puede bailar. Por eso la gracia auténtica, la música de verdad la lleva dentro.
Había atardecido. La luz se había ido. Fuera, la calle retemblaba de autobuses, de enormes automóviles que huían. A lo largo del río se extendía una procesión inacabable a la que Viri se sumaría. Avanzaría con ella, con las piernas cansadas aunque no había andado, con un ligero dolor en el cuello, volvería solo a casa, escuchando la continua repetición del noticiario.