7

Navidad. Tom, el viejo portero, bebiendo como siempre. Tenía la cara flaca y una oreja ulcerosa. Un hombre honrado, con botellas escondidas en el sótano, detrás del armario de los fusibles. Dio un brinco hacia atrás cuando Viri intentó entregarle un sobre que contenía algún dinero.

—¿Qué es esto? —exclamó—. No, no.

—Es una menudencia para las Navidades.

—Oh, no. —No se había afeitado—. Para mí no. No, no.

Parecía al borde de las lágrimas.

Los delineantes encorvados sobre sus mesas preveían sus aguinaldos. Los comercios refulgían. Oscurecía antes de las cinco.

Aparcado debajo de una señal de prohibición absoluta, Viri subió corriendo las escaleras del teatro para comprar entradas para Cascanueces. Era un ritual; lo veían todos los años. Franca iba a clases de ballet en la escuela de Balanchine. Tenía la calma y la gracia para ser bailarina, pero no la determinación. Era la más joven de la clase, las alumnas levantaban al unísono las piernas al oír las órdenes impartidas secamente, la escuela estaba más arriba de Broadway, encima de un Schrafft melancólico.

Crepúsculo en la ciudad, tráfico, los autobuses derramando luz, reflejos en ventanas, en tiendas de óptica. Hacía un frío cortante, era un mundo lleno de viandantes desfilando por delante de quioscos de periódicos, drugstores baratos, muchachas en Rolls-Royce, con la cara iluminada por el salpicadero.

Recorían Broadway estacionando junto a bocas de riego mientras Viri entraba a comprar una sola botella de vino y pagaba con un cheque, o cuñas planas y blancas de Brie, blando como gachas: nada en abundancia, nada almacenado. Era la calle natural para ellos, su bulevar, no veían su fealdad. Fueron a Zabar, a Maryland Market. Había sitios para todo, lo habían descubierto en los días de recién casados en que vivían cerca.

La radio estaba encendida, al igual que las luces de aparcamiento. Nedra, en su asiento, se giraba para hablar con las niñas mientras en la tienda Viri avanzaba lentamente hasta el principio de la cola. Veían sus gestos por la ventanilla, casi distinguían sus palabras. La chica con quien hablaba era hosca y precipitada; cogía pasteles con un cuadrado de papel encerado en la mano.

—Hable más alto —dijo ella.

—Sí. ¿De qué son esos?

—De albaricoque.

—Ah —logró decir él.

La boca de la chica era amplia y uniforme. Aguardaba. Él sucumbió a una súbita punzada de mutismo, de desesperanza. Ante él, como de una hermana zafia, tenía una última imagen de Kaya. Sus pechos le acobardaban.

—¿Y bien?

—Ponga dos de esos.

Ella no le miró; no tenía tiempo. Cuando él cogió el paquete que ella depositó ante él, ella ya estaba hablando con otro cliente.

El interior del coche estaba caldeado, estaban bromeando, olía al perfume que Nedra dejaba probar a las niñas. Cruzaron calles residenciales para evitar el tráfico, callejuelas, vías poco usadas, hasta llegar al puente. Y luego, en la tarde invernal, las niñas se callaron, estaban en casa.

Nedra preparaba té en la cocina. El fuego estaba encendido, el perro tumbado con la cabeza entre las patas.

Nedra adoraba las Navidades. Tenía una idea fantástica para hacer tarjetas: haría rosas de papel, rosas de todos los tonos, y las mandaría en cajas individuales. Extendió el papel encima de la mesa —esta no, esta tampoco, decía— para encontrar piezas que le gustasen, ¡ah, esta! Reinaba en la casa una excitación casi teatral. Desde hacía días, esparcidos por alféizares y mesas en las habitaciones que ella prefería, había cuentas, papel de colores, hilos, piñas pintadas de oropel. Era como un estudio: la profusión te inundaba, te cortaba la respiración.

Viri estaba haciendo un calendario de Adviento. Era tarde, como de costumbre; ya había transcurrido una semana de diciembre. Había hecho una ciudad entera, un cielo oscuro como cojines de terciopelo, estrellas recortadas con una cuchilla, humo que se alzaba de chimeneas y se perdía en la noche, una ciudad que era un compendio de patios escondidos, balcones, aleros. Era una ciudad como Bath, como Praga, una ciudad vislumbrada a través del ojo de una cerradura, calles que tenían escaleras, cúpulas como el sol. Dentro de cada ventana abierta —eso parecía— había un cuadro. Nedra le había dado un sobre lleno, pero él había encontrado otros. Algunos eran habitaciones reales. Había animales sentados en sillas, pájaros, barcazas, topos y zorros, insectos, Boticellis. Cada uno estaba pulcramente en su sitio, y en secreto —las niñas no estaban autorizadas a acercarse—, y con la minuciosa fachada de la ciudad pegada encima. Había detalles que sólo Franca y Danny reconocerían: los nombres en letreros de calles, cortinas en el interior de ciertas ventanas, el número de una casa. Viri les estaba construyendo su vida, con su caparazón extraordinario, sus senderos, sus delicias, una vida de colores mudos, de lógica y de sorpresa. Entrabas en ella como quien entra en un país extranjero; era extraño, apabullante, había cosas que amabas al instante.

—Por el amor de Dios, Viri, ¿todavía no has terminado?

—Ven a ver —insistió él.

Ella se colocó al lado de su hombro.

—Oh, es absolutamente fabuloso. Es como un libro, un libro de fábulas.

—Mira esto.

—¿Qué es? Un palacio.

—Es una sección de la Ópera.

—En París.

—Sí.

—Es precioso.

—Mira, las puertas se abren.

—Ábrelas. ¿Qué hay dentro?

—No lo adivinarías nunca. El Titanic.

—No, qué dices.

—Hundiéndose.

—Estás loco.

—La cosa es si ellas sabrán qué es.

—No hace falta saberlo, ya se ve lo que es —dijo Nedra—. ¿Y esas otras cosas?

Era tarde. Estaba cansado.

A Danny le había comprado un oso, un oso enorme sobre ruedas, con un collar y un arito en el hombro que, cuando tirabas de él, el animal gruñía. ¡Menuda cara tenía! Era todos los osos rusos, los osos de circo, los que robaban miel de un árbol. Era un regalo que hacen a los niños ricos y del que ellos se olvidan al día siguiente, el regalo que uno recuerda toda la vida. Le costó cincuenta dólares. Viri lo había llevado a casa en el maletero del coche.

El día de Nochebuena fue frío y ventoso. Oscureció temprano y los coches formaban largas colas en todas las carreteras. Viri llegó tarde con los últimos paquetes, brandy, los puros de Nedra. La nieve del suelo lo iluminaba todo. Sonaba música; Hadji correteaba ladrando de una habitación a otra.

—¿Qué le pasa?

—Está excitado —le dijeron.

—He estado pensando en él. No le hemos comprado nada.

—Yo le he comprado algo —dijo Nedra.

—Creo que deberíamos hacer una función sobre él.

—¿Qué? —gritaron las niñas—. ¿Cómo?

—Sobre que se enamora. De un sapo.

—¡Oh, papá! —dijo Franca.

—¡Oh, chupi!

En el camino de entrada, Jivan, con los brazos llenos de regalos, pasaba por delante de las ventanas iluminadas. Vislumbró estanterías blancas, a niñas cuyas voces no llegaba a oír, a Nedra sonriendo.

Se sentaron junto al fuego mientras Viri leía Las Navidades de un niño en Gales, un mar de palabras que le mojaba la boca, un mar sin límites. Ellas estaban en trance, deslumbradas por los sonidos mismos. Fluía serena la voz del narrador. La cabeza posada del perro formaba un triángulo, como la de una serpiente, en la rodilla de Viri. En el silencio que siguió soñaban, la leña depositaba suavemente coágulos de ascuas blancas sobre las cenizas, el frío en las ventanas, la casa repleta de brillantes sorpresas.

Jivan guardaba silencio, se sentía como un invitado. Su amante era intocable. Estaba enfrascada en el ritual y sus tareas. Él era celoso, pero no lo mostraba. Eran valiosísimas para ella, aquellas cosas: constituían su esencia. Eran ellas la causa de que valiera la pena robar a Nedra.

No hubo cena; estaban demasiado atareados con los detalles de última hora. Viri y Nedra trabajaban juntos, Jivan les ayudaba y las niñas envolvían regalos en sus habitaciones. Las luces permanecieron encendidas hasta después de medianoche. Era una gran celebración, la más grande del año.

Nedra había cambiado las sábanas. Se fueron a la cama satisfechos. El sentido que Viri tenía del orden estaba saciado. Ella estaba cansada, colmada.

—Ha sido muy bonita tu lectura esta noche —dijo ella.

—¿Tú crees?

—Sí, les he estado observando la cara.

—Les ha gustado, ¿verdad?

—Les ha encantado. Y a Jivan también.

—Era la primera vez que oía el cuento —dijo Viri.

—¿Ah, sí?

—Me lo ha dicho él. Pero tienes razón, le ha gustado. Creo que le ha gustado horrores. Ya sabes que lee muchísimo.

—Ya sé.

—Es más profundo de lo que parece —dijo Viri—. Es lo interesante de él.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, le conozco bastante bien. En realidad oculta algo.

—¿Qué crees que es? —preguntó Nedra.

—Es una palabra que incluye tantas cosas, realmente no expresa lo que quiero decir, pero creo que oculta amor. Por amor entiendo una especie de sensibilidad. Él es nómada, ha tenido que luchar. ¿Sabes?, parece que no tenemos nada en común y, sin embargo, en cierto sentido sí lo tenemos.

—Yo creo que sí.

—Yo estoy seguro —dijo Viri—. Hay algo, aunque estemos en niveles totalmente distintos.

—Es tan difícil entender de verdad esas cosas —dijo ella.

Se durmieron. La casa estaba a oscuras, las habitaciones eran fantasmales. El fuego se había apagado, el perro dormía, el frío caía sobre el tejado en frágiles motas blancas.

La mañana de Navidad fue clara, el viento seguía soplando, las ramas crujían. Franca recibió una cámara Polaroid y lanzó un chillido de puro júbilo al desenvolverla; estuvo a punto de llorar. Se sacaron fotos mutuamente, de las habitaciones, del árbol. Por la tarde hicieron una fiesta, una fiesta muy pequeña, con una invitada cada una. Franca invitó a una niña que había conocido en la escuela y Danny invitó a Leslie Dahlander. Hubo una búsqueda del tesoro, helados, y encendieron con fuego de verdad las velas del árbol, un árbol enorme plantado junto a la ventana, tupido como la piel de un oso, con pájaros en las ramas, bolas plateadas, espejos, ángeles, un árbol con un pueblo de madera anidado debajo y en lo alto una estrella de diez puntas comprada en Bonnier.

La función no podía empezar hasta que se hubieran visto todos los regalos, las gallinas, las fotos, los huevos navideños. Entonces apareció Viri disfrazado de profesor Ganges, con bigote y un frac antiguo. Parloteó, inescrutable, ejecutó varios trucos. Había nueve revistas extendidas en tres hileras en el suelo. Él saldría de la habitación y, al volver, les diría cuál habían retirado. Nedra era su cómplice; tocaba las revistas con un bastón: «¿Es esta? —preguntaba—, ¿es esta otra?».

—Ahora voy a deciros un truco que hace mi maestro: puede estar debajo del agua siete minutos, puede memorizar un libro de una ojeada. De una baraja normal, te invita a que pienses una carta, simplemente pensarla, y él las tira todas contra la ventana. Se esparcen y caen, pero una carta se queda pegada al cristal. Es la que has pensado. Él dice: bien, ahora vete a despegarla del cristal y tú vas y cuando extiendes la mano para cogerla ¡descubres que está por la parte de afuera del cristal! ¿Os gustaría ver eso?

—¡Sí, sí! —gritaron.

—El año que viene —dijo él; hizo una reverencia al estilo oriental, y salió del cuarto.

—¡Enséñanos! —gritaban ellas—. ¡Profesor! ¡Enséñanos!

¡Qué fiesta! Hubo un torneo de aullidos, un juego de tijeras, lanzamiento de monedas al agua y de cartas a un sombrero. Al atardecer, estaba nevando. La nieve caía sobre los silenciosos almacenes de madera a lo largo del río, sobre las desiertas carreteras navideñas.

Además del oso, Danny recibió una radio, unas botas de montar, un magnífico libro de Larousse sobre la vida de los animales. A Franca le regalaron una guitarra y una caja de acuarelas inglesas. Escribió en su diario: La Navidad más bella hasta ahora. Incluso ha nevado. Todos mis regalos han sido un éxito. La fiesta ha sido fantástica. Me gusta de veras Avril Coffman. Es muy lista. Ha resuelto el problema del cubo mágico antes que ninguna. Tiene un pelo genial. Larguísimo. Como Danny, la puerca (es lo que es), no quería salir a dar la comida a la poni, he ido yo. Tengo la madre mejor que hay en el mundo.