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Era judío, un judío de lo más elegante y romántico, con un asomo de fatiga en sus facciones, los rasgos inteligentes que todo el mundo envidiaba, y el cabello seco, las ropas extrañamente raídas: es decir, claramente descuidadas, un botón que falta, una mancha en el borde de un puño, el ligero mal aliento, como el de un familiar que ya no se encuentra bien. Era bajo. Tenía las manos blandas y ningún sentido del dinero, prácticamente ninguno. En eso era un albino, un fenómeno anormal. Un judío sin dinero es como un perro sin dientes. El apremio de dinero sí, lo conoció a menudo, pero su aparición era puramente fortuita, como la lluvia, que cae o no cae. Él era ajeno a todo instinto auténtico.

Sus amigos eran Arnaud, Peter, Larry Vern. Todos los amigos lo eran de un modo distinto. Arnaud era su amigo más íntimo; Peter, el más antiguo.

Se demoró delante del mostrador, examinando rollos de tela de colores.

—¿Le hemos hecho camisas antes, señor? —preguntó una voz, una voz segura de sí misma, inmensamente juiciosa.

—¿Es usted el señor…?

—Conrad.

—El señor Daro me ha dado su nombre —dijo Viri.

—¿Cómo está el señor Daro?

—Le recomendó a usted vivamente.

El dependiente asintió. Sonrió a Viri, la sonrisa de un colega.

Tres de la tarde. Las mesas de los restaurantes se han vaciado, el día ha empezado a apagarse. Todo está en calma, aparte de unas cuantas mujeres que merodean por los muestrarios más distantes del comercio. Conrad tiene un ligero acento que al principio es difícil situar. No se trataba tanto de un acento extranjero como de algo un poco especial, un sello de modales impecables. De hecho, era vienés. Había en ello una sabiduría profunda, la de un hombre que sabía ser discreto, que cenaba solo, sensata, incluso frugalmente, y que leía el periódico página por página. Tenía las uñas cuidadas y la barbilla bien afeitada.

—El señor Daro es un hombre muy simpático —dijo, mientras recibía el abrigo de Viri y lo colgaba con cuidado cerca del espejo—. Tiene una característica infrecuente. Su medida de cuello es diecisiete y medio.

—¿Es ancho eso?

—De los hombros para arriba, podría ser un boxeador.

—Tiene la nariz demasiado fina.

—De los hombros para arriba y del mentón para abajo —dijo Conrad. Estaba tomando las medidas de Viri con delicadeza y atención femeninas, la longitud de cada brazo, el pecho, la cintura, la circunferencia de las muñecas. Anotaba cada cifra en un tarjetón impreso, un formato que explicó que existiría siempre—. Tengo clientes de antes de la guerra —dijo—. Siguen viniendo a verme. Los martes y jueves; son los únicos días en que estoy aquí.

Depositó los libros de muestras en el mostrador, y los fue abriendo como quien dobla una servilleta.

—Eche un vistazo a estas —dijo—. Hay más, pero estas son las mejores.

Las páginas contenían retales de telas, de color limón, magenta, coco, gris. Los había de rayas, batiks, algodones egipcios tan livianos que se veía a través.

—Aquí hay una buena. No, no es del todo adecuada —decidió Conrad.

—¿Y esta? —dijo Viri. Sujetaba una tela—. ¿No sería demasiado para una camisa entera?

—Sería mejor que media camisa —dijo Conrad—. No, la verdad… —Reflexionó—. Sería fabulosa.

—O esta —dijo Viri.

—Ya veo. Le conozco desde hace unos minutos, pero veo que es usted un hombre de gustos y opiniones definidos. Sí, creo que no hay duda.

Eran como viejos amigos; un amplio entendimiento se había establecido entre ellos. Las líneas de la cara de Conrad eran las de un viudo, un hombre que se había ganado sus conocimientos. Había aplomo en su estilo, pero también respeto.

—Pruébese estos cuellos —dijo—. Voy a hacerle unas camisas maravillosas.

Viri se inspeccionó delante del espejo, luciendo diversos cuellos, largos, puntiagudos, cuellos de picos redondos.

—No está mal.

—No son lo bastante altos para usted —sugirió Conrad—. ¿No le importa que se lo diga?

—En absoluto. Pero hay una cosa —dijo Viri, cambiándose de cuello—. Las mangas. He visto que ha apuntado treinta y tres.

Conrad consultó la tarjeta.

—Treinta y tres —confirmó—. Correcto. El metro no se equivoca.

—No me gustan tan largas.

—No son largas. Para usted sería largo treinta y cuatro.

—¿Y treinta y dos?

—No, no. Sería gracioso —dijo Conrad—, pero ¿qué tienen las mangas que le empujan hacia lo grotesco?

—Me gusta verme los nudillos —dijo Viri.

—Señor Berland…

—Créame, treinta y tres es demasiado largo.

Conrad invirtió el lápiz.

—Estoy cometiendo un crimen —dijo, borrando más de un centímetro.

—No serán demasiado cortas, se lo aseguro. No me gustan las mangas largas.

—Señor Berland, una camisa… no, no necesito explicárselo.

—Claro que no.

—Una mala camisa es como la historia de una chica guapa que es soltera y un buen día descubre que está embarazada. No es el fin del mundo, pero es serio.

—¿Y el bolsillo? Me gustan los bolsillos bastante hondos.

Conrad puso una cara apenada.

—Un bolsillo —dijo—. ¿Para qué demonios sirve un bolsillo? Estropea la camisa.

—No del todo, ¿no?

—Cuando una camisa tiene ya las mangas un poco cortas y, encima de ellas, un bolsillo…

—El bolsillo no está encima de las mangas. Yo me lo figuro más o menos entre ellas.

—¿Qué quiere que le diga? ¿Para qué quiere un bolsillo?

—Tengo que llevar un lápiz —dijo Viri.

—Ahí no. Ese —dijo, aludiendo al cuello que Viri se había puesto—, ese cuello es una preciosidad, ¿no le parece?

—¿No me queda muy alto por detrás?

Giraba la cabeza hacia un costado para verlo mejor.

—No, no creo, pero si quiere podemos ponerlo un poco más abajo. Medio centímetro, pongamos.

—No pretendo ser demasiado exigente.

—No, no —le aseguró Conrad—. Nada de eso. Simplemente tomaré nota… —Escribió mientras hablaba—. Los detalles son todo. He tenido clientes… Tuve a uno de una familia famosa en la ciudad, muy importante políticamente, que tenía dos pasiones, los perros y los relojes. Poseía muchos de los dos. Apuntaba la hora exacta en que se acostaba y se levantaba todos los días. Le hacíamos el puño izquierdo dos centímetros más grande que el derecho para sus relojes de pulsera, por supuesto. Llevaba sobre todo Vacheron Constantin. En realidad, medio centímetro habría bastado. Su mujer, que en todo lo demás era una santa, le llamaba Chuchi. Llevaba en sus monogramas el perfil de un schnauzer.

—También he tenido clientes de ese tipo. No le doy detalles, pero del tipo Lepke-Buchalter. ¿Sabe quién era?

—Sí.

—Gánsteres. Bueno, usted sabe que las modas criminales muchas veces han derivado hacia la elegancia, pero lo cierto es que aquellos hombres eran clientes magníficos.

—¿Gastaban mucho dinero?

—Oh, dinero… aparte del dinero —Conrad hizo un ademán amplio—. El dinero no se tenía en cuenta. Les agradaba tanto que alguien les prestase atención, que tratara de vestirles correctamente. Perdone, pero ¿a qué se dedica?

—¿Yo?

—Sí.

—Soy arquitecto.

Sonaba un poco flojo a continuación de reyes del crimen.

—Arquitecto —dijo Conrad. Hizo una pausa como para digerir la idea—. ¿Ha construido algún edificio por aquí?

—Por aquí no.

—¿Es un buen arquitecto? ¿Me enseñará algunas de sus obras?

—Eso depende, señor Conrad, de cómo sean las camisas.

Conrad emitió un sonido débil de gratitud y entendimiento.

—En ese sentido puede estar tranquilo —dijo—. Llevo treinta, no, treinta y un años en el oficio. He hecho algunas camisas muy buenas, he hecho algunas malas, pero en conjunto he conseguido aprender mi arte plenamente. Puedo decirme, «Conrad, te han faltado, por desgracia, estudios, y tus arcas no están muy boyantes, pero hay algo indiscutible: sabes de camisas. Las conoces de un puño a otro, por decirlo así». A ver, ¿cuándo estoy aquí?

—Los martes y los jueves.

—Le estaba poniendo a prueba —dijo Conrad.

Escogieron una tela con estampado de plumas, plumas verde oscuro, negro, otra de color piel de ciervo, y una tercera azul policía.

—¿No le parece demasiado azul?

—No hay azul que sea demasiado azul —dijo Conrad—. ¿Cuántas hacemos?

—Bueno, una de cada —dijo Viri.

—¿Tres camisas?

—Le decepciona.

—Sólo estaré decepcionado si no figuran entre sus prendas favoritas —dijo Conrad. Parecía un poco resignado.

—Voy a enviarle muchos clientes.

—No tengo la menor duda.

—Le voy a dar ahora mismo el nombre de uno. No sé cuándo vendrá, pero será muy pronto.

—Martes y jueves —le previno Conrad.

—Naturalmente. Se llama Arnaud Roth.

—Roth —dijo Conrad.

—Arnaud.

—Dígale que le espero impaciente.

—¿Pero se acordará del nombre?

—Por favor —protestó Conrad. Era como un paciente con una visita demasiado larga; parecía algo fatigado.

—Le parecerá muy divertido —dijo Viri.

—Estoy seguro.

—¿Cuándo estarán las camisas? —dijo, poniéndose el abrigo.

—Dentro de cuatro a seis semanas, señor.

—¿Tanto tiempo?

—Cuando las vea se quedará asombrado de lo rápido que se han hecho.

Viri sonrió.

—Ha sido un verdadero placer, señor Conrad —dijo.

—El placer ha sido mío.

La avenida estaba concurrida, el sol brillaba todavía; bien vestidos, los primeros que habían terminado su jornada de trabajo, se encaminaban hacia los trenes de regreso a su casa en la periferia. El bullicio del tráfico le resultaba grato mientras caminaba entre los transeúntes. En aquel momento sabía lo que todos ellos estaban buscando. Comprendía la ciudad, el hormigueo callejero, los días de otoño fulgurantes como cuchillos en las ventanas más altas, a los hombres de negocios que salían por la puerta giratoria del Sherry-Netherland, el parque barrido por el viento.

Marcó un número conocido en una cabina de teléfono.

—Sí, dígame —dijo una voz lánguida.

—Arnaud…

—Hola, Viri.

—Oye, ¿qué día es hoy? Martes. El jueves quiero que conozcas a alguien. Me estarás agradecido hasta el fin de tus días.

—¿Dónde estás, en un burdel?

—¿Cómo es esa historia sobre los doce hombres absolutamente puros cuya existencia es vital para el mundo?

—Dime cómo acaba.

—No, es como un relato de Sholom Aleichem. Esos doce hombres… tienes que conocerla. Están desperdigados por la tierra. Nadie sabe quiénes son, pero cuando muere uno de ellos se le sustituye inmediatamente. Sin ellos, la civilización se desplomaría y quedaríamos sumidos en el caos, el crimen y la desilusión total.

—Probablemente es lo que ha ocurrido; deben de quedarnos cuatro o cinco.

—He conocido a uno de ellos.

—Así que lo has conocido.

—Se llama Conrad.

—¿Conrad? ¿Es una broma? Es un granuja.

—No, este es otro Conrad. Tienes que conocerle.

—La última vez que me dijiste esto, ¿sabes lo que pasó?

—Trato de recordar.

—Acabé invirtiendo quinientos dólares en una película.

—Ah, ya recuerdo.

—Conrad, ¿eh? ¿Para qué va a servirme?

Viri observaba el tráfico, sus sonidos le llegaban débilmente, el metal temblaba debajo de sus pies y su mirada enfocaba más allá de los coches relucientes.

—Te va a hacer unas camisas.