15
Arnaud estaba cómodamente sentado, velado por la niebla del humo de puro, indolente, divertido. La diversión estaba escondida; era como carbones bajo las cenizas, había que destaparla para que cobrase vida. Su pelo parecía más cano, más enmarañado, y sus ojos más pálidos. Tenía aspecto de un maravilloso vagabundo, de un fracaso sagrado. Sus labios eran gruesos, sus dientes sucios eran, no obstante, fuertes, y su cara era de tierra.
Nedra estaba sentada enfrente de él.
—Tienes que pensar una pregunta —dijo.
—Muy bien.
—Y concentrarte en ella. No puedo hacerlo si no lo tomas en serio.
Arnaud estaba fumando un purito que parecía un palo de madera oscura. Asintió levemente.
—Estoy serio.
Ella empezó a examinar las cartas. Él la observaba, grave. Era como si hubiesen entrado juntos en una catedral. Notaban alrededor un frío, perceptible cambio de escala.
—Ahora voy a elegir una carta que te represente —dijo.
—¿Cómo haces eso?
—Depende de tus características, tu edad.
—Y si no me conocieras, ¿cómo lo harías?
Una rápida sonrisa.
—¿Cómo podría no conocerte?
Posó una carta, un rey con una túnica amarilla. No se le veían los pies ni tampoco el trono donde estaba sentado; era un rey franco.
—El rey de espadas.
—Bien.
Era invierno. Los días eran largos y deliciosamente desprovistos de objetivo. Ella le entregó las cartas.
—Barájalas y concéntrate en la pregunta.
Él las barajó despacio.
—¿Qué origen tiene esto? —preguntó.
—¿La baraja de tarot?
—¿Quién la inventó?
—No se inventó —dijo ella—. ¿Están bien mezcladas? Córtalas tres veces. Verás, no soy una experta, Arnaud —dijo, mientras las iba echando.
—¿No?
—No lo sé todo —se disculpó—, pero sé bastante.
Colocó las cartas con todo cuidado, con una especie de precisión ceremoniosa. Tapó el rey con una carta. Puso otra cruzada encima. Luego, formando una cruz completa, puso cartas arriba, abajo y a ambos lados.
Cartas extrañas, con ilustraciones como las de los libros. Salían de las manos de Nedra con un débil crujido. A un lado de la cruz puso cuatro cartas en forma de columna, una detrás de otra. La penúltima era la muerte. Parecía esparcir oscuridad sobre las demás. Era como si, por casualidad, hubieran empezado a leer una carta de alguien que a la mitad, de pronto, contuviese una noticia aterradora.
—Bueno —dijo Nedra—, ahora te sale una carta estupenda.
Estaba señalando la última. Era el emperador.
—Es lo que va suceder —dijo ella—. Significa razón, fuerza, grandeza.
«La influencia más importante está aquí». Señaló la carta encima de la de él. «Es una mujer, una mujer muy buena, una amiga, cariñosa, honorable. Ella es la clave».
Estaban unidos por la fragancia del tabaco, el frío en las ventanas, el cielo invernal blanco como una taza.
—Creo que esta mujer puede hasta responder a tu pregunta. ¿Me equivoco? —dijo ella.
—Eres listísima.
—O bien tiene la respuesta o es ella la respuesta.
—Bueno, la respuesta a mi pregunta realmente es sí o no.
—No creo que yo pueda contestar a eso todavía.
—Tampoco yo —dijo Arnaud.
—A veces es imposible ver con claridad las cosas de tu propia vida. Tienes que recurrir a alguien de fuera para que te las explique.
—Estoy dispuesto a hacerlo.
—Estamos hablando de Eve, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Es mi mejor amiga.
—Es difícil, ¿no?
—Bueno, tú sabes que eres el único hombre en su vida. O sea, el único hombre de verdad en toda su vida.
—Es muy difícil —dijo Arnaud—. La quiero, me gusta Anthony, y sin embargo hay algo que me aleja de ellos.
—¿Qué?
—No sé decirlo.
—Probablemente no existe un matrimonio en que no haya habido un grado de incertidumbre.
—¿La tuviste tú?
—Fue como si me fuesen a ejecutar.
—Vamos, Nedra.
—Supongo que no fue así del todo.
—¿Qué más ves sobre mí?
Ella miró las cartas.
—Veo otra mujer que te está influyendo. No la reconozco. Es morena, tiene dinero, posiblemente tiene mucha confianza, mucha seguridad. Es el obstáculo, la fuerza opuesta. Tiene gustos insólitos que quizá estén ocultos.
—¿Ya he conocido a esa mujer?
—No sé seguro.
—No me parece nadie que conozca.
—Bueno, aquí está. Estás tapado por la reina mágica…
—Esta.
—Sí, y cruzado por la reina de pentagramas. Es muy infrecuente. Muestra que tus verdaderas compañeras son mujeres. Ahora bien, lo que ha ocurrido es que… —Hizo una pausa—. Se han formulado ciertas ideas, ciertas sugerencias. Es probable que sea una propuesta principal. Tendrás que afrontar un combate muy duro.
—¿Todavía?
Ella siguió leyendo, como si no le oyera.
—Creo que no lo estoy haciendo bien —dijo de repente.
—Creo que lo estás haciendo de maravilla. Me gustaría saber algo sobre esos gustos insólitos.
—No. No, me equivoco. Aquí hay cosas confusas.
Era imprecisa, incluso un poco nerviosa.
—Espera. Sólo quiero saber una cosa. —La muerte en letras negras montaba un caballo blanco. La pancarta que llevaba era árabe, rígida como madera—. ¿Qué significa esto? —preguntó él.
—Bueno, puede querer decir una serie de cosas…
—Por ejemplo.
—Oh, cualquier cosa. La pérdida de un bienhechor, por ejemplo. Mira, está nevando —dijo.
Nedra cogió uno de los puros de Arnaud. Sus dedos largos lo sostenían por el extremo, cerca de la boca. Se inclinó para aceptar una cerilla.
Fuera de las ventanas nevaba, cada vez más fuerte. Todo se desvaneció en la nieve.
—Vamos a buscar a Viri —exclamó ella.
Estaba paseando por algún sitio, fuera. Comenzaron a ponerse locamente lo primero que encontraban a mano. Se envolvieron como rusos en sombreros y bufandas, y cogieron un abrigo para Viri.
—Está por el río —presumió Nedra.
Nevaba copiosamente. La nevada les cubría los hombros, les rozaba los ojos. Caminaban sin hablar, como por yermos del norte. La nieve rellenaba la huella de sus pisadas. Era maravilloso, extraño. Entonces, corriendo hacia ellos, con la cara blanca de nieve, apareció Hadji. Ladró, se zambulló en los montículos que empezaban a formarse, se tumbó de costado, rodó extasiado, con las patas en vilo. Viri apareció detrás de él como un mito, un trotamundos, con el cuello alzado y nieve en el pelo.
—Somos tus guías esquimales —dijo Arnaud.
—Qué buena suerte.
Se estaba poniendo el abrigo.
—Te presento a Nushka, mi mujer —dijo Arnaud.
—Ah.
—Conoces, por supuesto, la costumbre de los esquimales respecto a sus mujeres.
—Es realmente civilizada —convino Viri.
—Nushka, frótate la nariz con nuestro amigo.
Nedra ofició el acto grave, sensualmente.
—Es tuya —dijo Arnaud.
—¿No habla?
—Rara vez. La que habla no frota —dijo Arnaud—, la que frota no habla.
Hadji estaba echado en la nieve cada vez más espesa, medio sepultado: los ojos negros —ojos con rímel, decía Danny—, las orejas altas, inteligentes. No se movía cuando lo llamaban.
Para la cena llegaron Jivan y, regresando de la vida con su novio, Kate Marcel-Maas. Tenía la cara bronceada, los brazos flacos.
—¿Conoces a Kate? —preguntó Nedra.
—Creo que no —dijo Arnaud. Sonrió—. ¿Vives en Nueva York?
—No. He venido sólo para dos semanas.
—¿Ah, sí? ¿De dónde vienes?
—Los Angeles.
—¿Dónde queda eso? —murmuró él.
—¿Dónde está Los Angeles? —dijo ella.
—Creo que recuerdo. ¿Qué estás haciendo allí?
—Tenemos una casita con un jardín. Me paso casi todo el tiempo cultivando lechugas.
Jivan vestía una camisa de algodón de cuello abierto. Parecía rebosante de energía, casi de impaciencia.
—Ven, quiero enseñarte una cosa —le dijo a Kate. La llevó a la cocina, donde, ante los ojos fascinados de Franca y de Danny, había estado cortando el apio con formas de pájaros.
—¿Dónde has aprendido? —dijo Kate.
—¿Te gusta?
—Fantástico.
—Deberías cultivar apio —dijo él—. Mira, ahora voy a hacer un cisne. ¿Te apetece un vino?
Era vino retsina. Le sirvió un poco. Ella lo probó. Cuando estaba cerca de ella, parecía ligeramente más bajo. En el dedo llevaba un anillo con una piedra oscura.
—Es ácido —se quejó ella.
—Te acostumbrarás. Franca, ¿quieres probarlo?
—Sí, me encantaría.
—Llegará a gustarte —le dijo a Kate—. Al final las cosas ácidas son siempre las mejores.
—¿Ah, sí? —dijo ella.
Había anochecido. La casa estaba iluminada como para un baile, había luces por todas partes. Nedra cocinaba. Estaba más bella que nunca: una falda fina, beige, las mangas remangadas, las muñecas desnudas.
Arnaud estaba hablando con Viri. Estaban a gusto entre los almohadones del sofá más amplio. Se reían, y sus sonrisas eran simultáneas. Eran como directores de una galería vistos a través del cristal claro y tintado de su escaparate al final del día; eran como editores, como accionistas.
Nedra les sirvió el San Rafael.
—¿Qué están haciendo en la cocina? —preguntó Viri.
—Jivan intenta seducirla.
—¿Antes de cenar?
—Creo que está un poco nervioso —dijo ella—. Intuye peligro.
—Nedra, ¿no crees… es decir, en principio… que tenemos una cierta responsabilidad ante sus padres?
—¿De qué estás hablando, Viri? Ella ha estado casada.
—Eso no es exactamente cierto.
—Viene a ser lo mismo.
—¿No es un poco joven? —preguntó Arnaud.
—Ah, te olvidas —dijo Nedra.
La cena —anunció cuando estuvieron sentados a la mesa— era italiana. Petti di pollo. Jivan escanció el vino. Esta vez Kate lo rechazó.
—Toma un poquito —le apremió él.
—¿Qué es petti di pollo? —preguntó ella.
—Pollo es pollo —dijo Arnaud.
—¿Qué es petti?
—Pechugas —dijo él—. Ya sabes lo que dicen de los pollos.
—No.
—Cada parte del pollo fortalece una tuya.
—Me vendrán bien —dijo ella.
Arnaud hablaba de muchas cosas, divertido. Contó anécdotas de Italia, de ciudades al borde del mar donde no había hoteles e ibas por la calle llamando a puertas en busca de una habitación, de Sicilia abrasada por el sol, de Ravenna y Roma. Franca, sentada a su lado, bebía vino.
Arnaud tenía oído para las lenguas. Empezó a hablar en italiano y pasaba de un idioma a otro como si todos poseyeran su don.
—En Sicilia todo el mundo tiene una lupara; o sea, una escopeta. En el periódico venía un artículo sobre un hombre que disparó a otro porque hacía demasiado ruido debajo de su ventana. Compareció ante el juez, furioso de que le hubiesen detenido. «¿Quiere decir que no puedo dispararle a alguien debajo de mi propia ventana?», preguntó.
—¿Es verdad eso? —preguntó Franca.
—Totalmente cierto.
—No, en serio.
—O es verdad o llega a serlo más tarde —dijo él—. Te contaré otra historia. Había un padre que le dio a su hijo una escopeta. Era muy pequeña: una luparetta. El hijo se fue a la escuela y se encontró con otro chico que tenía un reloj de pulsera. Era muy bonito y se encaprichó de él. Como lo quería, negoció con el chico y le cambió la luparetta por el reloj.
—¿Es una historia verídica?
—¿Quién sabe? Cuando el hijo volvió a su casa esa tarde, su padre le preguntó: «¿Dónde está la escopeta? Dov’é la luparetta?». Y el hijo respondió: «La he cambiado». «¡Que la has cambiado!». «Sí —dijo él—, la he cambiado por este reloj». «Fantástico —dijo el padre—, meraviglioso, la has cambiado por ese reloj. Y ahora, cuando alguien llame puta a tu hermana, ¿qué vas a hacer, decirle la hora?».
Cenaron como una familia, ruidosa y unida, se pasaban libremente los platos. Kate bebía del vaso de Arnaud. Más tarde, en la otra habitación, ella tocó la guitarra. La mesa se quedó sin retirar. Nedra encendió el fuego que había sido escrupulosamente preparado con leña seca encima y papeles debajo. La hoguera cobró vida, llameando como las de los mártires. Se sentó al lado de Jivan. Estaban bebiendo licor de pera. Kate, con la guitarra sobre el regazo, cantaba para Arnaud con una voz débil y aguda.
—Más vale que te la lleves de aquí —le susurró Nedra.
—No te preocupes.
—Se la va a llevar a la cama, lo estoy viendo.
—Kate ha bebido un poquito más de la cuenta —dijo Jivan.
—Sí, pero nada de lo que tú le has dado.
—Me ha dicho que no le gustaba el vino.
—¿Qué estás cuchicheando, Nedra? —la llamó Viri.
—Es gracioso —dijo ella, sonriendo.
Se sirvió más licor. Era como una hélice de plata navideña, una decoración de papel de aluminio que giraba despacio y cuyo resplandor disminuía y resurgía una y otra vez.
—Tocas estupendamente —dijo Nedra.
Se disculpó para dar las buenas noches a las niñas. Viri subió después. Besó a sus hijas. Sentado en las camas de las niñas, percibió el calor de sus habitaciones respectivas, las alcobas en que dormían y soñaban, donde estaban a salvo. Sus libros, sus pertenencias le infundían una sensación de paz y deber cumplido. En las escaleras oyó voces, los sensuales acordes de abajo. Kate estaba sentada al lado de Arnaud. Sus dientes tenían un tinte azulado, el azul que florece en la blancura inmaculada, en los diamantes. Viri tuvo un momento de inquietud por ella; no, no de inquietud, comprendió, sino de codicia. Era como un hombre enfermo mientras pensaba en ella, infeliz y afligido. Su dolor era imaginario, como el de los dedos de una pierna amputada. Era sólo deseo, que confiaba en que le abandonase, y rezaba para que no lo hiciese.
Nedra estaba hablando con ella.
—Ojalá yo hubiera tenido tu valor cuando tenía tu edad —dijo.
Kate se encogió de hombros.
—En realidad no me gusta California.
—Por lo menos has vivido allí. Has visto cómo es.
—A mi madre no le gusta la idea. Ella quisiera que nos casáramos.
—Tu arreglo es mejor —dijo Nedra.
Sirvió para las dos un poco más de licor. Jivan y Viri escuchaban la música; Arnaud estaba despatarrado cerca del fuego, con la cabeza recostada y los ojos cerrados. Nevaba todavía, incluso las carreteras habían desaparecido.
La elegancia de la noche, los platos que permanecían en la mesa, la soltura con que Nedra y Viri se trataban, el entendimiento que parecían haber establecido entre ellos, todo esto le inspiraba a Kate una dicha febril, la felicidad que otra persona tiene a su alcance otorgar. Estaba inundada de amor por aquella pareja a la que —aunque hubiese vivido cerca de ella a lo largo de toda su infancia—, le parecía ver por primera vez, y que la trataba como a la muchacha que en aquel momento ella ansiaba ser: una de ellos.
—¿Puedo venir a verte mientras estoy aquí? —preguntó.
—Pues claro.
—Me encantaría hablar contigo, de veras.
—Y a mí me encantaría verte —dijo Nedra.
Alguna tarde, entonces. Darían un paseo juntas o tomarían el té. Nunca había cruzado las fronteras, aquella mujer a la que Kate súbitamente amaba, aquella mujer con una cara de complicidad, una mujer nada sentimental, que se recostaba en los codos y fumaba puritos. Nunca había viajado, ni siquiera conocía Montreal, pero sabía muy bien cómo debería ser la vida. Era cierto. Su corazón poseía un instinto como el de las aves migratorias. Sabría encontrar la tundra, los piélagos, regresar al hogar.
Arnaud había abierto los ojos. No eran inquisitivos, su mirada era serena, señal de que estaba retornando poco a poco. Su cara era suave como la de un niño.
—Por alguna razón, me estoy amodorrando —murmuró—. Tu casa es tan acogedora y agradable…
—Puedes hacer todo lo que quieras —dijo Nedra—. Deberías tener lo que tú quieras.
Hubo un silencio.
—Eso me lo dijiste una vez —resolvió él.
—Y siempre lo he practicado.
—Todo lo que quiera… ¿cómo que lo has practicado?
—Absolutamente.
—Estoy despertando —dijo él.
No se había movido, pero sus ojos estaban alerta. En su sopor, era como un oso. Se veía su inocencia —es decir, la inocencia de los grandes actores— mientras despertaba.
—Has dejado de tocar, Kate —dijo.
Ella empezó de nuevo. Tocó unos cuantos acordes tristes que brotaron lentamente de sus largos dedos. Empezó a cantar con su voz fina de muchacha y la cabeza gacha. Siguió cantando. Conocía una infinidad de letras que constituían su auténtica elocuencia, los poemas en los que creía. Las sábanas eran viejas y delgadas las mantas…
—Mi primer novio solía cantar esto —dijo Nedra—. Me llevó de fin de semana a la casa de veraneo de su familia. Fue después del verano, todos se habían ido.
—¿Quién era? —dijo Viri.
—Era mayor que yo —dijo ella—. Tenía veinticinco años.
—¿Quién?
—Allí probé mi primer aguacate. Me lo comí con hueso y todo —dijo.