4
Las estaciones se convertían en su resguardo, sus vestiduras. Se plegaba a ellas, era como la tierra, maduraba, se agostaba, en invierno se envolvía en un abrigo largo de piel de borrego. Tenía tiempo de asueto, cocinaba, hacía flores, veía a su hija cautivada por un joven.
Se llamaba Mark. Hacía maravillosos dibujos lineales, sin sombra, sin mácula, como los Vollard de Picasso. Se parecía a ellos; era delgado, zanquilargo, con el pelo de un castaño desvaído. Llegaba por las tardes, pasaba horas con Franca sentados en su cuarto con la puerta cerrada, y algunas noches se quedaba a cenar.
—Me gusta —dijo Nedra—. No es imberbe.
Después Franca consultó la palabra. Desprovisto de barba, decía el diccionario.
—Tú le gustas a él. Dice que tienes plumas.
—¿Que tengo qué?
—Plumas, como un pájaro —dijo Franca.
Mark estaba enamorado de Franca, pero veneraba a Nedra. Su mundo de pareja poseía una atracción misteriosa. Era más vívido, más apasionado que otros. Estar con ellos era como estar en una barca, flotaban siguiendo su propia deriva. Inventaban su vida.
Los tres se reunieron en el Salón de Té Ruso. El jefe de camareros conocía a Nedra; les dio uno de los reservados al lado del mostrador. Era un sitio que a ella le gustaba. Nureyev se había sentado una vez cerca.
—En aquella mesa —dijo.
—¿Solo?
—No. ¿Le habéis visto alguna vez? —dijo—. Es el hombre más hermoso de la tierra. No se puede ser más guapo. Cuando se levantó para irse, se acercó al espejo y se abotonó el abrigo, se ató el cinturón. Los camareros le miraban, de pie, adorándole, como colegialas.
—Nació en una ciudad pequeña, ¿no? —dijo Franca—. Sabían que tenía un gran talento. Pensaron que tenía que ir a la escuela en Moscú, pero era tan pobre que no podía pagarse el tren. Esperó seis años para pagar el billete.
—No sé si eso es cierto —dijo Nedra—, pero encaja con él. ¿Cuántos años tienes, Mark?
—Diecinueve —dijo él.
Ella sabía lo que esa edad representaba, qué actos ardientes había dentro de Mark, qué hallazgos le reclamaban. Había estado en Italia un año, por medio de un intercambio, y despertaba en Franca el deseo de imitarle. Imagina a un chico de dieciocho años desembarcando en Southampton. Consultó un mapa y vio que Salisbury no estaba lejos. Salisbury, pensó de repente, y le vino a la memoria la catedral pintada por Constable, una pintura que él admiraba, y allí estaba el nombre en el mapa. Le abrumó la coincidencia, como si la única palabra que conocía de un idioma extranjero le hubiese sido provechosa. Tomó el tren, dispuso de un compartimento entero para él solo, estaba encantado, el campo era delicioso, estaba solo, recorriendo mundo, y entonces, al otro lado de un valle, apareció la catedral. Eran las últimas horas de la tarde, se ponía el sol. Estaba tan profundamente conmovido que aplaudió, dijo.
Viri llegó y se sentó. Era un hombre mundano; en aquella habitación, a aquella hora, parecía tener la edad que uno ansía tener, la edad de los logros, de la aceptación, la edad a la que nunca llegaremos. Vio frente a él a su mujer y a una joven pareja. Franca era sin duda una mujer, lo supo de golpe. De alguna manera se había perdido el momento en que había ocurrido, pero el hecho era evidente. El rostro auténtico había emergido de la cara joven y receptiva que había tenido, y en el lapso de una hora se había vuelto más apasionada y mortal. Era una de esas caras que inspira un temor reverente. Viri la oyó decir «Sí, sí», en ansiosa respuesta a la voz de Mark; los años adolescentes de Franca se esfumaban ante los ojos de Viri. Ella se desvestiría, viviría en México, toparía con la vida.
—¿Quieres beber algo, Viri?
—¿Beber? Sí, ¿qué estás tomando tú?
—Se llama Noches Blancas.
—Déjame probarlo —dijo él—. ¿Qué tiene?
—Vodka y Pernod.
—¿Nada más?
—Mucho hielo.
—Hoy, cuando subía en el ascensor, no te imaginas con quién me he encontrado: Philip Johnson.
—¿De veras?
—Tiene una pinta estupenda. Le he saludado. Llevaba un sombrero fantástico.
—¿Es Philip Johnson, el…? —dijo Mark.
—Arquitecto.
—¿Por qué llevaba sombrero? —preguntó Franca.
—Ah, bueno. ¿Por qué un gallo lleva plumas?
—Tú tienes tanto talento como él —dijo Nedra.
—El sombrero no parecía molestarle.
—Yo voy a comprar uno maravilloso.
—Un sombrero no mejora tanto las cosas.
—Uno grande, de terciopelo, color gamo —dijo ella—. Como el que llevan los chulos.
—Creo que en cierto modo te lo he explicado mal.
—Si Philip Johnson usa sombrero tú también puedes usarlo.
—Es como ese chiste del actor que se queda seco en el escenario —dijo Viri—. ¿Lo conoces? —Se dirigió a Mark. Era uno de los chistes cáusticos y caseros que contaba Arnaud—. Es en el teatro yiddish. Creo que está interpretando Macbeth.
—Bajan el telón, pero todo el mundo se da cuenta de que pasa algo malo —dijo Nedra—. Al final sale el director y dice al público: ha sido horrible, horrible, ha muerto.
—Pero una mujer de la platea grita: «¡Dele sopa de pollo! ¡Dele sopa de pollo!». Y el director está allí plantado junto al cadáver y por fin responde: «Oiga, no lo entiende. ¡Está muerto! ¡La sopa de pollo no le ayudará, señora!». «Tampoco le sentará mal», dice ella.
Contaban el chiste juntos del mismo modo que habían juntado sus vidas. Nadie conocía a Nedra mejor que Viri. Eran los dueños de una vasta y desordenada mercancía; lo habían encarado todo juntos. Cuando él se desvistió por la noche, era como un diplomático o un juez. Un cuerpo blanco, suave e impotente, surgió de sus ropas, su posición en el mundo yacía desplomada en el suelo, caída de sus tobillos; era un hombre clemente, era como una rana, con una pizca de melancolía en su sonrisa.
Se abotonó el pijama, se cepilló el pelo.
—¿Lo apruebas? —preguntó Nedra.
—¿A Mark?
—Estoy segura de que han hecho el amor.
A él le hirió la frialdad del hecho.
—Oh. ¿Por qué?
—¿No lo habrías hecho tú? —preguntó ella—. Bueno, quizá tú no.
—Creo que es muy importante que ella sepa lo que hacer.
—Oh, lo sabe. Le he dado todo lo que necesita.
—¿Qué quieres decir, píldoras?
—No quiere tomar píldoras —dijo Nedra.
—Ya veo.
—Estoy de acuerdo con ella. No quiere productos químicos en su cuerpo.
El pensamiento de Viri se precipitó de pronto sobre su hija. Ella no estaba lejos, estaba en su cuarto, con la música baja, sus vestidos colgados pulcramente. Pensó en su inocencia, en la prodigalidad de la vida, como si le hubiese sorprendido, como una ola súbita que el paseante por la playa no ha oído y que le empapa los pantalones, el cabello. Y, sin embargo, ahora, mojado por la ola, le sobrevino un sentimiento de aceptación, incluso de placer. Le había tocado el mar, el más grandioso de los elementos de la tierra, era como un hombre tocado por la mano de Dios. La necesidad de temer tales cosas había cesado.
Esa noche soñó con una orilla de plata agitada por el viento. Kaya se le acercó. Estaban solos en una habitación espaciosa, fuera se celebraba un congreso. No sabía cómo la había convencido, pero ella dijo: «Sí, de acuerdo». Se despojó de su ropa. «Pero también quiero esta noche».
Las caderas de Kaya eran tan reales, tan deslumbrantes, que él apenas se avergonzó cuando su madre pasó por delante, fingiendo que no veía. No sabía a ciencia cierta si la madre se lo diría o no se lo diría a Nedra, procuró no preocuparse. Después perdió a aquella mujer relumbrante entre la multitud, cerca de un teatro. Desapareció. Aulas vacías, pasillos en los que había corros de antiguos condiscípulos, absortos en conversación. Pasó de largo entre ellos, notoriamente solo.
Por la mañana miró a Franca con mayor atención, ocultándolo, tratando de ser natural. No vio nada. Parecía la misma, en todo caso más cariñosa, más en armonía con el día, el aire, las estrellas invisibles.
—¿Cómo van las cosas en el instituto? —preguntó.
—Oh, me encanta el instituto —dijo—. Este año es el mejor.
—Qué bien. ¿Qué es lo que más te gusta?
—Bueno, de todas las…
—¿Sí?
—La biología.
Daba golpecitos a la cáscara de un huevo pasado por agua, estaba bien vestida, tenía fresca la cara.
—¿Y después?
—No lo sé. Supongo que francés.
—¿No te gustaría estudiar un año de universidad allí?
—¿En París?
—París, Grenoble. Hay cantidad de sitios.
—Sí. Bueno, no sé seguro si quiero ir a la universidad.
—¿Qué quieres decir?
—Papá, no te excites —dijo ella—. Me refiero solamente a que quizá prefiera estudiar arte o algo así.
—Bueno, es verdad que pintas de maravilla —reconoció él.
—No lo he decidido todavía. —Sonrió como su madre, misteriosa, segura de sí misma—. Ya veremos.
—¿Mark se queda en el instituto?
—Tampoco lo sabe —dijo ella—. Depende.
—Ya.
Había tanta sensatez en la voz de Franca.