5

Lia era del norte. Su padre había nacido en Génova, con su escarpada necrópolis; su madre, más románticamente, en Niza. Ella le contó todo esto. Él amaba los pormenores de su vida, le electrizaban. Había entrado en un período en que todo lo suyo parecía ser una repetición que acontecía por segunda o tercera vez, un espectáculo del que conocía todas las posibilidades. Ella se lo hizo olvidar.

—Niza. ¿Alguna vez perteneció a Italia?

—Todo perteneció a Italia alguna vez —dijo ella.

Los nombres que ella decía, la historia, los incidentes de su infancia, todo era nuevo para él, todo brillaba como la energía en la negrura de su cabello. Lia poseía una inteligencia resignada, era maniática, era tímida. La gran desdicha de su vida era no haberse casado.

Desde el momento mismo en que la vio sentada, desenvuelta y menuda, detrás del escritorio, cuando la vio mecanografiar o utilizar el teléfono, supo lo competente que era. Pero no se había aventurado a nada, se limitaba a esperar, todos aquellos años había estado aguardando a un hombre. Era una especie de lisiada brillante; imaginaba cualquier cosa, pero no podía andar. Y él sólo era un poquito mejor. Aunque desde el principio ella le atrajo intensamente, se sentía inseguro; hacía mucho tiempo que no cazaba y cuando lo había hecho tampoco había sido muy hábil.

Fueron a cenar a un restaurante, La Fornarina, llamado así por la hija del panadero que había sido amante de Raffaelo. Era invierno, el jardín estaba cerrado. Ella le dijo que había querido hablar con él nada más verle. Se había formado una idea de Viri por lo que había oído hablar de él y por sus cartas, pero ninguna expectativa alcanzaba a explicar la proximidad y el reconocimiento que sintió cuando él hizo su entrada por primera vez en la recepción.

—Eres uno entre mil —le dijo ella—. Sí, eres muy especial.

A él le inundó una calidez, un vértigo como si hubiese derrotado a un enemigo. Ella le abrazaba con una palabra, una mirada; le había abierto el cielo insulso, la luz se derramaba. Siempre nos salva un accidente. Una persona a quien jamás hemos visto.

Lia conocía Roma como la conoce un condenado a cadena perpetua. Conocía sus tiendas, sus llanuras de sol, sus calles con vistas especiales. Le enseñaba parte de estas cosas. Él recobraba sus apetitos, sus ansias, su capacidad para la alegría.

Ella le llenaba el vaso de vino, pero se servía sólo un poco que no probaba. Le dijo, sin la más mínima urgencia, que carecía del poder de resistirle.

—Creo que lo sabes —dijo ella. Deslizó la mano debajo de la de él. El contacto de sus dedos le cortó la respiración a Viri.

Lia tenía un automóvil pequeño, muchos pares de zapatos, dijo, con nostalgia, algún dinero en Suiza; era como una comida preparada.

—Y tú has venido a comértela —dijo ella—. Sí, es una cena maravillosa, la comida de toda una vida.

Zuppa, carne, verdura, formaggi. La procesión sobre el mantel de platos blancos y mellados, el pan sencillo y tosco, los camareros con sus chaquetillas ligeramente manchadas. El vino no le hizo efecto, estaba demasiado estimulado para que lo hiciera. Sintió el calor de la cara de Lia cuando ella se inclinó sobre la mesa para ayudarle con el menú. Comía muy poco, fumó unos cuantos cigarrillos, hablaba. Su padre comerciaba con cereales. Era conservador, menudo, amargamente defraudado por el hermano de Lia. Había amado a su hija quizá excesivamente; en ocasiones había sido un amor demasiado intenso, demasiado carnal. Él la besaba siempre en la boca, besos profundos, sin ningún titubeo. Solía decir que cuando su mujer muriese iba a casarse con Lia. Bromeaba, por supuesto, pero una vez le tocó un pecho en el autobús y ella había sentido repulsión.

—¿Te estoy aburriendo?

—Desde luego que no —dijo él.

—¿Seguro?

—Me maravillas. Tienes un vocabulario riquísimo. ¿Cómo has aprendido inglés tan bien?

—Hace años que lo hablo —dijo ella.

—¿Cómo es eso?

—Supongo que te estaba esperando, amore.

¿Debo describir el acto de amor que les unió, puede que fuera aquella misma noche? Ella tenía la llave del apartamento de una amiga. Dio tres vueltas a la cerradura; una puerta estrecha y barnizada, una de las dos, se abrió. No había alfombras, el suelo estaba frío. Él no sintió vacilación ni miedo. Era como si jamás hubiese visto a una mujer; le abrumó verla desnuda, ver la oscuridad en el fondo de su desnudo, su mente musitaba oraciones, sus oídos estaban llenos de susurros. La ciudad se le abrió como un jardín, las calles le acogieron y recitaron sus nombres. Vio Roma como unos de los ángeles de Dios, desde arriba, desde lejos, sus luces, sus aposentos más pobres. La bendijo, se la metió en el corazón. Se convirtió en su apóstol, creyó en su gracia.

Lia le dejó en la entrada del hotel, y su coche, ruidoso y vulgar, arrancó. Cada detalle del trayecto a su habitación —la cara del portiere, la pesada llave, el juntarse de puertas bruñidas, la ascensión, el lento recorrido de pasillos abovedados— apuntalaba su sensación de triunfo. Se tumbó en la cama jubiloso de estar solo en un momento tan solemne, de poder saborearlo. En las calles de la ciudad dormida, a lo largo de sus avenidas nuevas y desiertas, a través de sus plazas despobladas, el auto de Lia proseguía su marcha, los faros brincaban nerviosamente sobre los baches de la calzada, y los pensamientos de Viri lo envolvían, protegían su avance.

El teléfono sonó por la mañana.

Ciao, amore —dijo ella.

Ciao.

—Quería oír tu voz.

—Estaba dormido —confesó él.

—Sí, claro. El sueño de los bienaventurados. Yo también…

Sus palabras le reanimaron. Las criadas dejaban caer escobas en el corredor.

—Te imagino ahí acostado… —Por fin hablaba libremente. Tenía tantas cosas que decir, había esperado tanto tiempo—. Te imagino dándote un baño. El agua cae en la bañera y un ruido suntuoso llena la habitación.

—¿Estás en casa? —preguntó él.

—Sí. En mi casa, en la cama. Es una cama pequeña, no como la tuya.

—¿Como la mía?

—Tienes una cama grande, ¿no? Por lo menos me la imagino así.

Llamaba desde su cuarto con una voz ligeramente reservada, aunque, como ella dijo, su madre no hablaba inglés. Viri estaba en Italia. Las chicas de la calle, los mecánicos, los chicos de las afueras que las noches de invierno volvían en moto del trabajo a su casa, con las manos envueltas en papel de periódico… de pronto sentía que podría compartir sus vidas.

Fueron otra vez al apartamento con puertas de madera. De día parecía abandonado. El suelo tenía un impreciso diseño de flores, las paredes eran de color tabaco. Las ropas inglesas de la dueña, apartadas hacia un lado, colgaban en un ropero. El sol, como casualmente, entraba por una ventana. Era un lugar desnudo y helador, pero visita tras visita se convirtió en suyo.

Iban los sábados. Él se sentaba a hacer bocetos de las ruinas de enfrente. Cerca del codo tenía pilas de revistas rotas: Oggi, París-Match. En la calle, el sonido de pisadas fugitivas, el estruendo de automóviles. Parecía tranquilo, pero estaba aterrado. Nunca aprendería, pensó, el idioma, los horarios, la vida. Se concentró en el dibujo, buscando los colores apropiados. Ella apareció a su lado.

—¿Te molesta la música?

—En absoluto.

Puso un disco. Le observó trabajar. Por la tarde fueron al cine. Aparcaron a tres manzanas de distancia. Al acercarse al cine se sintió como un muchacho que no se ha estudiado la lección y está entrando en clase. Se mezcló incómodo con los demás espectadores. Sentados en la sala, ella le susurraba en la oscuridad las réplicas importantes.

La radio sonaba débilmente. Al atardecer hacía frío; estaban helados. La luz menguaba, aun en aquellas latitudes meridionales. Ella había puesto la cafetera en el fuego y estaba preparando las tazas y las cucharas: rumores tenues, caseros, que a él le sonaban como voces remotas. Sintió el primer acceso de pánico por la amabilidad de Lia. No era eso lo que necesitaba. Su vida se estaba decolorando, se estaba deshaciendo, flotaba como un papel en la marea; necesitaba horas productivas, trabajo, responsabilidad. Sonrió lánguidamente cuando ella le llevó las tazas a su silla y se arrodilló a su lado. Silencio. Al estilo de una criada, empezó a quitarle los zapatos y los calcetines. Se quedó descalzo. Lia atrajo sus pies hacia ella.

—Estáis fríos —dijo. Los abrigó con las manos—. Voy a calentaros. —Les hablaba como a niños—. Así, así es mejor, ¿verdad? Sí. Sí, no estáis acostumbrados al invierno, a estos inviernos. Son algo nuevo. Pueden ser más fríos de lo que pensáis. Con vuestros bonitos zapatos ingleses creéis que estáis calientes y contentos. Mirad qué bonitos son vuestros zapatos, dicen ellos, qué bonitos. Sí, creen que estáis calientes porque parecéis contentos, creen que sois felices. Pero no es fácil encontrar la felicidad, ¿eh? Es muy difícil. Es como el dinero. Sólo llega una vez. Si tienes suerte llega una vez y lo peor es que no puedes hacer nada. Puedes esperar, buscarlo, cólera, rezos. Nada. Qué espanto no tenerlo, esperar la felicidad, tener paciencia, estar preparada, levantar una cara luminosa como niñas en su primera comunión. Sí, te dices que tú, tú estás preparada.

Apretaba la mejilla contra los pies desnudos. Parecía una mujer muy pequeña.

—Y no ocurre nada —dijo—. Les ocurre a los demás. Sí, piensas que te sucederá a ti. Y año tras año tienes más que dar, no gastas nada, no te quitan nada, eres más rica, estás repleta y todos los años lo mismo: nada. Hasta que por fin casi no hay otros, estás sola como una flor en un prado grande, y es otoño, sí, los días se acortan, la hierba se inclina al paso del viento. Y sale el sol y todavía brilla sobre ti, sola en el campo grande, la última flor, hermosa, sí, debido a eso, y ahí estás en las tardes largas, interminables, esperando, esperando…

Era una mujer de gran fortaleza. Era liviana, pero poseía voluntad y también una soledad aterradora. La ciudad se hacía eco. Los amplios postigos de acero se cerraban de noche, las calles se despoblaban, la gente desaparecía. Había luces en algunos restaurantes y cafés vacíos; el resto era oscuridad y vacío. Los monumentos dormían, los gatos se acurrucaban debajo de coches estacionados. Era una ciudad edificada sobre el matrimonio y las leyes, aunque ridiculizados, aunque despreciados; todo lo demás era fugitivo, vano.

—Encontrarás la felicidad —le dijo él. Estaban almorzando. El invierno deparaba días soleados, mediodías de infinita calma. Partió un pedazo de pan para encubrir su confusión, consternado por el tiempo del verbo que había empleado.

—¿Tú crees? —dijo ella fríamente. No se le escapaba nada.

—Sí.

—Es alentador.

Ella le examinó la cara. Lo hizo con cautela, prevenida.

Él se arrepintió de lo que había dicho, fue como si hubiese tratado de liberarse de toda participación en la vida de Lia. La culpa, y las caras saludables de los comensales de las mesas vecinas, le produjeron agitación y vergüenza. La larga, morena cabellera de las italianas, sus rostros apasionados —tanto más conmovedores cuanto que eran blandos y no durarían un decenio—, la charla de parejas, de familias, su intenso interés recíproco, sus risas, todo ello parecía festejar la vida conyugal, cuyas múltiples facetas eran más ricas que la suya propia, y más densas también que todas las posibilidades de su vida. Le asustó percatarse de que ya había incurrido con Lia en el silencio de las comidas rutinarias, con la atención centrada en otras personas, en la gente que se sentaba a las mesas y que aguardaba a que le sirvieran.

—Estás callado —dijo ella.

—¿Sí?

No supo qué otra cosa contestar. Veía enfrente de él, como si fuera un hecho consumado, a la mujer con la que se había casado y con la que estaba destinado a compartir la mesa todos los años que le quedasen de vida. Envidiaba a todos los que a su alrededor se habían casado con otra mujer y estaban enfrascados en una conversación fluida: a la larga, ¿hay algo más importante que esto? Es el pan de la vida sexual.

Al mismo tiempo, entendía que era una especie de pánico lo que le impulsaba a guardar silencio, que no era él mismo, que estaba dubitativo. En aquella mujer había anhelos y apetitos profundos, casi invencibles. No se revelarían en un día, habían estado demasiado tiempo en suspenso. Ella era como un reo, un paria en quien hay que confiar para que no se hunda, necesitaba que alguien la salvara. Y asombraría a aquel hombre, al hombre que se comprometiera. Le pasaron por la mente pensamientos del río subterráneo, el viaje que pocos hombres osaban emprender, pues en él había que arriesgarlo todo.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer, Lia…?

—Dime.

—Me gustaría hacer un viaje. Me gustaría ir a algún sitio contigo, lejos de Roma, juntos. ¿A ti te gustaría?

—Sí, amore

—Una o dos semanas.

—Sí. ¿Puedes esperar sólo un poquito? Mis padres van a marcharse. Sería un buen momento.

—¿Adónde van?

—A Sicilia.

—Iremos al norte.

—No te preocupes, no nos buscarán.

No pudo mantener sus pensamientos intactos el tiempo suficiente para comprender lo que estaba ocurriendo. Estaba agitado; ¿le estaba poniendo a prueba? ¿Todavía era posible que para él hubiese algo más que aquella caída en picado desde la apariencia de la felicidad al aburrimiento? O quizá, a la manera de alguien ciego para su propia debilidad, estuviera a punto de reproducir aquella domesticidad sin salida, de repetir las mismas situaciones que le habían llevado hasta allí, a un país extraño, lejos del suyo.

A veces dormía en el apartamento, inquieto y solo. Ella iba a verle por la mañana. Llevaba naranjas en su bolso, flores, fotos de su infancia, del padre que la adoraba con excesiva franqueza, fotos sacadas en Míkonos, en Londres cuando ella pesaba cincuenta y cinco kilos —qué horror, las pasaba aprisa, se avergonzaba de ellas pero quería enseñárselo todo—, de la hogareña amiga inglesa en cuya casa de campo pasó una Navidad glacial. Quería que él compartiese su vida. Se arrodillaba en la cama, con sus bragas blancas, y pelaba una naranja. Estaba solemne, no decía nada. Los postigos estaban abiertos, la luz del sol entraba.

Ella le enseñó la ciudad, el ojo de cerradura, en la Piazza dei Cavalieri di Malta, por el cual se veía un jardín escondido y más allá, flotando en el aire, vasta como el sol, la cúpula de san Pedro. Le mostró museos y las ruinas de Ostia, san Juan en la Porta Latina con el árbol herido por el rayo, santa Agnese, donde los barberos de Roma afeitaban a los mendigos, pequeños restaurantes, tumbas. En la pared de estuco, de un rojo desvaído, donde vivía un loco debajo de la acera cuando ella era una niña —solían escucharle y corrían cuando aullaba— había una inscripción. Viri se paró a leerla, joven, buena PRESENCIA, TRABAJADOR. OBJETO: MATRIMONIO. BUSCA CHICA SERIA y carina. Debajo había un número de teléfono y algunos comentarios irreverentes.

—Sí —dijo Lia secamente—. Matrimonio.

—¿Lo dirá en serio?

—¿Quién sabe?

Era un día templado. El invierno casi había terminado.