8
En verano e invierno, siempre que podía, Nedra se levantaba tarde. Su yo auténtico se quedaba en la cama hasta las nueve, se removía, se estiraba, respiraba el aire nuevo. Las personas que duermen mucho suelen ser inconformistas; son meditabundas y algo retraídas. Tenía el cabello abundante y lo llevaba aplastado. Lo recogía de diversas formas. Lo lavaba y lo llevaba húmedo. Uno piensa en los diez, los veinte años brillantes en que ejerció su ascendiente. Es una mujer cuyas observaciones frías marcan la pauta de una comida; el hombre sentado a su lado sonríe. Ella sabe lo que hace, ahí está el meollo; pero ¿cómo podía saberlo? Sus actos no se repiten. No es una comedianta. Tiene una cara que electrifica —esa risa súbita, explosiva— y, sin embargo, de alguna manera, no da nada.
Su cabello huele a flores. El día es sereno. El sol se está formando todavía, el río derrama luz.
Ella dice que no tiene amigos. Rae y Larry. Eve. Le cuesta mucho hacer amistades. No tiene tiempo para la amistad, se desengaña en seguida. La aman los tenderos, la gente que la ve pasar por la calle, envuelta en sí misma, mirando en las vitrinas de las librerías los hermosos, gruesos volúmenes de pintores, la edición italiana de Vogue.
«Dile cuánto la queremos y añoramos», exclaman los dueños del pequeño comercio de jabón y perfumes cerca de Bonwit. «¿Dónde está? No la vemos ahora que vive en el campo. Dile que venga», dicen. Aman su estatura, su elegancia, sus ojos avellana.
A ella le interesa cierta gente. Admira determinadas vidas. Es sutil, penetrante y a veces maliciosa, con una fuerte inclinación a amar y no demasiado delicada en los medios que deben adoptarse. Todo esto está escrito en su libro de sueños. Por supuesto que no cree en él, pero la divierte y hay pasajes del libro que son muy ciertos. Eve, por ejemplo, es exactamente como la describe. Está también muy próxima a Viri.
Uno quiere entrar en el aura que la rodea, que ella te acepte, ver su sonrisa, ver cómo ejercita esa profunda tendencia al amor que se le atribuye. Poco después de haberse casado, quizá una hora después, incluso Viri lo ansiaba. Su posesión de Nedra quedó santificada; al mismo tiempo algo cambió en ella. Nedra se convirtió en su pariente más cercano. Ella abrazó los intereses de Viri y se embarcó en la empresa por su cuenta. Desapareció el afecto desesperado, intolerable, y en su lugar surgió una mujer de veinte años condenada a vivir con él. Viri no acertaba a definirlo. Ella había huido. Tal vez era algo más; el error que ella sabía que habría de cometer fue por fin cometido. Su rostro irradiaba conocimiento. Una vena incolora y vertical, como una cicatriz, le atravesaba el centro de la frente. Ella había aceptado las limitaciones de su vida. Era aquella angustia, aquella conformidad lo que forjaba su gracia.
En verano iban a Amagansett. Casas de madera. Azules, días azules. El verano es el mediodía de las familias unidas. Es la hora de silencio en que sólo se oye a las aves marinas. Los postigos están cerrados, las voces calladas. De cuando en cuando, el repique de un tenedor.
Días puros, vacíos. El mar es de plata, áspero como una corteza. Hadji ha cavado un hoyo en el cual se tumba, con los ojos entornados y granos de arena pegados en el hocico. Encara siempre el mar. Franca lleva un bañador negro de una pieza. Sus miembros son fuertes y relumbran. Tiene miedo de las olas. Danny es más valiente. Va hasta la rompiente con su padre; gritan y se deslizan sobre el vientre. Franca se les une. El perro ladra en la orilla.
Ese silbido del mar en la larga tarde, los grandes lechos de espuma parda, de kelp traído por las tormentas, los mejillones, los leños blanqueados. Hacia el oeste el mar humea, un trecho largo y brillante como si lloviera. Franca ha encontrado en las dunas el caparazón seco de un escarabajo. Se lo lleva a Viri, tembloroso en su mano. Tiene una especie de cuerno.
—Mira, papá.
—Es un escarabajo rinoceronte —le dice él.
—¡Mamá! —grita ella—. ¡Mira! ¡Un escarabajo rinoceronte!
Franca tiene nueve años. Danny, siete. Esos años son interminables, pero no pueden rememorarse.
Viri duerme al sol. Está moreno, tiene las uñas decoloradas. Los lunes va a la ciudad en tren y vuelve el jueves por la noche. Alterna una felicidad con otra. Tiene una secretaria nueva. Trabajan juntos con una especie de emoción, como si no hubiese nada más en sus vidas. El aislamiento y la indiferencia de la ciudad en verano, como una larga vacación, como un viaje, obran su hechizo en ellos. No se repone de la belleza, la simpatía de su nombre: Kaya Doutreau.
Cerca de él, en la playa, hay dos muchachas tendidas de bruces. Más allá, dispersas, hay familias, ropas, hombres solos sentados. El mar está vacío. Junto al reborde agonizante de la orilla caminan un joven de barba con pantalones Levis, desnudo hasta la cintura, y una muchacha con un bañador diminuto. Conversan, cabizbajos. Emanan la nueva libertad, sus vidas parecen infinitamente útiles y dulces.
A veces, a mediodía, reflejados en escaparates, se ve a sí mismo y a una niña, los ve como si miraran a la corriente de la vida, en medio de bizcochos y vino de Burdeos. Permanecen un momento donde están, de espaldas a la calle. Casi han terminado sus recados. Ella le apoya la cara en el brazo. Guardan silencio, unidos. Ella lleva un sombrero de paja.
Está descalza. A él le abruma un sentimiento de satisfacción. El sol colma la ciudad veraniega.
Vuelven a la casa. El sonido amortiguado de portezuelas de coches que se cierran. Danny está dando de comer al conejo cerca del escalón de la cocina, un conejo negro de pezuñas blancas y una mota en el pecho; la llaman su estrella. Mueve velozmente la boca mientras come. Tiene las orejas caídas.
En las bolsas de papel desbordantes, Viri encuentra una zanahoria.
—Toma —dice.
La niña la introduce por el alambre de la jaula. El conejo la engulle como un juguete mecánico.
—Le gusta el almuerzo —dice ella.
—¿Y el desayuno?
—También le gusta.
—¿Se lava las manos?
Las hojas verdes de la zanahoria desaparecen a tironcitos.
—No —dice ella.
—¿Se cepilla los dientes?
—No puede —dice ella.
—¿Por qué?
—No tiene lavabo.
Danny es menos obediente; tiene una veta testaruda. Es menos hermosa. En verano lo ocultan su delgadez y su piel bronceada. Se interna donde no hace pie con un tubo de goma, y patalea, audaz, como un insecto. Es la mañana, el oleaje rompe, sibilante, con sus dientes blancos sobre la orilla. Viri observa, sentado en la arena. Ella le hace señas con la mano, y el viento borra sus gritos. Él comprende de pronto que es una niña adorable. Saberlo le conmueve como el verso de una melodía.
Mañana; el viento atenúa el sonido del mar. Sus hijas bronceadas caminan sobre suelos que crujen. Pasan la vida juntas, en un lazo compacto que nunca acabará. Van al circo, a las tiendas, a la nave del mercado de Amagansett, con sus estanterías cargadas y sus frutas, a picnics, desfiles, conciertos en iglesias de madera entre los árboles. Entran en Philharmonic Hall. El auditorio guarda silencio. Están sentadas con el programa en el regazo. Escuchar una sinfonía es abrir el libro de caras. El maestro llega. Se concentra, se equilibra. Los grandes, exóticos acordes de obertura de Chabrier. Van a versiones de El lago de los cisnes, con la cara pálida en la oscuridad del Grand Tier. La vasta curva de butacas está iluminada como el Ritz. Un foso de orquesta, enorme, grande como un barco, un techo dorado del que manan estallidos de luz y del que cuelgan cristales que relucen como hielo. El gran Nureyev sale después y hace una reverencia como un ángel, como un príncipe. Se suplican una a otra la cesión de los prismáticos; el sudor brilla en el cuello y el pecho del bailarín, y hasta en la raíz del pelo. Sus manos, como las de un niño, juegan con las borlas de la capa. El final de las funciones, el final de Mozart, de Bach. La violinista solista se levanta con la cara erguida, totalmente exhausta, y todavía suenan los últimos acordes, como los de un magno amor. El director la aplaude, y el público, las mujeres hermosas, con las manos en alto.
Pasan la vida juntas, pasan por delante de chicos que pescan, que van hasta la punta del muelle con una pequeña anguila doblada en dos, clavada en el anzuelo. El ojo mudo de la anguila clama, un punto negro en su cara plana y plateada. Las niñas se sientan a la mesa donde come su abuelo, el padre de Nedra, viajante de comercio, hombre de ciudad provinciana, con su tos amarilla, sus cigarrillos Camel siempre al alcance de la mano. Su voz está desenfocada, sus ojos empañados, apenas parece reparar en ellos. Porta la muerte consigo a la cocina; una vida larga y malgastada, crisálida de la de Nedra, su cobertura reseca, su fuente olvidada. Calza zapatos baratos, tiene una maleta llena de muestras de marcos de ventana de aluminio.
Su vida de hermanas se entreteje, se configura junta, son como actrices, como un grupo de actores fervorosos que no conocen nada más allá de sí mismos, del reparto de papeles de antiguas, inmortales obras.
Se acaba el verano. Hay días de neblina y de frío, el mar está en calma y blanco. Las olas rompen a lo lejos con un rumor lento y majestuoso. La playa está desierta. Hay paseantes ocasionales por la orilla. Las niñas se tumban sobre la espalda de Viri como comadrejas; siente la arena caliente debajo.
Se les unen Peter y Catherine, junto con el niño de ambos. Las familias se sientan separadas, en la soledad y la niebla. Peter tiene una silla plegable y lleva una gorra y una camisa marineras. A su lado hay un cubo lleno de hielo, botellas de Dubonnet y ron. Un día bello y extrañamente inquietante. Los puntitos de bruma desfilan sobre ellos. Ha pasado agosto.
En una pausa de la conversación, Peter se levanta y se adentra en el agua despacio, sin decir una palabra, bañista solitario, y nada mar adentro con su camisa azul. Sus brazadas son potentes y uniformes. Nada con seguridad, fuerte como un vendedor de hielo. Viri, finalmente le imita. El agua está fría. Todo alrededor hay niebla, la rítmica ondulación de las olas. No hay nadie a la vista salvo sus familias, sentadas en la orilla.
—Es como nadar en el mar de Irlanda —dice Peter—. Sin nada de sol.
Franca y Danny se meten en el agua.
—Aquí cubre —les advierte Viri.
Cada uno de los dos sostiene a una niña. Las estrechan.
—Los marinos irlandeses —les dice Peter— no aprenden a nadar. Ni siquiera una brazada. El mar es demasiado bravo.
—¿Y si el barco se hunde?
—Cruzan las manos sobre el pecho y rezan una oración —dice Peter. Hace el gesto. Se pierde de vista bajo el agua como la tapa tallada de un féretro.
—¿Es verdad? —preguntan más tarde a Viri.
—Sí.
—¿Se ahogan?
—Se entregan en manos de Dios.
—¿Cómo lo sabe él?
—Lo sabe.
—Peter es muy raro —dice Franca.
Y él les lee, como todas las noches, como si las regara, como si removiese la tierra a sus pies. Hay historias de las que nunca ha oído hablar y otras que se sabía de niño, esas piedras de vado puestas en un cauce para que las use todo el mundo. Se pregunta cuál es el significado real de esas historias, de criaturas que ya no existen ni siquiera en la imaginación: príncipes, leñadores, pescadores honrados que viven en casuchas. Quiere que sus hijas tengan una vida antigua y una vida nueva, una vida indivisible de todas las vidas pretéritas, que emane de ellas, que las sobrepase, y otra vida que sea original, pura, libre, que trascienda el prejuicio que nos protege, la costumbre que nos moldea. Quiere que conozcan tanto la santidad como la degradación, la primera sin ignorancia y la segunda sin humillación. Las está preparando para ese viaje. Es como si sólo dispusiera de una hora y en esa hora tuviese que llenar todas las alforjas, impartir todos los consejos. Anhela darles la sentencia que ellas recuerden siempre, que lo abarque todo, que les señale el camino, pero no la encuentra, no la reconoce. Sabe que es más valiosa que cualquier otra cosa que puedan poseer, pero él no la tiene. A falta de ella, con su voz monocorde y sensual, las baña en los nimios mitos de Europa, de la nevosa Rusia, de Oriente. La mejor educación consiste en conocer un solo libro, le dice a Nedra. De ahí procede la pureza, y la proporción, y el consuelo de tener siempre a mano un ejemplo.
—¿Qué libro? —dice ella.
—Hay unos cuantos.
—Viri —dice ella—, la idea es encantadora.