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La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor de tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mango de madera.

La vida son los viajes a la ciudad, los trayectos cotidianos. Ella es como una granjera que va al mercado. Iba a la ciudad en coche para cualquier cosa, sus calles la excitaban, las calles invernales que rezumaban humo. Atravesaba Broadway. Las aceras estaban blanqueadas de manchas. Sólo compraba alimentos en determinados sitios; era fiel a ellos, exigente. Aparcaba el coche donde le venía bien, en paradas de autobuses, en zonas prohibidas; la urgencia de sus recados la protegía. El coche era descapotable, pequeño, extranjero, verde y, a diferencia de otras cosas, descuidado.

Enero. Iba a la ciudad temprano, un día de frío, las calzadas estaban heladas, las palomas se acurrucaban en las oes de un anuncio de MOBILIARIO. La ciudad es una catedral de posesiones; su aroma es el de los sueños. Incluso los que han sido rechazados por ella no pueden abandonarla. Había una anciana sentada en un portal, la cara devastada por los años, el pelo desgreñado, una mujer espantosa y desdentada. Tenía en el regazo un animal con los ojos supurantes y el hocico grisáceo. La mujer agachaba la cabeza y aplastaba la mejilla contra el perrito, silenciosa, abandonada. En la siguiente manzana había un vagabundo caminando sobre las rodillas, con la cara tan sucia y colorada que parecía cubierta de heridas. Sus ropas eran harapos manchados de vómito. Afanosamente se miraba los pantalones como si buscara sangre, ajeno a los viandantes. En el vestíbulo de los cines había enanos, hombres obesos, genios de las finanzas de rostro huraño, mujeres con medias negras y pieles. Llevaban anillos en sus dedos ajados, oro en los dientes.

Iba al museo, a la oficina de su marido, a una tienda de Lexington donde deambulaba entre los libros de arte, alta, pensativa, una mujer con piernas largas y de cuello grácil, que ostentaba en la frente las grietas más tenues del decenio en ciernes. En un restaurante anodino se sentaba a comer un bocadillo. Se quitaba el abrigo. Debajo llevaba un suéter irlandés, ordinario, blanco, adornado con collares de ámbar y semillas de colores. Hombres solos en sus mesas la miraban. Comía con calma. Su boca era amplia e inteligente. Dejaba propina. Desaparecía.

En el atardecer de invierno pasa por Columbia. El tráfico es denso, pero avanza. Los ultramarinos están atestados, los destellos de la vía férrea encima de ella forman imágenes azules, iluminadas como ejecuciones en el crepúsculo. Volvía a casa por largos tramos que se curvan, transportada por otros vehículos. Para cuando había cruzado el río los árboles estaban negros. Circulaba solamente por el carril izquierdo, rebasando el límite de velocidad, fatigada, feliz, llena de planes. Le ardían los ojos. En el asiento de atrás había bolsas blancas y anaranjadas de Zabar, en el suelo, recibos de gasolineras, tiques de aparcamiento, correo que no había abierto, facturas. La carretera atraviesa los grandes acantilados de la ribera oeste; durante la mayor parte del trayecto no se ven casas ni comercios, nada más que la larga galaxia de ciudades que empiezan a brillar en la oscuridad, al otro lado del río.

Sale de la carretera y entra en los páramos, los charcos de vida ínfima, casas que conoce íntimamente sin saber quién las habita, coches aparcados que ella reconoce, una estafeta de correos en la esquina, una tienda de comestibles que vende los periódicos de la ciudad, la valla de madera de los vecinos, las luces del hogar.

—¿Qué están haciendo las niñas, Alma? —pregunta. El perro hace cabriolas a sus pies—. Hola, Hadji. Estate quieto.

—Dibujando arriba, —contesta la jamaicana. Les ha leído en voz alta, las ha sacado de paseo.

—Es un señor perro —dice—. Un buen perro.

—Sí, ¿verdad?

—Oh, le gusta ladrar.

Sus hijas bajan por la escalera. «Mamá», gritan.

—Os he traído algo —dice ella, arrodillándose con el abrigo puesto.

—¿Qué es? —dicen ellas—. Tienes la cara tan fría.

—Vosotras la tenéis caliente. ¿Qué estabais haciendo?

—Una cosa —dice la más pequeña—. ¿Qué nos traes?

Ella nombra unas galletas francesas que a ellas les encantan: LU.

—¡Oh, qué buenas!

—¿Qué estabais haciendo?

—Estamos haciendo un templo egipcio —dice Franca—. Ven a verlo.

—Pero no nos queda oro —exclama su hermana. La llaman Danny. Se llama Diane.

—¿Podéis bajarlo aquí? —les pregunta Nedra—. Traedlo a la cocina. Voy a tomar un té.