Llegó al residencial. Apagó el motor del auto, sacó las llaves y las guardó en un bolsillo del impermeable. Pensó en descender pero se detuvo. Permaneció así, estático, observando los reflejos del farol de la esquina sobre el asfalto húmedo, acuoso. Todavía, algún relámpago tardío cruzaba la negrura del cielo.
Descendió.
Entró al residencial y retiró del tablero la llave de su habitación. Con pesadez, con minuciosa lentitud, subió la escalera. Contó los escalones: eran veintidós. Aunque no estaba seguro. Quizá fueran más o menos, pues en algún momento debió haber perdido la cuenta. De todos modos, no importaba: jamás volvería a contarlos. Mañana abandonaría el residencial. Llegó a su habitación, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Entró.
Se quitó el impermeable y lo arrojó sobre la cama. Fue hasta el baño, tomó el dentífrico, el cepillo y se lavó los dientes. Miró su rostro en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos, ojeras, y un par de profundas arrugas en la frente y a los costados de la boca. No era nada. Estaba cansado. Ahora necesitaba dormir. Solamente. Sobre todo: no pensar en nada. Mañana volvería a su chalecito de la calle Lugones, y allí, sereno, tomando un mate después de una buena siesta, o fumando un cigarrillo mientras escuchaba alguno de sus valses preferidos, podría volver a poner en orden sus pensamientos. Se encogió de hombros. Un trabajo había salido mal, ¿y qué? No se acababa el mundo por eso.
Se quitó la sobaquera con la Luger. Lástima que faltara tanto para el sábado, pensó mientras observaba el arma. Porque las ganas de irse hasta la casa de Florencio Varela las tenía ahora. Ahora: irse hasta allí, practicar con el arma, jugar un rato con Príncipe y encontrarse con Ángela, aceptarle el café que seguramente le tendría preparado en la cocina, charlar un buen rato con ella, contarle, ¿por qué no?, que las cosas no habían salido bien esa semana, sin necesidad de aclararle qué cosas, sino simplemente contarle, contarle lo que le pasaba, para que ella entendiera por qué andaba así, medio triste, apagado.
Un trabajo había salido mal, ¿y qué?
Con repentina furia, arrojó la Luger sobre la cama. Se tomó la cara entre las manos y algo semejante a un quejido o quizá a un sollozo le atravesó el pecho. Volvió al baño y se lavó la cara. Consiguió serenarse.
Tomó su valija y la colocó sobre la cama. Sin prisa, mecánicamente casi, empezó a guardar su ropa. Algunas camisas, corbatas, un par de pantalones. Advirtió entonces que la atmósfera de la habitación era sofocante. Fue hasta la ventana y la abrió de par en par. Miró hacia afuera.
Había luz en el departamento de Külpe.