Un hombre robusto, de mediana estatura y ligeramente calvo, le abrió la puerta.
—Venga —dijo—. El señor Peña lo está esperando.
Atravesaron el largo pasillo que conducía hasta el privado. El grandote golpeó la puerta y esperó. Transcurrió casi un minuto.
—Adelante —se escuchó entonces la voz de Peña.
Mendizábal entró. Detrás del escritorio, ahora, había una sola silla, la de terciopelo, y en ella estaba sentado Peña. Mendizábal permaneció de pie, otra vez sin saber qué hacer con las manos, incómodo.
—Tengo poco tiempo —dijo Peña, seco y directo—. Así que hablemos rápido. ¿Terminó el trabajo?
—No —contestó Mendizábal.
Peña, con fastidio, chasqueó la lengua.
—Es una lástima —dijo—. Le avisé que estamos apurados. ¿Para qué vino entonces? Pensé que me traía alguna novedad. Si todavía no terminó el trabajo, no es aquí donde tendría que estar usted.
—Hubo novedades —dijo Mendizábal—. Pero no buenas.
Peña inclinó su cuerpo hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio.
—Acláreme eso, quiere —dijo.
Mendizábal demoró en contestar.
—Külpe se fue del departamento donde estaba viviendo —dijo por fin—. Traté de buscarlo pero no conseguí nada. No sé dónde está.
Peña se recostó contra el respaldo de la silla.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Necesito unos días más —dijo Mendizábal—. No va a ser imposible volver a encontrarlo. Y apenas lo encuentre lo liquido.
Peña sacó un cigarro de la caja que había sobre el escritorio y lo encendió. Miró a Mendizábal. Se tomó su tiempo. Por fin dijo:
—Váyase a su casa, Mendizábal. El trabajo ya no es suyo. Y otra cosa: no queremos verlo más por aquí.
Mendizábal no contestó en seguida. Sintió que las manos comenzaban a temblarle nuevamente. Dijo:
—No fue usted quien me dio este trabajo. Y no va a ser usted quien me lo saque. Voy a volver cuando pueda hablar con su patrón.
Peña sonrió, entre divertido y enigmático.
—Si es por eso, no se moleste —dijo—. El patrón se tomó unas vacaciones. Era algo que le venía haciendo falta. Igual que a usted. —Dio una larga, placentera pitada a su cigarro y dijo:— Las cosas cambian. Mendizábal. Y usted está terminado.
—Escuche, Peña —insistió Mendizábal—: unos días más necesito. Solamente. No me va a ser difícil volver a encontrar a ese tipo.
Peña negó con la cabeza.
—Quedesé tranquilo. De eso nos vamos a ocupar nosotros. Usted vaya para su casa y descanse. A partir de hoy, le va a sobrar el tiempo, Mendizábal.
—¿Qué quiere decir?
—Usted sabe qué quiero decir. Mire, no le vamos a pedir que nos devuelva la guita que le adelantamos. Quédesela. Es su jubilación. Porque nunca más le vamos a encargar un trabajo. Ni nosotros ni nadie. Yo me voy a ocupar de que sea así. —Hizo una pausa. Después:— ¿Se acuerda de lo que le dije en la pieza de su pensión? Un error suyo necesitaba, nada más. —Sonrió:— Bueno, ahora lo tengo.
Peña hizo sonar un timbre. La puerta del privado se abrió. Apareció el grandote.
—El señor se va —dijo Peña—. Acompáñelo.
Un momento después, Mendizábal salía a la calle. Todo había terminado.