Comenzaba a anochecer cuando llegó al chalecito de la calle Lugones. Desde el martes que no iba y se notaba: había olor a encierro en la casa. Abrió algunas ventanas y una brisa fresca y repentina, que lo obligó a pensar que el otoño llegaría temprano ese año, transformó la atmósfera. Miró hacia el cielo: se veían algunos nubarrones, pero pocos, quizá no lloviera.

Fue hasta una piecita que tenía en el fondo, espaciosa y bien iluminada, en la que guardaba todo tipo de objetos: herramientas, aparatos electrónicos, rifles, pistolas Browning, y hasta dagas orientales. Se sentía cómodo allí, se permitía —incluso— el desorden.

Colocó sobre una sólida mesa de carpintero unas viejas cañas de pescar que tenía olvidadas en un rincón. Las midió, las pulió, y después las cortó cuidadosamente. Con ellas construiría, el domingo, el barrilete de Sergio.

Permaneció todavía un largo rato en la piecita, mirando los objetos que, durante años, había amontonado allí. Cada uno significaba algo distinto para él, evocaba un momento irrepetible, único en su vida. Pero cada uno de ellos, también, había ido perdiendo fuerza, vigencia con el tiempo, como si fueran ya incapaces de despertarle los mismos sentimientos que en el pasado, o como si (y esto era lo más posible, y sin duda lo más trágico) esos sentimientos ya no existiesen en él.

Subió al altillo. También se sentía el encierro allí, de modo que abrió las dos ventanas laterales. Advirtió, entonces, que hacía tiempo que no escuchaba música. Revisó unos discos y puso un vals de Strauss, uno de sus preferidos, Vida de Artista. Se sentó en un sillón, encendió un cigarrillo y escuchó. Le gustaba esa música, le hacía pensar en grandes y majestuosos espacios, en salones festivos, en emperatrices como gacelas, en príncipes afortunados, que hacían la política y el amor con la misma elegancia con que danzaban.

Se levantó, fue hasta el estéreo y subió el volumen. Quería que esa música lo inundara todo, que la realidad se deslizara atravesada por su magia, como si no existiera —al margen de ese elegante y despreocupado vaivén— otra fuerza interna capaz de dar vida a las cosas.

Pero no volvió a sentarse en el sillón, sino que se acercó a un viejo bargueño que tenía contra una de las paredes. Lo abrió. Estaba cubierto de cajones, todos con una tarjeta en el frente, en cada una de las cuales se leían siempre dos fechas que enmarcaban un período: agosto 1961-noviembre 1965, o también octubre 1967-julio 1970, o si no enero 1972-diciembre 1974.

Mendizábal vaciló durante un largo momento, como si le costara recordar dónde estaba lo que había ido a buscar allí. Finalmente se decidió y abrió uno de los cajones. Había fotos adentro, muchas fotos de muchas personas. Mendizábal las fue recorriendo una a una, buscando. A veces se detenía, dudaba, y después seguía adelante, aunque sin demasiada convicción, como si no tuviera la seguridad de que aquello que había descartado no fuese lo que quería encontrar.

Algo, sin embargo, lo ayudaba: en un costado, arriba, cada foto tenía escrito un nombre. Mendizábal los iba leyendo con deliberada lentitud, pronunciando incluso, aunque muy suavemente, algunos en voz alta: Sandoval, Hernández, Arroyo, Bustamante, O’Connor, Tarducci, Waisman, Castro, Quiroga. Hasta que lo encontró. Morelli.

Eran cuatro fotos de un hombre robusto, sólido, cuidadosamente vestido y casi por completo calvo. Una de ellas mostraba su rostro: una nariz grande, unos labios carnosos, desagradables, una papada firme y casi agresiva, una mirada huidiza. En otra se lo veía cruzando una calle, mirando hacia atrás por sobre su hombro izquierdo, desconfiando, como si huyera. En las dos restantes iba manejando un coche —el suyo sin duda: un Mercedes azul—, y su figura aparecía imponente a través de la ventanilla.

Morelli. ¿Cuándo había sido? Cinco años, dijo Peña. Sí, era posible. Dio vuelta la foto y leyó la fecha escrita allí: algo más de cinco años, pero no mucho. Tenía buena memoria Peña.

Volvió a mirar con atención las cuatro fotos, intentando acicatear sus recuerdos. ¿Cómo había sido esa historia? Porque a Peña le había mentido: eran muy pocas las imágenes que le quedaban del asunto Morelli. Apenas la borrosa figura del hombre importante hablándole de un individuo astuto y escurridizo, muy peligroso para la organización, al cual había que eliminar de inmediato, aunque de manera casi imperceptible, cuidadosamente, razón por la cual se recurría a él para el trabajo, y no a otro. Apenas también la visión —desdibujada por los años y los muertos que vinieron después— de un hombre fuerte, gordo hasta la ostentación y la insolencia, sentándose a la mesa de un bar junto a la ventana, abriendo un diario para volver a cerrarlo casi de inmediato, con esa infinita torpeza que da el miedo, y comenzar a mirar a través de los cristales, en todas direcciones, buscando inútilmente. O si no también ese mismo hombre —y éste era el recuerdo más nítido que le quedaba—, desnudo, duchándose en su departamento, con el cuerpo fláccido enjabonado y brilloso, tranquilo ahora, ajeno a toda posibilidad de peligro y de muerte, y él —él, Mendizábal— entrando en ese mismo baño, silencioso, con un 38 corto en la mano, un arma lujosa, nacarada, que pertenecía al hombre que continuaba allí, bañándose, pero que ahora se ha quedado rígido, paralizado por el espanto al descubrir a Mendizábal, quien sin vacilar se le acerca, le incrusta casi con fiereza el arma contra la sien derecha, y dispara.

Suicidio, todos lo dijeron. Aun quienes no estaban dispuestos a creerlo. Porque Morelli quedó allí, desnudo, en el baño, con un enorme boquete aureolado de pólvora en la sien, y un 38 corto, nacarado, de su propiedad, que ni tres policías le pudieron arrancar de la mano.

Un buen trabajo, era cierto. Quizá uno de los mejores que había hecho. Sin embargo, si Peña no lo hubiese mencionado, jamás habría vuelto a pensar en él.

Volvió a mirar las fotos de Morelli, sobre todo aquella en que cruzaba la calle, mirando hacia atrás con temor, escapando de algo que ignoraba, pero que sabía, con pavorosa certeza, que tenía que ver con su muerte. ¿Cuándo había ocurrido esa escena? No lo recordaba. Y sin embargo, era indudable que él debió haber estado allí, pues era quien había tomado la foto y quien, finalmente, había ultimado a Morelli volviendo realidad lo que éste temía al cruzar esa calle. ¿Pero dónde estaba ahora todo eso? ¿Qué había quedado en él del temor de ese hombre? O también: ¿cómo había continuado esa historia? ¿Quién había bendecido o quién había llorado la muerte de Morelli? Porque si es verdad que la historia de los que mueren se continúa en quienes los sobreviven, en los sentimientos e imágenes que todavía alcanzan a despertar en éstos, entonces ¿quién recordaba hoy a Morelli, quien sufría todavía por su muerte, o quien mantenía intacto su odio? Mendizábal no lo sabía, ni podía saberlo. De toda esa historia, de su mejor trabajo quizá, le quedaban apenas un par de imágenes cada vez más lejanas: un hombre cruzando una calle, un hombre leyendo un diario, un hombre desnudo, cayendo pesadamente contra el piso de un baño, muerto.

Comenzó a observar nuevamente las otras fotos, pero deteniéndose ahora con mayor esmero en ellas, tratando de aprisionar las imágenes que le despertaban, esforzándose. Había allí un hombre delgado, de lentes, caminando por una avenida céntrica, sosteniendo fuertemente un portafolios con su mano derecha. Mendizábal no recordaba quién le había encargado ese trabajo. Coogan quizá, un tipo que manejaba varios boliches en capitales del interior, o Anselmi, que se movía en el negocio de mujeres, pero no era seguro. En cuanto al hombre de la foto, el flaco de lentes y portafolios, apenas si su empecinada memoria alcanzaba a atraparlo en algún callejón estrecho, no recordaba de qué barrio, escasamente iluminado, con el empedrado brilloso y resbaladizo por la humedad de la noche, corriendo desesperadamente, deteniéndose contra una pared alta, infranqueable, crispando las manos después de la sorda detonación, y deslizándose hasta quedar sobre el piso como un bulto inservible. Nada más, apenas eso.

Siguió recorriendo fotos, algunas amarillentas ya, ajadas. Se detuvo en la de un individuo alto y muy bien vestido que encendía un cigarrillo en la esquina de un bar. Leyó el nombre escrito en la foto: Salinas. Oscuramente, con enorme esfuerzo, pudo recordarse esperando a ese hombre frente a la puerta de un ascensor, en un piso alto, solo, sosteniendo en su mano derecha una Browning con silenciador, observando cómo iban encendiéndose las pequeñas luces rojas del tablero a medida que el ascensor se acercaba al piso donde esperaba él, comenzando a levantar lentamente su arma cuando apenas faltaban dos pisos, sintiendo el golpe seco del ascensor al detenerse, conteniendo la respiración mientras las dos hojas de la puerta se abrían con un ruido metálico y casi estrepitoso, mirando los ojos aterrorizados del hombre alto y elegante que estaba solo en el ascensor, levantando apenas la Browning hasta ubicar en la mira el entrecejo de su víctima, disparando una sola vez, ninguna más, y quedándose allí, sereno, observando cómo la puerta del ascensor volvía a cerrarse con un sonido que ahora no le pareció metálico ni estrepitoso, sino lúgubre y grave como el de un ataúd.

Revisó todos los cajones, observó todas las fotos. Apenas si le llegaron, mortecinas, algunas imágenes más. Solamente.

Fue entonces hasta el fondo, buscó una pala en la pieza de herramientas, y cavó un pozo en la tierra, poco profundo pero ancho. Decidido y casi obstinado, bajó todos los cajones del bargueño y arrojó al pozo todas las fotos. Después las roció con kerosén y les prendió fuego.

Había anochecido. Las llamas iluminaron su rostro fatigado.